Apéndice fotográfico
Apéndice documental
LUIS PÍO MOA RODRÍGUEZ. (Vigo, 1948) es un articulista, historiador y escritor español, especializado en temas históricos relacionados con la Segunda República Española, la Guerra Civil Española, el franquismo y los movimientos políticos de ese período.
Participó en la oposición antifranquista dentro del Partido Comunista de España (reconstituido) o PCE(r) y de la banda terrorista GRAPO. En 1977 fue expulsado de este último partido e inició un proceso de reflexión y crítica de sus anteriores posiciones políticas ultraizquierdistas para pasar a sostener posiciones políticas conservadoras.
En 1999 publicó Los orígenes de la guerra civil, que junto con Los personajes de la República vistos por ellos mismos y El derrumbe de la República y la guerra civil conforman una trilogía sobre el primer tercio del siglo XX español. Continuó su labor con Los mitos de la guerra civil, De un tiempo y de un país (donde narra su etapa juvenil de militante comunista, primero en el PCE y más tarde en los GRAPO), Una historia chocante (sobre los nacionalismos periféricos), Años de hierro (sobre la época de 1939 a 1945), Viaje por la Vía de la Plata, Franco para antifranquistas, La quiebra de la historia progresista y otros títulos. En la actualidad colabora en Intereconomía, El Economista y Época.
Moa considera que la actual democracia es heredera del régimen franquista, que experimentó una «evolución democratizante», y no de las izquierdas del Frente Popular, según él totalitarias y antidemocráticas y que dejaron un legado de «devastación intelectual, moral y política». Su obra ha generado una gran controversia y suscitado la atención de un numeroso público, que ha situado a varios de sus libros en las listas de los más vendidos en España: su libro Los mitos de la Guerra Civil fue, con 150 000 ejemplares vendidos, número uno de ventas durante seis meses consecutivos.
La obra de Moa ha sido descalificada por numerosos autores e historiadores académicos, quienes lo han sometido al ostracismo porque su obra revisa ideas generalmente admitidas sobre ese período —ideas asentadas en una perspectiva política de izquierdas que mitifica la II República—, y sienta tesis innovadoras, que sin embargo, no han sido rebatidas documentalmente hasta la fecha.
Pero Moa cuenta también con algunos defensores en el ámbito académico: Ricardo De la Cierva, José Manuel Cuenca Toribio, o Carlos Seco Serrano han elogiado la obra de Moa.
Fuera de España, historiadores e hispanistas como Henry Kamen, Stanley G. Payne o Hugh Thomas han comentado en términos favorables trabajos y conclusiones de Moa. Por ejemplo, Kamen se lamenta de que, según su opinión, la represión ejercida por la República no haya sido estudiada, con la única excepción de Pío Moa, el cual habría sido marginado por los historiadores del establishment.
Stanley G. Payne ha elogiado en repetidas ocasiones los trabajos de Pío Moa, sobre todo sus investigaciones sobre el periodo que va de 1933 a 1936: «Cada una de las tesis de Moa aparece defendida seriamente en términos de las pruebas disponibles y se basa en la investigación directa o, más habitualmente, en una cuidadosa relectura de las fuentes y la historiografía disponibles»; destaca la originalidad de su trabajo: «ha efectuado un análisis realmente original y ha llegado a conclusiones que no han sido todavía refutadas. Lo han denunciado, lo han vetado pero no han logrado rebatir con pruebas las tesis de Moa sobre la República», e incide en que las tesis de Moa no han sido refutadas: «lo más reseñable es que, aparentemente, no hay una sola de las numerosas denuncias de la obra de Moa que realice un esfuerzo intelectualmente serio por refutar cualquiera de sus interpretaciones. Los críticos adoptan una actitud hierática de custodios del fuego sagrado de los dogmas de una suerte de religión política que deben aceptarse puramente con la fe y que son inmunes a la más mínima pesquisa o crítica».
Hugh Thomas ha afirmado sobre la obra de Moa: «Lo que dijo Pío Moa sobre la revolución de 1934 es muy interesante y pienso que dijo la verdad. ¡Pero no fue tan original! Él me acusa en su libro, pero yo dije casi lo mismo: la revolución de 1934 inició la guerra civil, y fue culpa de la izquierda».
I
Una discusión dramática
EL 11 DE DICIEMBRE DE 1935 el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, convocó a su despacho a Gil-Robles, ministro de la Guerra en funciones y líder del partido conservador y católico CEDA. La mayoría de los observadores políticos, y el mismo Gil-Robles, pensaron que el presidente le llamaba para encargarle formar Gobierno, después de la dimisión, dos días antes, del jefe del anterior gabinete, Joaquín Chapaprieta. Según la ley, el presidente, como jefe del Estado, designaba al jefe del Gobierno, el cual debía contar además con la confianza de las Cortes, y Gil-Robles parecía el hombre indicado, pues dirigía el partido con mayor número de votantes y de diputados. Y faltaban dos años para el cumplimiento de la legislatura comenzada a finales de 1933, después de la victoria electoral de la derecha.
Pero poco antes de la entrevista ocurrió un suceso extraño. Gil-Robles constató que la Guardia Civil vigilaba su ministerio, así como los accesos a Madrid, los cuarteles y aeródromos. Aquella insólita medida sólo podía provenir de las más altas esferas. Alarmado, acudió temprano al palacio presidencial y pudo constatar cómo el ministro de Gobernación en funciones, responsable de la Guardia Civil, salía de consultar con don Niceto, como solía conocerse al presidente. Gil-Robles, sintiéndose humillado, le increpó exigiéndole la retirada de la vigilancia, y entró airado en el despacho presidencial. Entonces se aclaró la situación: el presidente no pensaba encargarle el Gobierno, sino expulsarle definitivamente del poder, y había utilizado la Guardia Civil para neutralizar de antemano cualquier reacción del líder conservador.
Con estas maquinaciones don Niceto provocaba una crisis institucional, pues si él no daba su confianza al líder de la CEDA, los parlamentarios no la darían, seguramente, a ningún otro candidato propuesto por don Niceto, y el país quedaría ingobernable. Por tanto la única salida consistía en interrumpir la legislatura, disolviendo las Cortes y convocando elecciones en plazo breve; y eso, precisamente, le vino a anunciar el presidente a Gil-Robles. Estas intrigas ocurrían en un ambiente social de furiosa crispación. En sus memorias, Gil-Robles recuerda:
Todo el porvenir trágico de España se presentó a mi vista. Con ardor, casi con angustia, supliqué al señor Alcalá-Zamora que no diera un paso semejante. El momento elegido para la disolución, le dije, no podía ser más inoportuno. Las Cortes se hallaban aún capacitadas para rematar una obra fecunda, tras de la cual podría llevarse a cabo sin riesgos la consulta electoral. En un breve plazo, a lo sumo dentro de algunos meses, sería posible sanear la Hacienda; votar los créditos necesarios para un plan de obras públicas que absorbería la casi totalidad del paro; liquidar los procesos del movimiento revolucionario de 1934, que era temible bandera de agitación en manos de las izquierdas; aplicar la reforma agraria, con el reparto de los cien primeros millones de pesetas ya consignados; completar la reorganización del ejército, para adoptar enseguida el acuerdo de la reforma de la Constitución que, según palabras del propio jefe del Estado, invitaba a la guerra civil. Impedir la realización de esa tarea, añadí con toda vehemencia, era tan peligroso como injusto.