Annotation
La vida de Fernando Álvarez de Miranda es una historia de sueños cumplidos y una postrera decepción. Niño en la guerra, contempló los horrores en las dos retaguardias y eso le inoculó para siempre la aversión a la violencia. Fue un joven militante monárquico en los años del más duro franquismo. Compañero de milicia universitaria de un Manuel Fraga que en el campamento de La Granja se afeitaba con vino para economizar agua, miembro del Consejo de Don Juan, colaborador político de Gil-Robles y luego de Giménez Fernández y Ruiz Giménez, fue desde muy pronto un demócrata convencido y un europeísta apasionado. Varias veces visitó los calabozos de la Puerta del Sol y estuvo varios meses desterrado en Fuerteventura. A estas memorias concisas e intensas se asoman muchos personajes, casi todos ellos amigos de don Fernando, lo mismo da que fueran correligionarios o adversarios políticos: Satrústegui, Garrigues, el cardenal Herrera, el Padre Llanos, Federico Silva, Dionisio Ridruejo, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, Felipe González, don Juan y don Juan Carlos...Eterno conspirador de los cincuenta, los sesenta y los setenta, democristiano de pura cepa, fue uno de los protagonistas de la Transición. Presidió el Congreso de los Diputados de la primera legislatura democrática y cumplió uno de sus grandes sueños al firmar la Constitución de 1978. Ver a España reconciliada, democrática, en paz e incorporada a Europa supuso el cumplimiento de otra de sus más íntimas aspiraciones de toda la vida.Cerca ya de los noventa años, Álvarez de Miranda cuenta por primera vez de forma detallada su experiencia como embajador en El Salvador, donde conoció a Ellacuría y los demás jesuitas de la UCA, asesinados apenas un mes después de que dejase la embajada. Y cuenta también el desencanto de los últimos años, en los que ve tambalearse la concordia, el legado de la Transición. Una decepción que quizás comenzara cuando, siendo Defensor del Pueblo, sufrió inauditas presiones, que relata en estas páginas, para que no interpusiera recurso de inconstitucionalidad contra la ley de inmersión lingüística catalana. No recurrió y, a la vista de lo ocurrido después, hoy se arrepiente de ello
FERNANDO ÁLVAREZ DE MIRANDA
La España que soñé
La esfera de los libros.
Sinopsis
La vida de Fernando Álvarez de Miranda es una historia de sueños cumplidos y una postrera decepción. Niño en la guerra, contempló los horrores en las dos retaguardias y eso le inoculó para siempre la aversión a la violencia. Fue un joven militante monárquico en los años del más duro franquismo. Compañero de milicia universitaria de un Manuel Fraga que en el campamento de La Granja se afeitaba con vino para economizar agua, miembro del Consejo de Don Juan, colaborador político de Gil-Robles y luego de Giménez Fernández y Ruiz Giménez, fue desde muy pronto un demócrata convencido y un europeísta apasionado. Varias veces visitó los calabozos de la Puerta del Sol y estuvo varios meses desterrado en Fuerteventura. A estas memorias concisas e intensas se asoman muchos personajes, casi todos ellos amigos de don Fernando, lo mismo da que fueran correligionarios o adversarios políticos: Satrústegui, Garrigues, el cardenal Herrera, el Padre Llanos, Federico Silva, Dionisio Ridruejo, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, Felipe González, don Juan y don Juan Carlos...Eterno conspirador de los cincuenta, los sesenta y los setenta, democristiano de pura cepa, fue uno de los protagonistas de la Transición. Presidió el Congreso de los Diputados de la primera legislatura democrática y cumplió uno de sus grandes sueños al firmar la Constitución de 1978. Ver a España reconciliada, democrática, en paz e incorporada a Europa supuso el cumplimiento de otra de sus más íntimas aspiraciones de toda la vida.Cerca ya de los noventa años, Álvarez de Miranda cuenta por primera vez de forma detallada su experiencia como embajador en El Salvador, donde conoció a Ellacuría y los demás jesuitas de la UCA, asesinados apenas un mes después de que dejase la embajada. Y cuenta también el desencanto de los últimos años, en los que ve tambalearse la concordia, el legado de la Transición. Una decepción que quizás comenzara cuando, siendo Defensor del Pueblo, sufrió inauditas presiones, que relata en estas páginas, para que no interpusiera recurso de inconstitucionalidad contra la ley de inmersión lingüística catalana. No recurrió y, a la vista de lo ocurrido después, hoy se arrepiente de ello
Autor: Álvarez de Miranda, Fernando
Editorial: La esfera de los libros.
