Índice
A María Jesús y Félix, mis padres.
Y a mis hijos.
I. El asesinato
Me llamo Cristina y he salido a buscar a mis muertos. Caminando. Buscar a mis muertos para no matarme yo. ¿Para vivir? No estoy segura. Convocarlos, dialogar con mis muertos.
De niña, el coronel me llamaba mostilla. Mostilla viene de mostillo, y mostillo viene de mosto. Zumo dulce sin fermentar. Masa de mosto cocido, que suele condimentarse con anís, canela o clavo, define mostillo el diccionario. El coronel olía siempre a algo que había sido dulce y ya era agrio. Su esposa María Josefa, la Jefa, llamaba muetes a los niños y muetas a las niñas. Muetas y muetes vienen de mocetas y mocetes.
Yo era mueta y mostilla. Ya no.
Entonces, de pequeña, yo tenía mucho miedo. Sobre todo en la oscuridad.
–¿De qué tienes miedo? –me preguntó un día mi madre.
–De los muertos –dije por decir y porque no me atrevía siquiera a pensar de qué tenía miedo. Mis terrores no tienen límite.
–No, cariñico –me contestó con gesto de sorpresa–, de los muertos no se puede tener miedo. Imagínate que un día apareciera aquí mi padre. ¡Qué alegría! –No sentí alegría alguna, ni entendí la suya–. Tendría muchísimas cosas que contarle. Qué alegría, hijica, no se puede tener miedo de los muertos. Hay demasiadas cosas que preguntarles como para andarse con esas tonterías.
EL 5 DE DICIEMBRE NO AMANECERÁ
Presentación Pérez echa una ojeada al retal de cielo que dibuja el ventanuco y murmura Mala señal, Santa Rita avisa. Después, Rosa en la altura, nieve segura, y se santigua. No hay café, no hay carbón, no hay piedad. Fuego o nieve, fulgor o advertencia, es una claridad criminal. La sangre siempre tiñe el cielo, ahí se anuncia y ahí permanece.
Presentación Pérez se toca las rodillas como quien da la última amasada al pan, el rosario enrollado en la muñeca derecha.
Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen.
Se sienta en el poyete de la cocina a las tres y media en punto de la mañana. Su rutina es exacta, día tras día, hora tras hora. A esas alturas, en el momento justo en que pone las manos sobre las rodillas, aún deberían faltar cuatro horas y media largas para el amanecer helado de Zaragoza. Presentación Pérez cuelga de nuevo la mirada del ventanuco, allá arriba, por ver si era engaño de sueño, pero no. Es luz. Mala señal, Santa Rita avisa, sigue murmurando con una nueva amasada. El dolor de cristales negros en las rodillas la acompañará toda su vida, hasta que sesenta años después de este momento, en el pasillo de la casa de su hijo Félix, el menor, y cumplidos los ochenta y seis, caiga fulminada por un derrame cerebral.
Se apoya en la cocina de hierro. Extiende sus manos compactas y pulidas, toda ella prieta y redondeada, prieta, pequeña y blanquísima como la masa antes de entrar en el horno. No hay harina, no hay sal, no hay pan. Rebaña los restos combustibles que encuentra y cada movimiento para cargar la cocina es negro cristal, naranja el cielo. Entonces, con la carbonilla entre las uñas, calcula la hora y sonríe. Los ojos azulísimos de Presentación Pérez se iluminan y, como lo sabe, se pellizca los mofletes para conseguir un rubor que permanezca. La sobriedad estricta que ha sido su vida le impide buscar un espejo, ni siquiera una superficie donde comprobar su aspecto.
Cuando tararea una copla de doña Concha Piquer reconoce de memoria su aspecto. Lo verá dentro de unos minutos en los ojos de su hombre. Cada madrugada, desde el día mismo de su boda, siete años atrás, se ha levantado a las tres y cuarto en punto, ha encendido la cocina de carbón y se ha sentado a esperar la llegada de su marido, Félix Fallarás, al que llaman en el teatro el Félix Chico para diferenciarlo de su padre, el Félix Viejo. No hay calor, no hay hilo, no hay jabón. Entre el viso color carne y una toquilla de lana parda, tres capas más: camisón, bata gruesa y chaquetón de lana. Se inclina con el miedo diario a que el cordel de la basta toquilla prenda con el fuego del agujero.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.
Cuando Presentación Pérez vuelve a sentarse brilla de sudor. Al hacerlo, entre el borde de las prendas y el arranque de unas medias gruesas enrolladas, las rodillas son dos pelotas blancas que vuelve a amasar. Después llegará el Félix Chico y los dolores serán cosa del pasado, igual que la soledad negra, negro el recuerdo, negra una pena que dejó en el quicio de la parroquia el día de la boda como la última meada de un perro a punto de morir.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Menea la cabeza aún con la vista en el naranja del cielo, Mala señal, y sale de la cocina rumbo al dormitorio en busca del diminuto reloj con cadenilla. Como cada día.
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.
Amén.
El dormitorio de los críos es un cuarto de desconchones pulcros y baldosa lavada. Huele a sueño infantil, el aroma que desprenden los sueños sin miedo. Allí duermen sus hijos Luisín y Félix. Este 5 de diciembre Luisín tiene exactamente seis años, tres meses y nueve días. Félix, tres años, seis meses y un día.
Un día el Félix Chico le dijo a Presentación Tendremos nuestra casa. Las letras de la palabra casa dibujaron en el aire un hueco donde existir y ella empezó a llorar mansamente. Lloró el día entero y al siguiente y toda la semana. Ahora no puede pensar que las historias siempre parecen repetirse. Aún no podría hacerlo. Atiza el fuego con suavidad. Si llegara a prender con fuerza, no se perdonaría el despilfarro. No hay lumbre, no hay papel, no hay maderas.
Cuando Presentación Pérez tenía cinco años y su hermano Luis tres, después de dos meses de fiebre y rezos, murió su madre. Su padre, entonces, agarró a los críos de la mano, los llevó a casa de la abuela y allí los dejó. Después, ese mismo día, viajó hasta el pueblo donde había crecido y buscó a su novia de sus años mozos. La encontró casada con un pequeño ganadero local. Cinco mil pesetas le costó convencer al hombre de que se la llevaba consigo hasta Barcelona. No volvió a Zaragoza a por los hijos. Tuvo que estar enfermo de muerte para reclamarlos de nuevo, y aun así lo único que tuvo para ellos fueron cuatro reproches rancios y los gastos del hospital.
En cuanto Presentación cumplió los siete, la abuela aquella en cuya casa la depositó su padre consideró que ya tenía edad suficiente para aportar un jornal, así que la mandó a servir a casa de su segundo hijo, el hermano menor del que se había largado, un hogar con el padre y siete hijos varones, a los que Presentación sirvió en todo y para todo.
Me tenían que poner una banquetilla frente al fregadero para que llegara al agua. Siete décadas después me lo contó como una forma de recriminarme la vida, el disfrute, ese mundo mullido y fácil en el que me observaba crecer. A cambio, la familia le pasaba unos duros al mes a la abuela, y ella, Presentación, recibía comida, cama y jabón. Uno de los hijos, el mayor, le enseñó a dibujar las letras.
Cumplidos los doce, decidió que, servir por servir, mejor lo hacía en alguna casa que le pagara el jornal a ella misma, un empleo donde poder pensar al menos en el futuro.
Allí fue donde la encontró el Félix Chico siete años después, y en el portal de aquel mismo edificio de la calle Royo de Zaragoza la hizo llorar bajo las letras de aire de la palabra