Karl Rahner - María, Madre de Dios
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- Libro:María, Madre de Dios
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Karl Rahner
María, madre del señor
Tradución: Juan Carlos R. Herranz
Herder
Título original: Maria, Mutter des Herrn
Traducción: Juan Carlos R. Herranz
Diseño de la cubierta: Michel Tofahrn
Maquetación electrónica: José Luis Merino
© 2011 Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L.
ISBN: 978-84-254-2892-0
PRÓLOGO
Los sermones predicados durante el mes de mayo de 1953 en la iglesia de la Santísima Trinidad de la Universidad de Innsbruck, constituyen los ocho capítulos de esta obra. Con anterioridad, otro predicador había expuesto el tema de María en la Escritura. Por esto se trata aquí la materia en forma más dogmática que bíblica.
Aparte de las correcciones de tipo estilístico y de unas breves adiciones, los sermones aparecen en la forma en que fueron predicados. Pese al pequeño inconveniente que esto representa, puede el lector encontrar en ellos algunos pensamientos sobre los que tal vez no haya reflexionado. El tema, como todas las realidades que la gracia de Dios ha obrado para nuestra salvación, es inagotable. Un breve esquema de dogmática mariana, ha sido añadido para que el lector disponga de algunos datos que se dieron por supuestos en los sermones.
Innsbruck, enero 1956
KARL RAHNER
María es la madre virgen de Jesucristo. Lo que esto significa y que con ello se ha dicho todo lo referente a María, se deduce de una simple consideración de qué maternidad es la suya y en qué manera es madre de Jesús.
1. La fe cristiana confiesa de Jesucristo que es el Hijo consubstancial, de Dios Padre, que se ha hecho hombre. El contenido de estas palabras exige una breve explicación. La fe cristiana posee una doctrina propia acerca de las relaciones existentes entre Dios y el mundo. Ambos existen como realidades auténticas, esencialmente distintas la una de la otra. La realidad de Dios es eterna, espiritual y personal, existente por sí misma, infinita y necesaria. La realidad del mundo es auténtica, pero dependiente de Dios, procedente de Él por creación, desarrollándose en el tiempo, con orientación hacia una perfección final y, por tanto, encuadrada en un proceso histórico.
La relación entre estas dos realidades tan distintas, no es simplemente en un sentido específicamente cristiano, la relación de criatura a criador, sino una relación que está determinada por el hecho de que Dios crea al mundo no solo como algo distinto de Él –creación natural– sino como aquello a lo que libremente quiere comunicarse –gracia sobrenatural–, y se comunica, en su propia realidad absoluta (entendemos «el mundo» en su modo de ser estrictamente sobrenatural de «naturaleza»), de modo que Dios mismo sale de sí y el mundo es asumido en la propia vida de Dios en un proceso que solo acabará con la consumación de los tiempos.
En esta ordenación de una naturaleza elevada al orden sobrenatural, el designio primero de Dios es su deseo de darse a participar, de comunicarse exteriorizándose, constituyendo la «naturaleza» del mundo la condición previa creada por la misma gracia, aunque sigue siendo verdad (para que la gracia mantenga su ser de pura gracia) que Dios hubiera podido crear este mundo natural de la materia y del espíritu sin comunicarse a él.
Esta participación que asume al mundo exteriorizándose en amor, tiene resultado diverso en la esfera de lo creado según sean las posibilidades de los individuos que componen esa esfera. Alcanza su auténtica meta específica en la criatura personal y espiritual, la cual, gracias a la ilimitada capacidad natural de abertura en el conocimiento y en el amor, constitutiva de su ser como existente, está dispuesta para recibir inmediatamente la participación de Dios, en su sentido auténtico, cuando Dios se da en la liberalidad de su gracia.
