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Ana Romero - Final de partida

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Ana Romero Final de partida
  • Libro:
    Final de partida
  • Autor:
  • Editor:
    ePUBlico
  • Genre:
  • Año:
    2015
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Final de partida: resumen, descripción y anotación

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Esta es la crónica de los últimos cuatro años del reinado de Juan Carlos I y de todas las circunstancias que desembocaron en su abrupta abdicación sin poder llegar a celebrar su cuarenta aniversario en el trono. Ana Romero ―como corresponsal para el diario El Mundo― siguió al monarca durante ese período y consiguió más de un centenar de entrevistas ―han hablado con ella personas que hasta ahora nunca se habían abierto a nadie― para completar el retrato de un rey septuagenario de brillante pasado atrapado en un presente trágico: • Enamorado de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una relación en la que amor y negocios siempre fueron de la mano. • Alejado de su mujer la reina Sofía, con la que hacía años que no convivía; de su hija la infanta Cristina, por sus escándalos económicos que no supo o no pudo evitar, y de su hijo el príncipe Felipe, cuyo matrimonio nunca entendió. • Con el cuerpo castigado y metido en una sucesión interminable de operaciones. • Cansado de la rutina de reinar… Un cóctel amargo que insensibilizó al monarca frente a las nuevas necesidades de los españoles, ajenos a su gran gesta, la Transición, demasiado lejana en el tiempo como para seguir justificando los errores cometidos.

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Índice

A mis hijas, Victoria y Ana María.

Nota de la autora

«Que la gente sepa».

J OSEPH P ULITZER

E sta es una historia extraña. Para mí viene de lejos, pero han tenido que pasar diecisiete años hasta que acabara viviéndola y contándola, o al revés.

En 1997 era una joven y ambiciosa redactora-jefe del diario El Mundo , donde dirigía una sección que nosotros llamamos Sociedad y los anglosajones, con muy buen tino, llaman «SMERSH»: Science, Medicine, Education, Religion and all that Shit . Ahí seguíamos todo tipo de noticias, desde la trágica muerte de Lady Di, la exmujer del príncipe de Gales, hasta las peleas del Gobierno de José María Aznar con el fallecido Jesús de Polanco a cuenta de unos descodificadores de los que pocos ya se acuerdan.

El accidente de Diana Spencer en un túnel de París requirió de la inteligente y decidida actuación política del primer ministro Tony Blair, que recondujo la actuación de la reina Isabel II, cuya frialdad respecto a la tragedia provocó el desapego de los británicos. Años más tarde, en mi propio país, observé a la Corona española huérfana de esa brújula política y moral bajo los mandatos consecutivos de los presidentes José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy.

Hubo en ese tiempo un suceso aparentemente inocuo —la presentación de una denuncia ante la policía por parte de la vedette española Bárbara Rey— que años más tarde también volvió a mi vida profesional. En 1997 me sorprendió que la crónica de esa denuncia, prudentemente firmada por Fernando Mas, requiriera de más reuniones en el despacho del director que de espacio en el periódico. En esa sección de SMERSH aprendí mucho, aunque no de la familia real, de la que solo me ocupé en una ocasión antes de entrar en el siglo XXI .

Fue en la primavera de 1998, cuando viajé a Grecia para cubrir la visita oficial de los reyes don Juan Carlos y doña Sofía, la primera que la reina hacía a su país de origen desde que en 1981 acudiera allí seis horas para enterrar a su madre, la reina Federica. Me gustó especialmente seguir de cerca a doña Sofía, cuya foto en blanco y negro me había acompañado desde 1990 en el salón de mis padres: ella fue la maestra de ceremonias en la entrega de la beca Fulbright que me permitió hacer un máster de periodismo en la Universidad de Columbia en Nueva York, mi sueño desde que empecé a estudiar ciencias de la información.

Durante ese viaje a Atenas, uno de los artículos que escribí llamó positivamente la atención de don Juan Carlos, que quiso agradecerme el gesto en un periódico que se había mostrado especialmente gamberro con el monarca desde principios de la década de los noventa. Lo hizo, a su particular y borbónica manera, durante una parada en un museo de la Grecia antigua y en una sala repleta de desnudos masculinos. «Estos tíos serían todos maricones, ¿no?», me preguntó riendo. Esa fue mi primera experiencia directa con la denominada campechanía del rey emérito.

A partir de junio de 2010, me tocó asistir a la transformación, a cámara lenta, de esa joie de vivre que exhibía don Juan Carlos. Al principio sentí poco entusiasmo con la corresponsalía real, un trabajo hasta entonces relacionado sobre todo con bodas, bautizos y vacaciones en la nieve, y por lo tanto de escaso interés para un diario que había hecho del periodismo de investigación su seña de identidad. Pero el 8 de mayo de 2010 habían operado al rey por sorpresa y El Mundo se había encontrado sin ni siquiera un modesto número de teléfono móvil al que llamar para informarse; en ese momento, Rafael Moyano, jefe de la sección de Nacional, me ofreció combinar la información diplomática con la real, un cóctel muy a propósito, ya que en España la cobertura de Casa Real era bastante simple y directa: nadie entraba en oscuros rincones —nada que ver con lo que hizo Tom Catan, corresponsal del Times en Madrid, quien en 2007 se refirió a la «vida lujosa» y la condición de playboy de don Juan Carlos—. Las encuestas sonreían a la monarquía española y la economía a la sociedad. Los problemas vendrían a toro pasado.

