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Forrester - Vuela por tu vida

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Forrester Vuela por tu vida

Vuela por tu vida: resumen, descripción y anotación

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Esta es la gloriosa historia de Robert Stanford Tuck, el más grande de los ases de la Real Fuerza Aérea británica y de su arma mortal: el Spitfire. Es la historia de un magnífico piloto, de un guerrero del aire con nervios de acero, temido por la Luftwaffe y conocido como una leyenda por la aviación inglesa. Stanford Tuck fue derribado cuatro veces, herido dos veces, se estrelló sobre el canal de la Mancha y sobrevivió a dos colisiones con otros aviones. Desde el punto de vista oficial, es decir, tras las debidas comprobaciones, Stanford Tuck derribó 29 aviones alemanes. Extraoficialmente el número sube a 35 aparatos enemigos destruidos. Inglaterra le otorgó la Orden por Servicios Distinguidos y fue el segundo hombre en la historia que obtuvo una segunda barra en la condecoración de la Cruz por Vuelos Distinguidos. El rey, la reina y el pueblo de su país reconocieron en Stanford Tuck un héroe nacional.

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Esta es la gloriosa historia de Robert Stanford Tuck, el más grande de los ases de la Real Fuerza Aérea británica y de su arma mortal: el Spitfire.
Es la historia de un magnífico piloto, de un guerrero del aire con nervios de acero, temido por la Luftwaffe y conocido como una leyenda por la aviación inglesa.
Stanford Tuck fue derribado cuatro veces, herido dos veces, se estrelló sobre el canal de la Mancha y sobrevivió a dos colisiones con otros aviones.
Desde el punto de vista oficial, es decir, tras las debidas comprobaciones, Stanford Tuck derribó 29 aviones alemanes. Extraoficialmente el número sube a 35 aparatos enemigos destruidos.
Inglaterra le otorgó la Orden por Servicios Distinguidos y fue el segundo hombre en la historia que obtuvo una segunda barra en la condecoración de la Cruz por Vuelos Distinguidos.
El rey, la reina y el pueblo de su país reconocieron en Stanford Tuck un héroe nacional.
PREFACIO
Por Sir Max Aitken, barón, O.S.D., C.V.D.
Es posible que todo parezca ahora muy distante, más alejado todavía en el sentir que en los años. Seguramente el mundo era mucho más sencillo en 1939 y en los años inmediatamente posteriores.
Todos los problemas se reducían a uno solo, para el individuo y para la nación: el de sobrevivir.
El relato de la guerra que libró Bob Standford Tuck es una de las epopeyas de esa era, y en las páginas de la narración de Larry Forrester vuelve a cobrar vida con tanta nitidez, que el entusiasmo arrastra inevitablemente al lector.
Más aún: nos llega así la personalidad del hombre, del elegante matasiete a quien tan bien conocí en esa época, que estaba fanáticamente dedicado a la tarea que se le encomendaba y que era, de vez en cuando, todo un dolor de cabeza para sus superiores militares.
“Vuela por tu vida” rememora las proezas de un magnífico piloto, que es una leyenda en el comando de combate y famoso mucho más allá de él. Es un relato vívido y arrebatador.
Bob Stanford Tuck lo merece.
3 de noviembre de 1972.
En este libro no hay personajes ficticios, pero sí algunos nombres falsos. Me parece que tanto tiempo después de la guerra, seria innecesariamente cruel reavivar recuerdos angustiosos para las familias de aquellos hombres de la Real Fuerza Aérea que no murieron rápida ni limpiamente, o que murieron estúpidamente; aquellos que contrajeron alguna enfermedad desagradable o sufrieron extremas penurias en los campamentos nazis de prisioneros, o en fuga; los pocos que desfallecieron y abandonaron a sus camaradas...
Por eso he cambiado algunos nombres, pero no los hechos. Los hechos son parte del relato.
Larry Forrester
1 de marzo de 1956
«Ellos tenían ese incansable espíritu de ofensiva, esa pasión por trenzarse con el enemigo, que es el sello de los mejores soldados. Algunos ―como «Piernas de latón» Bader, «Marinero» Malan y Stanford Tuck― estaban tan ferozmente poseídos por ese demonio, y por la habilidad para sobrevivir al peligro que el inspiraba en ellos, que sus nombres fueron rápidamente añadidos a la inmortal compañía de Ball, Bishop, Mannock y Mc Cudden».
Historia oficial de la Real Fuerza Aérea, Tomo I, por Denis Richards.
CAPÍTULO 1
Después de almorzar, Blatchford y Tuck bebieron juntos una cerveza más.
—Igual que antes —dijo Tuck mientras ambos alzaban sus picheles.
—Claro ―asintió el canadiense.
