En su ensayo Has de cambiar tu vida Peter Sloterdijk presentaba el ejercicio como dimensión determinante de la conditio humana. En este nuevo libro considera desde esa nueva perspectiva tanto la ciencia como la práctica del científico. Peter Sloterdijk entiende la ciencia como modo y manera de dar vida al propio científico mediante sistemas de ejercicio generadores de ciencia. Tal proceder se instaura con los informes de Platón sobre su maestro ateniense: Sócrates sufría por sostener un fuerte monólogo interior consigo mismo, que le obligaba a veces a detenerse, simplemente, en algún sitio. La Academia originaria fue un centro de ejercicio en el que los seres humanos aprendían técnicas para apartarse del mundo. Incluso las universidades de hoy han hecho alguna aportación en ese ámbito. También ellas están dentro de la tradición de esos «albergues de ausencias» platónicos; también ellas establecen el nexo entre la condición del pensar y la localización del pensar, nexo que posibilita antes que nada el ejercicio de la ciencia.
Peter Sloterdijk
Muerte aparente en el pensar
Sobre la filosofía y la ciencia como ejercicio
ePub r1.0
Titivillus 21.03.17
Título original: Scheintod im Denken. Von Philosophie und Wissenschaft als Übung. Unseld Lecture, Tübingen 2009
Peter Sloterdijk, 2010
Traducción: Isidoro Reguera
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
«[…] con razón dicen los poetas: “El espíritu es el dios en nosotros” y “la vida mortal encierra en sí una parte de un dios” […]. Sólo queda, pues, una alternativa: o filosofar o despedirse de la vida y apartarse de ella».
Aristóteles, Protréptico
«Se puede aprender mucho de ambos, del muerto aparente que ha vuelto y de Moisés que ha vuelto, pero de lo decisivo no es posible enterarse por ellos, ya que ellos mismos no lo han experimentado. Si lo hubieran experimentado, no habrían vuelto. Además, tampoco nosotros queremos experimentarlo en absoluto».
Franz Kafka, Von Scheintod [De la muerte aparente]
Señoras y señores,
del filósofo griego Epicuro se ha transmitido el sentido de esta frase: quien habla a los seres humanos debiera pensar que un discurso corto y uno largo vienen a ser lo mismo. Cito ocasionalmente esta observación al comienzo de mis conferencias para explicar al público, la mayoría de las veces un tanto alarmado por ella, que ha de prepararse esa vez para la versión larga, que puede ofrecerse sin perjuicio en lugar de la corta. Hoy es un caso así. Para que sepan ya lo que les espera durante la próxima hora —y hay que considerar que, según informes de los expertos, la hora tubingense resulta algo más larga que sesenta minutos de tiempo estándar—, quiero hacer algo que parece que practicaron ocasionalmente rapsodas de épocas pasadas al comienzo de sus recitados: en la medida en que puedo preverlo, voy a anticipar punto por punto el contenido de lo que ha de esperarse aquí y a anunciar con todo el detalle posible lo que según el estado actual de la planificación habrá de escucharse. Con ello se disipa desde el principio toda tensión superflua y ustedes serán libres de seguir con toda tranquilidad el desarrollo del ponente, al conocer el inicio, la mitad y el final de su propósito.
He dividido mis consideraciones en cuatro apartados, de lo que ya pueden deducir, por lo demás, que no les hablo como miembro del gremio teológico. Como saben, dado que a los teólogos les gusta introducirse en la vida interior de Dios, en la que domina el número tres, prefieren articular sus pensamientos en tres capítulos, ocasionalmente también en siete, en tanto elevan su voz a imitación del creador, o en diez, si se asimilan al artífice de la tabla de los mandamientos. Por contra, yo lo intento esta tarde con la cuaternidad filosófica clásica, fundada en el supuesto de que para decir la verdad hay que saber contar hasta cuatro.
