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Agustín Foxá - Madrid de corte a checa

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Agustín Foxá Madrid de corte a checa
  • Libro:
    Madrid de corte a checa
  • Autor:
  • Genre:
  • Año:
    1938
  • Ciudad:
    San Sebastián
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Madrid de corte a checa: resumen, descripción y anotación

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Narrada a través de los ojos de un joven falangista madrileño, esta novela, con tintes autobiográficos, se divide en tres partes: En la primera, Flores de lis, se narra la desaparición de la monarquía tras las elecciones municipales de 1931, ante la previa desidia y frivolidad de los que se supone deberían haber sido sus más acérrimos defensores. La segunda parte, Himno de Riego, se inicia con la proclamación de la república, una república esperanza de muchos y pesadilla de otros. Las familias distinguidas alargan sus veraneos en su «exilio» en Francia a la espera de acontecimientos que aclaren la situación del país. Es en esta parte en la que el propio autor se retrata en el momento en que, junto a otros como Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo o el propio José Antonio, se redacta el himno de Falange, el Cara al Sol. La tercera parte, Hoz y martillo transcurre durante los años 1936 y 1937; se narran los avatares de los distintos personajes, envueltos en la sinrazón de una ciudad irreconocible en la que la violencia y la barbarie campan por sus respetos. La trama, además, se ve aderezada con la humanidad y la cercanía de una historia de amor que consigue dotar de calidez, vivacidad y dinamismo a la obra.

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Luz

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Madrid, sin Rey, experimentaba una extraña sensación de orfandad y temor. José Félix llegó tarde a su casa. En el sillón Renacimiento con su águila bicéfala encontró a su padre, abatido. El viejo coronel limpiaba los cristales de sus lentes; en realidad, lloraba. No le hizo ningún reproche.

—Tú eres joven. Esto no puede impresionarte, pero para nosotros, que hemos visto al Rey de niño…

La madre sollozaba en un rincón.

—¡Dios mío, qué va a ser de nosotros!

Habían mandado cerrar todos los balcones y José Félix sintió lástima de las grandes casas de Madrid, ciegas en la primera noche de la República. Aquellos hombres podían ser anticuados e incomprensibles, pero había cierto romanticismo, cierta tragedia al ver desmoronarse una Institución que era su vida.

Se oían fuera los gritos, ya roncos, del pueblo. De repente cesaron. Se escuchaba una salmodia religiosa y ese arrastre de pies propio de las procesiones.

—Es extraño.

La hermana se aproximó al balcón cerrado. Miró a través de las persianas.

—¡Qué horror! Mira, José.

Asomose José Félix. Por la calle subía una procesión grotesca. Un individuo con peluca de largos cabellos fingía sobre una mesa el hieratismo del Cristo milagroso de Medinaceli.

Le rodeaban, riéndose, unos golfos con velas encendidas y salmodiando motetes.

Ora pro nobis.

Se apartó con desprecio. Transcurría la noche. Las turbas intentaban asaltar el Palacio. Uno trepó hasta las ventanas últimas y, desde allí, insultaba a la Reina. Los fieles rodeaban a la Real familia. Don Carlos no se apartaba del lecho del Príncipe. Se levantó para traerle un vaso de agua. A Pepe Robledo se le encendía la sangre.

—Cobardes, contra unas mujeres.

Empezaba a amanecer rosa. Se distinguían en la neblina de la aurora los árboles del Campo del Moro y la mancha verde de la Casa de Campo. Corría en tanto el auto del Rey hacia la espuma de Cartagena, hacia el destierro. Cruzaba pueblos donde ya se celebraba la República con bailes públicos y cohetes. Hacía una noche clara, cuajada de luceros.

Al pasar por Aranjuez, el Rey percibió el olor a tierra mojada de sus jardines y el platear del Tajo. Allí cerca estaban las falúas reales de su abuela Isabel, recargadas en popa como un retablo. El faro derecho iluminó una verja con la corona real. Detrás se veía un gran jarrón dieciochesco con cuernos de abundancia y balas de cañón en las asas. Le ceñía un rosal ya dormido.

Así pasaba en la noche el último Rey de España…

PRIMERA PARTE

Flores de lis.

Zambra y revuelo en la cacharrería del Ateneo: Llegaba don Ramón con sus barbas de Padre Tajo, sucio, traslucido y mordaz. Hablaba a voces contra el general Primo de Rivera.

—Ese espadón de Loja…

—Don Ramón, a la salida nos esperan los carcas.

Sentíase Valle–Inclán guerrillero de Oriamendi. Pidieron unas gaseosas de bolita, y decía:

—Estoy manso, como todos los animales que comen hierba. No puedo ser vegetariano.

Le interrumpió Monis, un catedrático miope y rizoso de Murcia, fundador de la FUE y abonado al cine club.

—¿Qué me dice entonces de los toros de lidia?

Le miró don Ramón con el ojo ardiente de Bradomín.

—Los toros toman una pasta de hierba y sal. En realidad, comen mojama.