En esta historia de la autocomunicación, la humanidad entera se sitúa ante Dios en actitud de interpelada. Y esta historia se repite siempre y en todas partes cuando la gracia es ofrecida a los hombres, libres de todos los tiempos y de todas las condiciones. Además de este poder de obrar universal, la gracia posee también una captabilidad delimitada históricamente (la historia de la salvación en sentido estricto), allí donde, mediante la manifestación de la palabra y el milagro, Dios atestigua, en puntos determinados del tiempo y del espacio y en su mutuo encadenamiento, su voluntad salvífica.
Cuando se da comunicación de Dios a la persona humana espiritual y corpórea, es obra de la libertad del hombre el aceptarla. Pero de nuevo es Dios mismo quien lleva a cabo esta obra por medio de la ayuda eficaz de su gracia, y así la historia del hombre que recibe a Dios sigue siendo la historia gloriosa de la gracia divina, pues también aquí Dios es quien crea en el hombre la condición para que éste pueda participar de Él, de tal manera, que esta condición de la venida de Dios al mundo se convierta realmente –al igual fue Dios como gracia– en una realidad del hombre.
Esta comunicación de Dios (considerada aquí en general como gracia santificante y en su consumación en la futura posesión de Dios en la visión y el amor), se dirige a toda criatura espiritual. Su fundamento propio, su punto culminante único, su captabilidad histórico-salvífica y su término irrevocablemente definitivo, se encuentran en el hecho de que Dios mismo se hace presente al mundo en la encarnación de su Verbo.
Esta encarnación se presenta como el fin supremo de toda autocomunicación de Dios al mundo, fin al que de hecho está subordinado todo lo demás como condición y consecuencia, en tal forma que, si consideramos desde el punto de vista de Dios la totalidad de su autoparticipación en el ámbito de los seres espirituales-personales, la encarnación es un medio, mientras que considerada desde el punto de vista de las realidades creadas, es la cumbre y meta de la creación.
El misterio de Jesucristo consiste en ese encontrarse a la vez verdaderamente, como pura realidad creada, a ambos lados del límite existente entre Dios y la criatura. Es verdaderamente hombre, es decir, tiene en sentido propio una realidad humana, una vida humana y una historia (una naturaleza humana) en la que la palabra de Dios se nos dice, se nos manifiesta, de manera que, con toda verdad, al captar esa humanidad captamos y comprendemos algo de Dios. Es a la vez, Dios verdadero, es decir, el Verbo divino en el cual el Dios, sin principio (el Padre) comunicando su propia esencia divina (en una plena expresión que constituye una persona divina y no se orienta hacia una mera criatura), se dice a sí mismo (el Hijo).
Por ello es Él mismo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, quien existe como Dios en la esencia divina que el Padre le comunica, y en la naturaleza humana recibida de María virgen en el tiempo.
2. María es la madre virgen de Jesús. Esta relación no debemos entenderla en el sentido estricto de una conexión meramente física. María en el «sí» de su fe, «sí» libre que la gracia de Dios le otorgó, ha concedido para nosotros al Hijo de Dios y en sus entrañas le ha dado la existencia terrena mediante la cual podrá constituirse miembro de la nueva raza humana y de esta forma, ser su Redentor (Mt 1, 1823; Lc 1, 26-38). Por razón de la unión hipostática del Hijo de Dios con lo humano recibido de María, ésta es en realidad la «madre del Señor» (Lc 1, 43), madre de Dios (concilio de Éfeso, 431).
En María, esta maternidad divina es obra de su fe (Lc 1, 45; 11, 27ss) y no es, por tanto, un simple proceso biológico; obra de fe que no es pura y simplemente un hecho de historia particular, sino que es la realización de su maternidad divina, y por consiguiente, el acontecimiento central de la historia general de la salvación, considerada como tal y en su conjunto, puesto que la maternidad divina (en cuanto recepción libremente aceptada) se verifica por parte de Dios, por su gracia, en el hecho de recibir María, por la encarnación, la gracia de Dios que viene al mundo, y por parte del hombre, una auténtica cooperación con Dios.
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