Así pues, con intención preparatoria, hablaré primero sobre la ciencia como antropotécnica ejercitante en general, perfilando objetiva e históricamente el tema. Para ello recordaré a dos figuras fundamentales del pensamiento filosófico: Edmund Husserl, que propugna un nuevo comienzo moderno de la filosofía como teoría precisa, y Sócrates, con cuya aparición hace casi dos mil quinientos años se instaura la búsqueda antigua de verdad y sabiduría, de la que surgió el fenómeno, virulento hasta hoy día, llamado «filosofía».
En el segundo apartado, todavía orientado más propedéutica que directamente al asunto, hablaré del múltiple condicionamiento del ser humano capaz de epojé (pido paciencia hasta que encuentre la ocasión de clarificar esa expresión posiblemente oscura). Respecto a ella sólo quiero indicar ahora que contiene una propuesta interpretativa del fenómeno, evolutivamente tan improbable y empíricamente tan masivo, del bíos theoretikós en sus numerosas variantes, cuya presencia inquieta moralmente y estimula cognitivamente a las comunidades humanas desde hace más de dos milenios y medio. Motivo suficiente para preguntarse por las condiciones de posibilidad del comportamiento teórico.
En el tercer apartado avanzaré hasta el núcleo del tema de hoy, ocupándome de la configuración o autogeneración del ser humano desinteresado. Esto exige que exponga (con la brevedad requerida, se entiende) las doctrinas, conocidas desde la Antigüedad, sobre la muerte aparente epistémica de los sabios. Habrá que mostrar por qué la idea de que el ser humano pensante ha de ser una especie de muerto en vacaciones es inseparable de la cultura de la racionalidad de la vieja Europa, sobre todo de la filosofía clásica, inspirada por Platón. Encontraremos ocasión para poner de manifiesto la famosa sentencia de Sócrates según la cual de lo que se trata para el verdadero amante de la sabiduría es de estar, ya en vida, tan muerto como sea posible; pues, de creer al idealismo, sólo los muertos gozan del privilegio de contemplar «autópticamente», algo así como cara a cara, las verdades del más allá. No se trata, naturalmente, de muertos en el sentido de las empresas de pompas fúnebres, sino de muertos filosóficamente, gentes que tras la deposición del cuerpo se convierten supuestamente en intelectuales puros o espíritus anímicos impersonales. Con sus insinuaciones, Sócrates, impulsor de la teoría, sugiere que el estar muerto puede aprenderse en cierto modo. Lo que se llama método no es, pues, simplemente el camino científico a las cosas, es también la aproximación al estado de casi-muerte promotor de conocimiento. Ya Platón conoció un adelanto de la muerte, pero no de la «muerte propia», que Heidegger reclamó en Ser y tiempo (1927) como su doctrina de la decisión por la existencia auténtica, sino más bien un adelanto de la muerte que vuelve anónimo, que supera todo lo privado e individual, con el que se paga el acceso a la gran teoría que permanece detrás. Esto significa, por lo demás, que el ars moriendi, tan alabado en otros tiempos, que pasaba por ser la disciplina reina de la ética tanto para los estoicos de la Antigüedad como para ciertos teólogos místicos de la baja Edad Media, no implica tanto como podía suponerse la asunción del heroísmo en la esfera de la vida contemplativa. Constituye, más bien, un capítulo central de la teoría del conocimiento. Bajo el supuesto platónico de que lo eterno e inmortal sólo se conoce mediante algo de igual condición, la búsqueda en nosotros de un órgano apropiado para ello adquirió la máxima importancia. Su éxito decide sobre la posibilidad de teoría auténtica, tal como la entendían los antiguos. Si en vida no pudiéramos activar ya un órgano así para lo imperecedero, sería vana la esperanza de conocimiento válido y permanente. Pero, si poseemos algo semejante, hemos de esforzarnos por hacer uso de ello tan pronto como sea posible. Esto equivaldría al ensayo de morir «anticipadamente», no para estar muerto más tiempo, sino para poner de manifiesto nuestra latente capacidad de inmortalidad mientras permanecemos encerrados en la envoltura mortal. En el contexto de tales cuestiones singulares y melancólicas hay que examinar los fundamentos metafísicos del racionalismo de la vieja Europa; y veremos que la palabra «metafísico» significa aquí tanto como «epistemo-tanatológico».