Y estalló la risa aduladora.

Llegaba entonces Jiménez de Asúa con El Sol debajo del brazo. Intervino con voz atiplada:

—Buenas tardes, señores.

Comentaba satisfecho la silba a la Marcha Real en la Zarzuela, en presencia de la infanta Isabel, adormilada en su platea granate. Don Ramón se metió con ella:

Y la cotorra verde y gualda,

relateando en su papel,

luce una falda de esmeralda

que fue de la infanta Isabel

Sbert, enlutado, lívido, celebró la cuarteta con voz agria.

—Es que esa musiquilla ya está pasada de moda. Aclaró Monís:

—El próximo jueves van los de la Juventud Monárquica a gallinero para pegar a los que silben. Los capitanean los Miralles.

Asúa sonrió intranquilo.

—Los nuestros no son mancos. Se irguió don Ramón.

—Sólo los mancos han hecho algo en la Historia.

—Sí, don Ramón; pero eso —y le señalaba la manga vacía, de espantapájaros— no fue en Lepanto.

Jáuregui se alborozaba de ingenio y paradoja. Y recitaba Vighi su poema al Carrión:

Siete puentes te peinan

desde Carrión a Patencia.

Se hablaba de El Ruedo Ibérico y de Tirano Banderas, y deliraba don Ramón entre árboles genealógicos y condes y capellanes gallegos.

Alguien leyó unas octavillas contra el Rey:

Lo verás, pueblo español,

colgadito de un farol.

Reía satisfecho Román, el mozo.

Trajeron un ejemplar clandestino de Hojas Libres. Las tiraban en San Juan de Luz, con voces y maldiciones bíblicas de Unamuno.

—No quiero emplear contra ellos la ironía: ¿vamos a hacer cosquillas a los rinocerontes?

Salió del salón Elpidio Veloz, agregado a la Legación mejicana. Abrió una puerta con filos y molduras de oro, y raído terciopelo vinoso y claveteado. Detrás flotaba el humo azul del salón de conferencias y un fondo de cuadros, estantes y ujieres. Pasó un criado con un vaso de agua, donde un azucarillo de color de miel tostada se derretía con contoneo de iceberg y se oía detrás la voz de Balbontín demoledora:

—La culpa de la caída de Dios en la conciencia de los hombres la tuvo la Astronomía, porque la Tierra perdió su jerarquía medieval de superficie plana y ya no era posible aplicar el Génesis.

Bramaba el salón jacobino.

Don Ramón atronó la tertulia.

—Eso que dice Balbontín es una estupidez.

Defendía al Creador Sánchez del Olmo, el cura republicano de la Academia de Jurisprudencia.

José Félix Carrillo, silencioso en su escaño, asentía con la cabeza. Era un muchacho de veintidós años, alto, romántico y generoso, que se avergonzaba de su corazón. Porque tenía una inteligencia fina y templada, tentada por la cátedra de Asúa, los filmes rusos, la pintura cubista de Picasso y los periódicos satíricos. Por eso había recubierto una sensibilidad, que ya no se llevaba, con una coraza caliza como los caracoles. Había nacido en el siglo del automóvil y de la deshumanización del Arte y tenía que abandonar a Dios en la sordidez del Ateneo, a la novia en los libros zoológicos de Freud y a la Patria en los Estatutos de Ginebra.

Del Olmo aclaraba con silogismos tomistas aquel barullo rebelde, pero nadie le escuchaba y se puso a votación el tema.

Salía en aquel momento de la biblioteca un hombre pálido, adiposo, de mano blanda.

—Ya está de vuelta el rico–hombre de Alcalá.

Se sentó desdeñoso.

—Parece, señores, que el Gobierno no se atreve a ir directamente a las elecciones generales.

LópezRey, el ayudante de Asúa, se enzarzó con él en una discusión política. Hablaban de «estructurar», «posibilitar», «postulados», «cristalizaciones» y de «yugular a la reacción». Porque el nuevo Estado tendría también su lenguaje de cábala.

Don Ramón estaba magnífico. Hablaba de Roma, de los jardines del Vaticano y de don Carlos M.ª Isidro.

—Aquella tarde tenía yo un tresillo con el conde de Ofalia.

Imitaba a Prim y el ceceo cubano de Fernández–Vallin. Parecía su contemporáneo.

—La Isabelona —decía— se dormía en su palco pechugona y castiza.

Congestionado llegaba Vicentito Arellano de la calle.

—Don Ramón, los monárquicos nos esperan cerca de la estatua de Cervantes.

Pero Valle–Inclán continuaba implacable.

—Llevaba yo por Illescas mi partida latrofacciosa para que la bendijera el señor arzobispo de Toledo.

Sobre el mármol veteado del velador, Ricardo Baroja dibujaba una carabela, indiferente a la discusión política. Y el hombre de Alcalá hablaba de futuros decretos. Se levantó. Presentaba Arellano.

—¿Ustedes no se conocen?

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