Así las cosas, durante el primer año como corresponsal real apenas escribí unas cuantas crónicas. La primera, el 13 de julio de 2010, daba cuenta del encuentro de la selección nacional de fútbol, que acababa de ganar el Mundial en Sudáfrica, con la idílica familia real: los reyes don Juan Carlos y doña Sofía; los príncipes de Asturias, don Felipe y doña Letizia; las pequeñas infantas Leonor y Sofía y la simpática infanta Elena.

Ese primer día de verano paseé por los jardines afrancesados del palacio de La Zarzuela y disfruté de las vistas del monte de El Pardo. Descubrí que a los periodistas nos llamaban habituales, no en recuerdo del equipo médico habitual de Franco, sino porque éramos siempre los mismos y teníamos una acreditación especial para entrar en La Zarzuela. Fui comprendiendo que para ejercer bien el trabajo iba a tener que aprender a observar más que a preguntar, y me adentré, casi sin darme cuenta, en un mundo florentino lleno de intrigas que se parece bastante a una corte real, aunque en España insistimos en que la corte no existe. En ese planeta Borbón , muy diferente al resto del universo, la información está en los silencios, en las miradas y en los gestos más que en las migajas de pan que el jefe de prensa ofrece a los periodistas como si fueran hambrientas palomas en la plaza veneciana de San Marcos.

Durante ese primer paseo de verano por la terraza de La Zarzuela —los habituales siempre están obligados a llegar con bastante antelación a los actos—, no podía imaginar la partida de emociones que se estaba jugando en esos momentos dentro de aquellas paredes, no ajenas a algunos pecados capitales, como la lujuria y la codicia.

Corrieron los años, y de ese bucólico deambular en 2010 pasé a ser advertida en 2014 de que tenía entre mis manos «la información más sensible de este periódico» y que por lo tanto solo debía utilizar un «móvil de prepago» para hablar con mi interlocutor. ¿Qué causó ese cambio? ¿Cómo entró James Bond en las crónicas rosas ? De eso va este libro, de la tormenta perfecta que entre 2010 y 2014 se desencadenó sobre don Juan Carlos y de su incapacidad para sortearla, y de cómo al rey emérito se le juntaron con endiablada sincronización los problemas personales con los de España. Rayos y truenos aderezados con esqueletos venidos del pasado.

Las redes sociales la emprendieron a dentelladas con los medios tradicionales españoles y, a partir de la caída en Botsuana, la puerta se abrió de par en par y por ella entraron a borbotones todo tipo de noticias nunca leídas, incluidas las averías de los aviones oficiales, metáfora perfecta de la crisis institucional y personal que sufrió la monarquía encarnada en la figura de Juan Carlos I durante esos cuatro años. Ocurrió todo al mismo tiempo, y cuando peor venía a todos.

«Se le marchitó el clavel», me dijo con gran clarividencia una persona de su entorno en sintonía con los números del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS): en 2010, los españoles aprobaron con una nota de 5,5 la monarquía, y en 2014 la suspendieron con un 3,72. Un descenso de la gloria al infierno adornado por factores internos y externos. Entre los primeros: la mala salud —nueve operaciones y dos luxaciones, una recurrente depresión, diferentes aficiones y el paso inexorable del tiempo sobre un hombre castigado por los excesos—, la corrupción dentro de la familia real —el caso Urdangarin o Nóos, que hizo preguntarse a los españoles si el propio rey no habría incurrido en una inadecuada actividad económica— y el escándalo de la irrupción pública de Corinna zu Sayn-Wittgenstein (a la que a partir de ahora identificaremos solo con sus iniciales: CSW), la última pareja estable y conocida de Juan Carlos I.

Los factores externos fueron la recesión económica que se cebó con España a partir de 2008, agravada por la crisis política que derivó de la corrupción y la incapacidad de los partidos tradicionales para dar respuesta a las necesidades de modernización de los españoles. El paro alcanzó al 27 por ciento de la población activa y los comedores sociales llenaron la geografía de un país que se volvió irritable y empezó a fiscalizar el modo de vida de sus dirigentes de una manera que no había hecho hasta entonces. Las redes sociales alimentaron el hambre por saber, y La Zarzuela empezó a ser vista como un lugar donde ocurrían muchas cosas que los ciudadanos desconocían. ¿Quién pagaba la fiesta? La tensión provocó una implosión en la Corona que acabó —parece que felizmente— en junio de 2014 con la llegada de Felipe VI al trono. Para unos más felizmente que para otros, pero con una sensación de descanso para todos.

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