Annotation
Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez nos descubren en este fascinante y ameno libro cómo surgió la vida sobre la tierra y cómo fue evolucionando hasta que el mundo quedó tal y como lo conocemos ahora. Un relato que atrapará a todos los lectores y los hará partícipes de la más extraordinaria de las aventuras.
Amalur: Del átomo a la mente
Ignacio Martínez y Juan Luis Arsuaga
Ilustraciones de Diego García-Bellido
El contenido de este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
© Ignacio Martínez Mendizábal, 2002
© Juan Luis Arsuaga Ferreras, 2002
© Ediciones Temas de Hoy, S. A. (T.H.), 2002
Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid
Diseño de portada: Rudesindo de la Fuente
Ilustraciones de cubierta: Biblioteca Histórica Marqués de Valdecilla, Oronoz y Jesús Tablate Miquis
Ilustraciones de interior: Diego García-Bellido
Primera edición: marzo de 2002
ISBN: 84-8460-191-9
Depósito legal: M.8.476-2002
Compuesto en EFCA, S.A.
Impreso y encuadernado en Artes Gráficas Huertas, S.A.
Printed in Spain-Impreso en España
A nuestros profesores y a nuestros alumnos
La Tierra con razón adquirió el nombre
De Madre, por haber sido criados
Todos los seres por la misma Tierra.
Tito Lucrecio Caro, «De la naturaleza de las cosas».
«La Tierra posee la fuerza vital que es base del reino vegetal, que vigoriza el organismo humano mediando ciertas fórmulas o gestos mágicos y que asegura la conservación del ganado si se le ofrendan o sacrifican algunas reses.»
José Miguel de Barandiarán, «Mitología vasca».
AGRADECIMIENTOS
En la elaboración de este libro hemos tenido la fortuna de contar con las sugerencias y opiniones de un buen número de colegas, especialistas de distintos campos, que han enriquecido el texto y corregido inexactitudes. El capítulo «Un poco de física y química» ha sido revisado por Rosa González y Jesús Pérez-Gil, quien también ha corregido el capítulo «Los devoradores de luz». Carmen Roldán, Patricio Domínguez y Diego García-Bellido revisaron el capítulo «Los primeros de Nosotros» y Manuel Martín Loeches hizo lo propio con «El reloj de la reina Cristina». El capítulo «El origen de la vida» se ha visto muy beneficiado por las valiosas sugerencias y aportaciones de Juli G. Peretó y Federico Morán.
Nuestros compañeros Ana Gracia, Carlos Lorenzo y Nuria García hicieron una lectura crítica del manuscrito original y sus opiniones han mejorado sustancialmente el contenido de este libro. Carlos Lorenzo, además, ha colaborado en la realización de algunas de las figuras.
A María Victoria Romero y Pedro María Arsuaga les debemos el tiempo que nos han dedicado para proporcionarnos el imprescindible apoyo documental.
Mención aparte se merece el personal de la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense de Madrid, Marqués de Valdecilla, por su ayuda a la hora de localizar muchas de las ilustraciones que acompañan este texto.
Finalmente, también queremos expresar nuestro agradecimiento a Enrique Bernárdez y Ernest Yellowhair Toppah, director del Kiowa Tribal Museum, por haber recuperado unas palabras perdidas en el tiempo.
INTRODUCCIÓN
Este es un libro sobre la vida y fue concebido allí donde ésta muestra toda su grandeza: en un desierto. La palabra desierto evoca en nosotros el color amarillento de la arena de las dunas. Así, la Real Academia define desierto como «territorio arenoso o pedregoso que, por la falta casi total de lluvias, carece de vegetación o la tiene muy escasa». Pero desde el punto de vista de un biólogo sólo la ausencia o escasez de vegetación define realmente a un desierto. Porque allí donde las plantas no crecen los animales no medran. Y para un biólogo ésa es la esencia de un desierto: la ausencia o escasez de vida.
Desde esta perspectiva, hay más desiertos además de los desiertos amarillos. No sólo la falta de lluvias, o la naturaleza arenosa o pedregosa del suelo, pueden limitar el crecimiento de las plantas. El desierto más extenso de nuestro planeta es de color azul. Se trata del mar abierto. A pesar del tópico de que el mar es un auténtico vergel, la despensa futura de la humanidad, el propio color de los océanos delata su auténtica naturaleza. El color de la vida es el verde, no el azul.
La gran mayoría de los seres vivos de nuestro planeta depende para subsistir de la capacidad de determinados organismos (básicamente las plantas y un conjunto heterogéneo de microorganismos que incluye a algas unicelulares, bacterias y cianobacterias) de convertir el agua y el dióxido de carbono en materia orgánica. Para ello utilizan la energía de la luz solar en un proceso conocido como fotosíntesis, cuya clave está en una molécula llamada clorofila (en realidad, hay varios tipos de clorofilas), que es de color verde. Si los océanos de nuestro planeta bulleran de vida su color debería ser verde, el verde de los organismos fotosintetizadores, el verde de la clorofila.
El color azul del mar es el de la ausencia de la vida, es otro color del desierto. Un desierto que no es pedregoso ni arenoso, y en el que la vegetación no está ausente por la escasez de las lluvias. Aparentemente, el mar es un lugar idóneo para el crecimiento vegetal: hay una ilimitada cantidad de agua, de dióxido de carbono y de luz solar. ¿Qué impide, entonces, el crecimiento de las plantas en el océano? La respuesta está en las sales minerales. Todos los agricultores, jardineros y propietarios de macetas del mundo saben que para que las plantas crezcan no es suficiente con que tengan luz y agua. Para que la tierra y el agua sean fértiles es necesario que contengan nitrógeno, fósforo y azufre, entre otras sales minerales. El uso de fertilizantes se justifica, precisamente, por la necesidad de reponer estos nutrientes químicos en los campos de labranza o en los jardines. Sin ellos, los vegetales no pueden sintetizar la mayor parte de las sustancias que necesitan para vivir.
La vida de los organismos fotosintéticos está confinada a una estrecha capa en la superficie oceánica. La luz solar se extingue con rapidez al atravesar el agua y a una profundidad de alrededor de cien metros impera la oscuridad, donde la fotosíntesis no es posible. Al mar llegan anualmente miles de toneladas de sales minerales, acarreadas por los ríos, que las arrancan de las rocas de los continentes. Parte de ellas quedan disueltas en el agua marina, confiriéndole su peculiar sabor salado, pero lo cierto es que la mayoría se deposita en el barro que cubre los profundos fondos oceánicos, a miles de metros de la soleada superficie.
Con la cantidad de nutrientes que queda disuelta en el agua sólo pueden vivir unos pocos organismos en la zona iluminada, una tenue y dispersa película verde que no puede cubrir el color azul del océano, ni sustentar la vida animal. Por supuesto, hay lugares donde el mar es verde, donde los organismos fotosintetizadores proporcionan la base para una floreciente vida animal. En algunas regiones, existen corrientes submarinas ascendentes que arrastran hacia la superficie los nutrientes atrapados en el fondo. En otras partes, son los ríos los que inundan sus desembocaduras de sales minerales. En todos estos lugares el mar es verde y bulle de vida animal, pero estos oasis representan sólo una pequeña fracción del total de la superficie oceánica. Es precisamente en estos parajes donde se concentran las actividades pesqueras del ser humano. Fuera de ellos, en la mayor parte del mar, no es posible pescar por la sencilla razón de que no hay peces. Se trata del mayor desierto del planeta: el desierto azul.