ISBN: 9788499709147
Generado con: QualityEbook v0.70, Notepad++
Capítulo 1 EL NIÑO Y LA GUERRA
M i familia procede en sus dos ramas de la provincia de Palencia. Allí se hunden sus raíces, allí estaba la mayor parte de sus afectos. Los veranos de la infancia, tan importantes para mí, como para tantos otros, transcurrieron entre Bárcena de Campos, Osorno y Villalba de Guardo, donde había propiedades familiares, casas, parientes... lazos muy sólidos.
Mi padre representaba el respeto, la autoridad; era el cabeza de familia en el sentido real de la palabra. A su lado, mi madre encarnaba la dulzura, el amor, el amparo. Tuvo cuatro hijos, de ellos una niña pequeña que murió con menos de dos años cuando mi familia estaba en Arévalo, donde mi padre trabajaba en su destino como juez.
La pequeña se puso muy enferma y había ido a verla mi abuelo, entonces director general de Seguridad. El 8 de marzo de 1921, cuando mi abuelo se encontraba en el pueblo abulense visitando a mi hermana, asesinaron a Eduardo Dato. En aquel mundo de entonces las comunicaciones eran como eran y no tuvo forma de regresar ni de ejercer sus funciones de director de Seguridad. Además, aún existían las dimisiones, si se me permite la broma, y puesto que no había garantizado la vida del presidente del Gobierno, dejó el cargo y volvió a sus funciones como parlamentario por Palencia, que ejerció en varias legislaturas, alternándolas con otros destinos políticos.
Este abuelo mío, padre de mi madre, se llamaba Fernando Torres Almunia, y era una persona con vocación política. Había tenido relación con el partido maurista y sobre todo con Germán Gamazo, histórico político con mucha influencia en la zona palentina y en Castilla en general.
Mi padre era de una zona dura, del pueblo de Villalba de Guardo, a orillas del río Carrión, cerca de Guardo, que era y creo que sigue siendo un pueblo muy austero. Su familia se educó en esa austeridad y él no fue una excepción. Lo recuerdo toda su vida dedicado a sus creencias religiosas, muy profundas, y a la labor de juez, en su juzgado. Fuera de eso no le conocí aficiones, salvo pasear en verano por los campos de Castilla y cazar codornices y perdices. Empezó como juez en Villadiego, de allí pasó a Cuéllar y de allí a Arévalo, donde nació mi hermano mayor José María. Su siguiente destino fue Santander, que es donde yo nací el día 14 de enero de 1924, y donde también vino al mundo mi hermano Gerardo. Luego marchó, ya como magistrado de la Audiencia, a Bilbao, más adelante a Zaragoza y por último a Madrid como magistrado del Tribunal Supremo. No mostraba apego al más mínimo lujo, a ninguna comodidad. Con edad avanzada iba al Supremo en metro, aunque sus propios hijos, ya mayores, le decíamos: «Padre, coge un taxi, porque ya estás un poco mayor», pero éramos nosotros los que lo cogíamos de vez en cuando, y él seguía usando el transporte público. Y así continuó hasta el final.
Entre las pocas expansiones que se permitió se me quedó grabada especialmente una: un día que nos llevó al cine a ver Tres lanceros bengalíes, protagonizada, entre otros, por Gary Cooper. Fue la primera película que vi y me pareció fascinante, por supuesto.