Las crónicas que conforman este libro repasan las vivencias marítimas de Conrad, primero como marinero en Francia y más adelante en la marina mercante británica. Estos textos componen un vivísimo retrato de la relación entre el hombre y el mar en una época en que la llegada del vapor supuso el fin de la hegemonía de los barcos de vela. Considerado como el cruce entre un cantar de gesta sobre la navegación a vela y la biblia del oleaje. El espejo del mar es la insuperable reminiscencia de una forma de vida y una obra imprescindible para comprender a su autor.
«Todo el libro es Conrad cien por cien, y, además, el mejor Conrad, el que sabía dibujar un hecho del mar con la más perfecta forma literaria, y el que sabía ilustrar un acontecimiento narrativo con la más acertada imagen marinera». (Juan Benet).
Joseph Conrad
El espejo del mar
Recuerdos e impresiones
ePub r1.0
quimeras 26.08.14
Título original: The Mirror of the sea
Joseph Conrad, 1906
Traducción: Javier Marias
Prólogo: Juan Benet
Retoque de cubierta: quimeras
Editor digital: quimeras
ePub base r1.1
A
Mrs. Katherine Sanderson que hizo extensivas su cálida bienvenida
y su amable hospitalidad al amigo de su hijo, animando aquellos primeros y oscuros días tras mi despedida del mar,
quedan estas páginas afectuosamente dedicadas.
PROLOGO
En el ya lejano verano de 1954 me fui a Suecia a hacer prácticas ingenieriles. Me tocó servir en la construcción del hospital municipal de Ljungby, un pequeño pueblo del sur donde el tiempo caía a plomo; donde en los ratos de ocio y en las fiestas de guardar fui introducido en cierta clase de diversiones de las que sólo tenía noticia por el cine o por la lectura de cuentos y novelas nórdicas: paseos en barca, excursiones por el bosque a recoger frambuesas, bailes campestres, fiestas de cangrejos y desconocidas competiciones deportivas que pusieron punto final a una primera juventud todavía apegada al balón y al pedal. En fin, que a las dos semanas de estancia en Ljungby me pasaba las tardes leyendo en inglés, idioma que entonces empezaba a conocer, muy rudamente.
Me dedicaba a libros fáciles: novelas de reconocida sencillez estilística y obras de divulgación científica. Entre éstas últimas hubo una que me hizo mella: un libro de oceanografía —en el más ancho sentido de la palabra— que trataba del mar en todos sus aspectos; era The Sea Around Us de Rachel Car son, publicado en América unos años atrás con gran éxito. Al final de su libro la autora recomendaba una serie muy breve de lecturas, para deleite de quienes estuvieran interesados en el tratamiento científico del mar, y para mi sorpresa —entre cinco o seis títulos de un carácter muy diferente— incluía The Mirror of the Sea de Joseph Conrad.
Ocho o diez años antes yo había leído mucho Conrad en castellano, en casa de mi abuelo, en las ediciones de Montaner y Simón. Creía —y estaba equivocado— haber leído todas las novelas, cuentos y relatos de Conrad, y aquel título desconocido me intrigó por partida doble; así que al final de aquel verano, en el viaje de vuelta a España, me dediqué a buscarlo en las librerías de Estocolmo, Copenhague y Amsterdam, bien surtidas de volúmenes ingleses, sin ningún resultado. Pero he aquí que en París lo encontré en francés, publicado por Gallimard: Le Miroir de la mer.
Yo no sé si con tales preparaciones lo único que había hecho era abonar mi espíritu para el cultivo de aquella planta. Si lo cierto es que tales expectativas la mayoría de las veces acaban en desengaño, en esa ocasión se produjo lo esperado, por fortuna. El libro me proporcionó una impresión indeleble y la seguridad de haber topado con una prosa exacta, acabada, perfectamente trabajada, ensamblada y estanca como los cascos de los buques que describía. Diez años más tarde, cuando compuse mi primer volumen de ensayos literarios —para «hilvanar y agrupar ciertos comentarios que habían surgido de unas cuantas lecturas elegidas tan sólo a partir de una predilección»—, no pude por menos de mencionar El espejo del mar para traerlo en apoyo de alguna de las tesis sobre el estilo. En un capítulo de ese primer libro, titulado Algo acerca del buque fantasma, vine a decir: «Leyendo The Mirror of the Sea se apercibe uno de hasta qué punto le bastaba (a Conrad) sujetarse al tema para extraer de él todo su jugo y cómo la invención del misterio no podía ser otra cosa, en sus manos, que un insulto a esa sutil, versátil y compleja vida del mar…».
De esa idea y de ese aprecio por El espejo del mar, yo no me he apartado un punto. Su relectura en castellano, al cabo de tantos años, sólo ha servido para avivar la predilección y confirmar para mí mismo el veredicto. Es un libro que no tiene desperdicio y, más que eso, que, escrito sin prisa, provoca de manera indefectible esa clase de lectura mansa que sin ningún tipo de avidez por lo que procederá se recrea en la lenta progresión de una sentencia o de una imagen, tan armónica y rítmicamente trazada desde su inicio que su conclusión casi roza la catástrofe. Una muestra, el arranque del capítulo En cautividad: «Un barco en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión. Cables de cadena y sólidas estachas lo mantienen atado a postes de piedra al borde de una orilla pavimentada, y un amarrador, con una chaqueta con botones de latón, se pasea como un carcelero curtido y rubicundo, lanzando celosas, vigilantes miradas a las amarras que engrillan el barco inmóvil, pasivo y silencioso y firme, como perdido en la honda nostalgia de sus días de libertad y peligro en el mar».
La vida literaria de Conrad se extendió a lo largo de treinta años, entre 1895 y 1924. En el primer tercio de ese periodo lo consiguió todo en el campo literario que se había propuesto cultivar. Un estilo de enorme poder, una altura de dicción y de pensamiento frente a la que, en el panorama de la novela inglesa de su tiempo, sólo la de Henry James resistiría la comparación, y una capacidad de creación que le permitiría llevar su arte allí donde él se lo propusiera. Al final de ese tercio —y acaso como remate de una época tan intensa— escribió este libro de memorias e impresiones con el que, libre de las obligaciones —aparentemente inexistentes pero formalmente imprescindibles— impuestas por la ficción, pudo dar libre rienda a su estilo. A veces el estilo ha de desvanecerse ante las imposiciones del relato, y a veces la mejor forma de tratar una página sea desproveerla de un sello propio; ciertas frases vienen dadas de fuera y el escritor se tendrá que limitar a engastarlas en su texto; en ocasiones son unas pocas oraciones o algunas páginas y en otras pueden ser secuencias enteras o personajes que por su propia configuración requieren ese tratamiento. Constituyen ejemplos de un cierto sacrificio de las propias convicciones —entiéndase literarias y estilísticas, ya que de otras toda buena novela debe estar siempre saturada— que el buen narrador no vacila nunca en llevar a cabo a fin de completar ese mosaico en el que no todas las piezas a fortiori han de ser de su predilección. Todo buen lector de Conrad habrá reparado más de una vez en las desigualdades en que abunda su prosa, timbradas sin duda por la voluntaria inhibición estilística que había de aventurar para respetar la identidad propia de un fragmento. No me parece que esté de más añadir que esa voluntaria heterogeneidad es mucho más manifiesta en sus novelas extensas que en sus novelas cortas —