Pero no era igual. Ahora su conversación era demasiado rápida, demasiado vehemente y alegre, su risa demasiado sonora. Cada cual recordaba mucho, pero se lo guardaba... porque había muchos nombres que sólo podían mencionarse con dolor.
Era el 28 de enero de 1942, un día húmedo y gris. Las operaciones normales eran imposibles. El aeropuerto de Biggin Hill estaba envuelto en llovizna y niebla. Un día mezquino y estrecho, infinitamente alejado de los que ellos habían compartido en aquel llameante y estruendoso verano de 1940...
Hacía muchas semanas que no se veían. "Vaquero" Blatchford comandaba ahora un sector de cazas en Digby, Lincolnshire, a doscientos cincuenta kilómetros de distancia. Con sus escuadrones obligados a permanecer en tierra por el tiempo, se había arriesgado a cruzar la campiña volando a ras de los árboles para ir a almorzar.
Era un canadiense de Alberta, de unos veinticinco años, robusto y reciamente bien parecido, como el andar balanceado y el hablar lento y arrastrado que tienen los del oeste. Cuando hablaba y reía, pequeñas arrugas aparecían y desaparecían en sus regordetas mejillas, y sus ojos pardos parecían relampaguear subrayando una palabra o una frase. Pero ese día estaba muy sosegado.
—Enero es tan sólo una larga mañana de lunes —dijo, echando una mirada por la ventana al largo y oscuro valle que confinaba el puesto militar—. Uno tiene una resaca desde la Navidad, y nada en qué pensar hasta la primavera... y eso parece estar más lejos que el demonio.
Tenia una sonrisa irónica, y hablaba sin ardor, de modo que su amigo supo que estaba simplemente aburrido por la forzosa inactividad.
―Ven con nosotros esta tarde ―sugirió Tuck―. Te hará muchísimo bien, Cocky ―con la cabeza señaló a un joven oficial de vuelo canadiense, alto como una vela, que salía en ese momento del comedor—. Me llevaré a Harley. Es el momento preciso para un «ruibarbo».
«Ruibarbo» era el nombre que se daba a un tipo de operación especialmente proyectada para condiciones nubosas. De a uno o en pequeños grupos, los cazas de la Real Fuerza Aérea cruzaban veloces el Canal de la Mancha, surgían de entre las nubes para ametrallar blancos elegidos, luego ascendían otra vez a la oscuridad antes que apareciesen los Messerschmitts. Esas actividades, que requerían considerable pericia y experiencia en navegación aérea y puntería, habían sido el procedimiento habitual de «día lluvioso» durante más de dieciocho meses. Eran parte del sistema de «asomarse a Francia», dispuesto por el mariscal del aire Sholto Douglas.
Inteligencia mantenía a los comandantes de puesto militar bien aprovisionados con detalles y fotografías aéreas de blancos probables para «ruibarbo»: empalmes ferroviarios, pequeñas fábricas, puertos secundarios y similares. Cuando el tiempo empeoraba, los comandantes de sector y de escuadrón elegían los objetivos más convenientes y, con sus pilotos más curtidos, organizaban ataques subrepticios. Pocas veces lograban infligir daños graves, pero aun en pésimas condiciones no se daba respiro a los alemanes, que se veían obligados a fortalecer sus cazas, baterías antiaéreas y equipos de radar en el oeste a expensas de sus contingentes en Europa oriental y del sur.
Ese día, Tuck había elegido como blanco una destilería de alcohol de Hesdin, a unos treinta kilómetros de Le Touquet. Antes de almorzar, él y Harley habían estudiado las “instantáneas” y planeado como se acercarían desde la costa francesa.
“Vaquero” ansiaba sumarse a ellos, pero pensó que más le valía regresar a Digby, por si el tiempo empeoraba totalmente y lo dejaba varado allí. Se acercó al avión para despedirlos, y poco antes que despegasen, se trepó al ala del Spitfire de Tuck y metió la cabeza en la cabina. Su oscuro cabello bailaba al viento de la hélice cuando gritó por sobre la profunda y desafinada canción del motor:
―Hasta más ver, compadre. Anda despacio... no saques aquello del pantalón, ¿eh?
Ésta era su invariable despedida. Con la mano golpeó una vez el hombro de Bob, después bajó de un salto. Tuck sonrió y le brindó un ademán rápido y descuidado mientras las dos máquinas comenzaban a encaminarse pesadamente entre la bruma gris hacia el punto de partida.
Los comandantes de sector Peter Blatchford, llamado «Vaquero», y Roland Robert Stanford Tuck no se volverían a ver nunca más. Menos de una hora más tarde, el Spitfire de Tuck yacía destrozado y humeante en un campo francés. Y pronto, cuando llegó otra vez la primavera, el aparato del canadiense cayó, girando hacia el desastre, a las oscuras y voraces fauces del Mar del Norte...
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