La inolvidable saga del más grande de los pilotos de caza que produjo japón: el legendario «ángel de la muerte».
Los pilotos de caza del mundo entero, desde los de la Luftwaffe hasta los de la Real Fuerza aérea británica, todos pronunciaban su nombre con admiración. Saburo Sakai, el as del aire japonés, cuya inimitable pericia y salvaje valentía, hicieron de él el indisputado nuestro del combate aéreo, SAMURAI es el impresionante relato de un héroe que sobrevivió a más de doscientos combates en el aire, que derribó cantidades de aviones del adversario y que jamás debió enfrentar la tragedia personal.
Es ésta una historia verdadera, increíble, pero también llena de emoción, de gloria, de derrota, y de victoria final. Todo ello narrado por el hombre que la supo vivir.
Saburo Sakai, Caidin Martin, Fred Saito
Samurai
ePub r1.0
Titivillus 31.01.15
Saburo Sakai, Caidin Martin, Fred Saito, 1957
Traducción: Floreal Mazía
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Este libro está dedicado a todos
los pilotos de caza con quienes
combatí, y a aquellos contra
quienes combatí, y que jamás
regresarán a su hogar.
Capítulo 32
Nuestro regreso a Yokosuka implicó un fatigoso e insomne viaje de cuarenta horas en tren. Nos detuvimos unas dos decenas de veces pera quedar en las vías, en las afueras de distintas ciudades, que en esos momentos recibían un tremendo castigo de cazas, y bombarderos enemigos. La tensión del incómodo viaje producía su efecto sobre Hatsuyo, quien se veía fatigada por el avance intermitente del tren. Jamás se quejaba, sino que sonreía ante mis miradas preocupadas y me aseguraba, con un susurro cansado, que todo estaba bien.
Nos abrumaron las ruinas y los escombros chamuscados que encontraba nuestra vista cuando pasábamos por las distintas ciudades de nuestro trayecto. Vastas extensiones, a partir de cada una de las estaciones, se mostraban ennegrecidas y quemadas por las terribles bombas incendiarias, sembradas por los B-29 . Cada una de esas ciudades, era un erial de cenizas. El viento levantaba el hollín y el polvo, y llenaba el aire con su asfixiante sustancia. Cada vez que salíamos de una ciudad lanzábamos un suspiro de alivio, sólo para encontrar, casi exactamente, la misma escena espeluznante, ante nuestros ojos, en la estación siguiente. Nuestro país estaba siendo pulverizado, y me resultaba evidente, como piloto, que podíamos hacer muy poco para impedir que la espantosa destrucción fuese en aumento.
Para nuestra sorpresa, la gran ciudad naval de Yokosuka se hallaba intacta. Cosa extraña, los norteamericanos la habían perdonado, mientras que los B-29 incendiaban y arrasaban más de otras 140 ciudades provinciales, muchas de ellas de menor valor estratégico que ese bastión naval. Tal vez el hecho de que Yokosuka no albergase a ninguno de los gigantescos acorazados o portaaviones contribuyó a su inmunidad respecto a las bombas del enemigo.
Sólo vi pequeñas lanchas a motor que atravesaban el gran puerto, en enloquecidas maniobras, realizando ejercicios especiales de adíestramiento. Las tripulaciones se preparaban para el día final, en que nuestro territorio sería invadido. Eran las contrapartidas de los aviones kamikaze. Cada lancha estaba atestada de explosivos de alto poder, y sus tripulaciones se precipitarían contra los transportes enemigos para destruirse junto a ellos. Una vez más, era preciso pagar un precio. ¿Pero cuántos hombres de un transporte o barco de guerra norteamericano resultarían muertos por dos o tres japoneses que estrellasen su embarcación contra los flancos de una nave enemiga?
La Armada nos proporcionó una casita de tres habitaciones cerca del Aeródromo de Oppama, al norte de Yokosuka. Nuestra vida estaba lejos de ser fácil, y Hatsuyo hizo lo posible para transformar nuestras magras provisiones de alimentos en algo que se pareciera a comidas normales.
