ABRAHAM LINCOLN
SU LIDERAZGO
ABRAHAM LINCOLN
SU LIDERAZGO
LAS LECCIONES Y EL LEGADO DE UN PRESIDENTE
César Vidal
© 2010 por César Vidal
Publicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América.
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Editora General: Graciela Lelli
Diseño: Grupo Nivel Uno, Inc
ISBN: 978-1-60255-427-6
Impreso en Estados Unidos de América
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ÍNDICE
La figura de Lincoln se yergue con tintes extraordinarios no sólo sobre la Historia de los Estados Unidos, sino sobre la universal. Con seguridad, esa relevancia ha llevado a no pocos a intentar apoderarse de tan notable personaje por las más diversas razones. Por ejemplo, cuando Stalin decidió en el verano de 1936 enviar a millares de voluntarios comunistas a combatir a España al lado del Frente popular, el contingente norteamericano tomó para sí el nombre de Abraham Lincoln Batallion. Muy poco tenía que ver aquella unidad al servicio de la Unión soviética con los ideales de Lincoln, pero no podía dudarse que, en términos propagandísticos, resultaba de enorme interés el que se la asociara con el presidente que había emancipado a los esclavos.
En otros casos, la descripción de Lincoln reflejaba más al que lo había trazado que al retratado. La novela Lincoln de Gore Vidal es, sin duda, un logro literario y se encuentra muy bien documentada, pero, al leerla, damos con una caracterización de Lincoln —corrupto, cínico, descreído, oportunista...— que falsea la verdad histórica. El Lincoln de Gore Vidal no es, desde luego, el Lincoln de la Historia.
De manera bien significativa, el aspecto de la personalidad de Lincoln que ha sido peor tratado tanto en obras de ficción como de no ficción es el espiritual. Es común hallar biografías en que el presidente aparece como un librepensador, un descreído o incluso un ateo. De nuevo, la realidad histórica resulta muy diferente.
Hace más de una década comencé a estudiar en profundidad las fuentes históricas relacionadas con la vida y el pensamiento de Abraham Lincoln. Ese estudio acabó plasmándose en una obra que obtuvo el premio de biografía Las Luces y que ha sido objeto de distintas ediciones. Sin embargo, si para el lector de habla española lo importante fue encontrarse con una biografía del presidente escrita por un español, para mí lo fue el descubrir un Lincoln no poco diferente del que había visto descrito en diferentes libros.
En contra de lo repetido hasta la saciedad, Lincoln fue un hombre de fe, que oraba habitualmente, que leía y conocía la Biblia en profundidad y que buscaba la dirección de Dios para su vida.
Estas páginas no constituyen una biografía de Lincoln. De hecho, para el que quiera leer una me permito remitirle a la mía ya citada. Se tratan más bien de un ensayo histórico sobre la fe del presidente. Estoy convencido de que la misma fue decisiva en su vida y de que prácticamente nada de lo que hizo puede explicarse al margen de esa circunstancia. Precisamente por ello, he preferido irme deteniendo en una exposición de los acontecimientos más relevantes de su existencia —la guerra entre los Estados, la Proclama de Emancipación, sí, pero también sus desdichas familiares— mostrando cómo se vieron impregnados de manera decisiva por su fe. Me he detenido de manera especial en sus discursos y escritos y en los testimonios de personas que vivieron a su lado y que dieron fe de lo que Lincoln vivía. Semejantes fuentes nos permiten reconstruir sobradamente esa fe de Lincoln.
Estoy por ello seguro de que, concluida la lectura de estas páginas, será el propio lector el que se habrá formado una opinión cabal del tema. Será una opinión no nacida de repetir lo escuchado en cualquier lugar, sino la de examinar las propias palabras de Lincoln y las de los que lo conocieron y trataron.
No les entretengo más. Lincoln y su fe los esperan.
Madrid—Miami—Madrid, verano de 2009
DEL INICIO DE LA ESCLAVITUD AL COMPROMISO DE MISSOURI
El nacimiento de los Estados Unidos constituye una de las aventuras más prodigiosas de que tiene noticia la Historia universal. En un extremo del mundo, se produjo el surgimiento de una nueva nación cuya forma de gobierno unía la visión parlamentaria de los puritanos ingleses en relación con la separación de poderes con una sorprendente forma de Estado republicana y federal. Todo ello era coronado por la afirmación de que el origen de esa resolución había partido de manera soberana de «We, the People»: Nosotros, el pueblo, proclamando una serie de derechos inalienables y procedentes del propio Creador, como «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Sin embargo, sobre tan extraordinario logro arrojaba su sombra una institución peculiar, la esclavitud.
La presencia de esclavos africanos en lo que luego serían los Estados Unidos estuvo relacionada originalmente con la prosperidad que experimentó en la época en que todavía formaba parte de la colonia inglesa la bahía de Chesapeake. El cultivo de tabaco se convirtió en un magnífico negocio que exigía una mano de obra abundante. En el último cuarto del siglo XVII, en que se hizo excesivamente caro contar con trabajadores ingleses, los colonos asentados en aquellas zonas comenzaron a importar esclavos africanos que, en muy poco tiempo, pasaron a ser la mano de obra predominante en el Sur.
Cuando las antiguas colonias inglesas se convirtieron en una nación independiente, la esclavitud recibió escasa consideración. Algunos grupos, como los cuáqueros, la contemplaban como un fenómeno totalmente inicuo y excomulgaban a los miembros que poseían esclavos pero, sin ningún género de dudas, se trataban de una excepción. De hecho, en general, la población estimaba que los negros eran inferiores a los blancos y, por lo tanto, nada de extraño tenía que se vieran reducidos a la esclavitud. Incluso, en un ejercicio de autojustificación, se alegaba que el haberlos arrancado de la barbarie en que vivían en sus países y traído a la civilización había significado para ellos un beneficio. Partiendo de ese contexto, no puede resultar extraño que la Constitución no mencionara la esclavitud aunque de su silencio algunos desprendieran que la aceptaba. Por lo que se refiere a la Declaración de Derechos tampoco incluía el de no ser reducido a esclavitud. Como corolario en parte lógico de este panorama, el gobierno federal no estaba facultado para llevar a cabo la aprobación de ninguna ley que tuviera relación con el tema.
De esa manera, cada estado se vio otorgada la potestad de decidir si consentía la esclavitud en su territorio o la prohibía. La única excepción al respecto fue el territorio situado al norte del río Ohio, donde la esclavitud ya había sido prohibida antes de que la Constitución fuera redactada y promulgada.
A pesar de todo lo anterior, durante los años que siguieron a la independencia, la posición antiesclavista mantenida por los cuáqueros se fue popularizando y caló en primer lugar, como era de esperar, entre las personas que pertenecían a alguna iglesia. Así, el 1 de enero de 1808 se declaró ilegal la importación de esclavos africanos y en 1819 la institución misma de la esclavitud se convirtió en ilegal en los estados situados al norte de la línea Mason-Dixon, que señalaba el límite entre Pennsylvania, el territorio denominado así por haber sido adquirido por el cuáquero inglés William Penn, y Maryland. Para aquel entonces, los denominados «estados libres» no reprimían sus críticas contra los «estados esclavistas» ya que éstos mantenían en pie una institución que sólo podía ser considerada ominosa y cuya vergüenza se transmitía a toda la nación en bloque.
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