Manuel Fernández Álvarez - Felipe II y su tiempo
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- Libro:Felipe II y su tiempo
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2006
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Felipe II y su tiempo: resumen, descripción y anotación
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Entre 1527 y 1598 se producen grandes transformaciones en España y en el mundo; unas promovidas por Felipe II; otras, acaecidas a su pesar, pero todas teniéndole como personaje con el que hay que contar o al que hay que combatir. Suele pensarse en el reinado de Felipe II en función de acontecimientos internos o internacionales tales como la rebelión de los moriscos granadinos de las Alpujarras, la prisión y muerte del príncipe Don Carlos, el proceso de Antonio Pérez; o bien la rebelión de los Países Bajos, la acción de Lepanto, la incorporación de Portugal, la colonización de América, el nacimiento de Filipinas o el desastre de la Armada Invencible. Pero también hay que verle como el protector y mecenas de las Artes y las Letras, cuya labor culmina en el monasterio de San Lorenzo del Escorial. Todo ello hace del personaje uno de los mas controvertidos de la Historia.
En cuanto a la época, Manuel Fernández Álvarez analiza, a través de los aspectos políticos y socioeconómicos, cómo se realizó el milagro político de una Monarquía católica que, en menos de medio siglo se convirtió en la primera potencia de Europa y constituye el primer imperio de los tiempos modernos.
Manuel Fernández Álvarez
ePub r1.1
Red_S14.11.13
Título original: Felipe II y su tiempo
Manuel Fernández Álvarez, 2006
Editor digital: Red_S
ePub base r1.0
MANUEL FERNÁNDEZ ÁLVAREZ. (Madrid, 7 de noviembre de 1921 - Salamanca, 19 de abril de 2010)1 historiador español, considerado como autoridad en la España del siglo XVI.
Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Valladolid (1942). Doctor por la Universidad Central con una tesis sobre Felipe II e Isabel de Inglaterra (1947). Doctor por la Universidad de Bolonia (junto con el Premio Vittorio Emanuele, 1950). Investigador del CSIC. Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Salamanca (1965). Fundó el Colegio Universitario de Zamora (1976). Premio Nacional de Historia de España (1985). Miembro de la Real Academia de la Historia (1987). Académico de Mérito de la Academia Portuguesa de Historia (1992). Profesor emérito de la Universidad de Salamanca y del Colegio Libre de Eméritos.
Dedicó más de cincuenta años al estudio del siglo XVI, fruto de los cuales son su obra magna Carlos V, el césar y el hombre (VI Premio Don Juan de Borbón al libro del año en 2000), el monumental Corpus documental de Carlos V (Salamanca, 1973-1981) o Cervantes visto por un historiador, Premio Quijote del Año de la Sociedad Cervantina de Esquivias
Escribió dos novelas históricas El príncipe rebelde y Dies irae, que han recibido el aplauso unánime de la crítica y de los lectores.
El testamento
El 7 de marzo de 1594 firma Felipe II en Madrid su testamento, que sin duda meditó profundamente, aunque muchas de sus cláusulas no hacían sino repetir, y en ocasiones al pie de la letra, las insertas en el de su padre, Carlos V.
Porque, en efecto, otra vez salta el recuerdo paterno. Podría parecer que las circunstancias personales eran muy otras. Y, de hecho, se aprecian no pocas diferencias. En primer lugar, Carlos V había compuesto el suyo en Bruselas a los cincuenta y cuatro años, pero tan envejecido ya, que apenas si puede abrir las credenciales que le presentan los embajadores. A esa edad, cuando corría el año 1581, Felipe II se hallaba feliz en Lisboa, con el único lamento de tener lejos a sus hijas, sus florestas de Aranjuez, su caza de El Pardo y los muros de El Escorial; pero, por lo demás, venturoso por haber terminado con fortuna la empresa de Portugal. Tan radiante, que incluso decide quitarse el luto por su cuarta esposa, Ana de Austria, y mostrarse con sus mejores ropajes, galano y cortesano, para deslumbrar a su sobrina Margarita, a la que desea convertir en su quinta esposa.
Trece años después, ese panorama, tanto el personal e íntimo como el político, ha cambiado notoriamente. En 1594, el Rey tiene ya sesenta y siete años y su salud deja mucho que desear, cada vez con un cuerpo más dolorido, atenazado por la gota. Y en cuanto a la situación política, el país vive el clima de pesadumbre, fruto del desastre de la Armada Invencible y de la irreductible rebelión de los Países Bajos, junto con las malas nuevas que llegan de Francia, así como de las audaces incursiones de los corsarios ingleses en las Indias Occidentales. Todo ello tiene acongojado al Rey. Y ello sin olvidar que cada vez se está degradando más la situación interna, con un reino donde la miseria crece por momentos, donde las cargas fiscales se hacen insufribles y en donde el affaire de Antonio Pérez, con el fracaso de la justicia regia, ha dejado un profundo malestar.
De ese modo, y en ese ambiente, el Rey comprende que se acerca el relevo. En otras palabras: se impone hacer testamento.
Diríase que no es ajeno a ello su amado retiro de El Escorial, con las ya habituales jornadas en que se traslada al monasterio. Es, en verdad, un retiro propicio para las últimas reflexiones, para esa meditatio mortis, a que tanto se prestan los muros escurialenses, su basílica, su convento, sus recónditas habitaciones personales y hasta la propia severa e imponente Naturaleza que lo rodea y que hace más de diez años que el Rey disfruta a su sabor, desde que, el 13 de septiembre de 1584, y en su presencia, se ha colocado la última piedra.
Pues la devoción del Rey, esa condición de monarca devoto que tanto hemos destacado en el hombre de El Escorial, es también una de las primeras notas que afloran en el Testamento regio.
El Rey se nos presenta desde el principio con todos sus títulos y añade al punto un compendio de la más ortodoxa de las doctrinas cristianas. Diríase que no está ajeno a ello la mano de su confesor, fray Diego de Yepes, que conoce bien el sentir de su soberano y su gusto por las frases que más parecen de un teólogo que quiere defender su doctrina, en una época de tan fuertes debates religiosos, que de un creyente normal y corriente, que trata sin más de poner en orden sus cosas y de aparejarse para bien morir:
Conosciendo cómo, según doctrina del apostol San Pablo, después del pecado está estatuido por la Divina Providencia que todos los hombres mueran en su castigo…
Eso sí, como si se tratara de un presentimiento, el teólogo hará decir al Rey:
… cuando la esperamos [la muerte] con debido aparejo de vida y la sufrimos con paciencia…
Pues se trata, eso está claro, de un primer paso que prepare una buena muerte que asegure la vida eterna. Y eso se dirá en seguida:
… ayudado por el divino favor a que sea tal que consiga bien morir…
Al punto vendrá la inevitable referencia al demonio, ese tremendo personaje de nuestro barroco:
… sin que tentación alguna, ni ilusión del demonio, enemigo del género humano…
Pero ¿cómo defenderse del demonio? ¿Cómo hurtar su embestida, escapar a su acoso, librarse de sus trampas sutiles, contra las que tan poco puede la natural flaqueza humana? Acudiendo al amparo de toda la corte celestial. Sólo en ella confiará el Rey. De entrada, por supuesto, la Virgen María:
… suplico a la gloriosísima y purísima Virgen y Madre de Dios, adbogada de los pecadores y mía, que en la hora de mi muerte, no me desampare…
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