Los enormes almacenes de Yokosuka estaban virtualmente vacíos, despojados de todas sus mercancías por los militares. Las comidas, que se servían o los oficiales y a los enganchados ya no eran distintas; todas eran igualmente pobres y de pésimo sabor.
Vivíamos, con un nivel de subsistencia mínimo. Todos los centros de abastecimiento habían sido cerrados hacía tiempo por falta de provisiones.
La mayoría de las tiendas de la ciudad propiamente dicha estaban clausuradas desde hacía meses. Aunque había escapado a los bombardeos que destrozaron a otras ciudades. Yokosuka se encontraba muda y casi sin vida. Las pocas personas que se arrastraban por las calles parecían hambrientas y desoladas.
Y los B-29 seguían llegando en número cada vez, mayor, y llevando más y más bombas. Las incursiones que creíamos el colmo de la destrucción eran eclipsadas menos de veinticuatro horas más tarde por ataques imposibles de describir. Literalmente millones de bombas incendiarias llovían del cielo, provocando incendios que la tierra jamás había presenciado.
Todo Japón resultó sacudido por un ataque aéreo sobre Tokio, que se produjo en la noche del 10 de marzo. Más de treinta kilómetros cuadrados de la ciudad quedaron desventrados a la mañana siguiente, convertidos en un fantástico desierto calcinado. Hubo informes que decían que más de 130 000 personas habían muerto en la llameante noche.
Interceptar a los grandes bombarderos. No logró ni un fugaz momento de éxito en esa tarea. Después de una serie de costosos e inútiles intentos de detener la marea de Superfortalezas, el Ejercito se lamió las heridas y abandonó todas las tentativas de interceptación. Dejó el cielo a los B-29 , y todos los aviones del Ejército fueron retirados del servicio activo. Los mecánicos se abalanzaron sobre los cazas y los bombarderos, y trabajaron para dejarlos en las mejores condiciones posibles, preparados para el día del ajuste de cuentas, en que se produjese la invasión norteamericana.
La responsabilidad de la defensa del país quedó por completo en manos de la Armada. Nuestros cazas subían todos los días para golpear a los B-29 , y todos los días obteníamos escasísimos éxitos.
Nuestros hombres hacían lo posible, pero eso no era suficiente contra las Superfortalezas. Desde Atsugi, cerca de Yokosuka, los cazas Raiden partían en vuelos de interceptación contra los B-29 , que todos los días culminaban en salvajes combates. Durante un breve lapso, los cazas destruyeron el mito de la invencibilidad del B-19 , y los cuatro cañones y la tremenda velocidad del Raiden hicieron crecer nuestras esperanzas de eliminar del cielo a varios B-29 .
La respuesta, del enemigo consistió en enviar enjambres de Mustang sobre Japón, durante las incursiones a la luz del día. Los veloces cazas enemigos embistieron ferozmente a nuestros aviones y los diezmaron. Aunque los Raiden brillaban contra los B-29 , resultaban impotentes contra el Mustang, más veloz y maniobrable.
Casi todos los días nuestros nuevos cazas caían incendiados del cielo, con las alas arrancadas, los pilotos muertos.
De esta terrible matanza surgió un deslumbrante piloto, un hombre de soberbia capacidad de vuelo, el teniente Teimei Akamatsu, tan distinto de los demás pilotos, como la noche del día. Fue el único piloto naval japonés que haya conocido que desafió con éxito casi todas las reglamentaciones de nuestros libros. Era el típico héroe fanfarrón de novela, de poderosa complexión física, alborotador y siempre alegre. Akamatsu había ingresado en la Armada casi diez años antes que yo, pero no logró los rápidos ascensos que codiciaban los demás pilotos. Por cierto que incluso se le postergó en varias ocasiones, y se le amenazó con una baja deshonrosa. Era incorregible, pero un genio en el aire, y la Armada no quería desprenderse de un hombre de su espectacular habilidad.