A nuestros profesores y a nuestros alumnos
En todas las religiones existe una divinidad creadora que dio origen al Universo. Para los antiguos vascos esta divinidad era Amalur, la madre tierra, que creó el sol, las estrellas y la infinidad de seres vivos que pueblan nuestro planeta. Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez nos descubren en este libro, cómo actuó Amalur, es decir, cómo surgió la vida sobre la tierra y cómo fue evolucionando hasta que el mundo quedó tal y como lo conocemos ahora.
Con Amalur los autores han conseguido convertir la biología en una historia fascinante, cuyo relato podrá atrapar a todos los lectores, incluidos quienes siempre han «temido» los términos «física» y «química», y los hará partícipes de la más extraordinaria de las aventuras.
Ignacio Martínez & Juan Luis Arsuaga
Amalur
Del átomo a la mente
ePub r1.1
AlNoah12.02.14
Ignacio Martínez & Juan Luis Arsuaga, 2002
Ilustraciones: Diego García‑Bellido
Diseño de portada: Editorial
Editor digital: AlNoah
Escaneo de ilustraciones: Blok
ePub base r1.0
Notas
C APÍTULO I
La carta de Dios
Un mundo en orden
El camino de regreso desde la Sima de los Huesos finaliza en una pronunciada pendiente formada por un cono de bloques. En todo lo alto del talud el suelo casi alcanza a tocar el techo. Si así hubiera llegado a suceder la Cueva Mayor y todas sus galerías no habrían sido descubiertas.
Es frecuente que los aportes de materiales cieguen las entradas de las cuevas y las incomuniquen del resto del sistema kárstico. Los yacimientos que se están excavando en la Trinchera del Ferrocarril de Atapuerca son de ese tipo: bocas de cueva colmatadas por muchas toneladas de sedimento. Una de ellas es la famosa Gran Dolina, con fósiles humanos de hace 800.000 años, los primeros pobladores conocidos de Europa; otra de las cuevas (llamada Sima del Elefante), la que tiene fósiles más antiguos de animales (de hace más de un millón de años), fue una de las entradas, hoy cegada, al sistema de cavidades de la Cueva Mayor.
Una vez que se supera el estrangulamiento se sale a una gran sala, conocida como el Portalón. El Portalón está situado, a su vez, al pie de una gran fisura o grieta de la ladera de la montaña, que pasa desapercibida hasta que se está literalmente encima. Por eso es un lugar ideal para refugiarse, fresco cuando el calor es insoportable fuera, y cálido en los meses más fríos. Se tiene constancia de que la gente del Neolítico y la de la Edad del Bronce habitó el lugar y es posible que también se ocupara en el Paleolítico. Las excavaciones en curso lo dirán algún día. Del Portalón parte otro largo conducto, llamado la Galería del Sílex, que fue utilizado con fines funerarios por los hombres neolíticos y de la Edad del Bronce.
Para salir a la ladera se sube por una empinada pero corta rampa encajada entre paredes, que no deja extenderse a la vista hasta que se llega arriba del todo. El camino desde la Sima de los Huesos es largo y fatigoso (en total se supera un desnivel de 60 metros) pero el paisaje que se ofrece a nuestra vista después de tanta oscuridad es deslumbrador.
En primer plano están las faldas de roca caliza de la Sierra de Atapuerca, cubiertas de un bosque de encinas y quejigos. En la primavera y en el verano estos últimos apenas se distinguen de las primeras; pero en el otoño y el invierno sus hojas se marchitan, a diferencia de las de las encinas, aunque no lleguen a perderlas del todo, y su perfil es inconfundible. Al fondo se divisa la vega del río Arlanzón, que está limitada por un cortado. Hay allí numerosas huertas. El curso del río se adivina por la orla de chopos y de fresnos que lo recorre. Entre el río y las calizas se extienden los campos de cereal, las rubias cebadas y los dorados trigos. El suelo es blando y está cubierto por depósitos de guijos escalonados. Aquí y allá se ven manchas de robles melojos (o rebollos), que un día ocuparon todo el terreno hoy labrado.
Mirando en la dirección del río, hacia el sur, se ven los coches que pasan por la carretera, atravesando el pueblo de Ibeas de Juarros, y, muy a lo lejos, se divisan dos grandes colinas, al pie de las cuales está Covarrubias. Al oeste se extiende la gran llanura castellana, y a lo largo del río Arlanzón se estira la ciudad de Burgos; se distinguen bien, en los días claros, las agujas de su catedral. Pero el paisaje está dominado por las altas cumbres de la Sierra de la Demanda, al este, con el pico de San Millán destacando por encima de los demás. En la última glaciación, la Sierra de la Demanda albergó pequeños glaciares en sus recuencos.
El paisaje que contemplaban los agricultores y ganaderos neolíticos y de la Edad del Bronce no debía ser muy diferente del actual, aunque sin duda el melojar se extendía mucho más; nosotros mismos lo hemos visto retroceder en los últimos años. Las gentes del Neolítico fueron, no obstante, las primeras que abrieron claros en el bosque para apacentar sus ganados y cultivar sus granos. El hacha, el fuego y los dientes de las bestias domésticas fueron sus aliados. Tampoco existían entonces las grandes concentraciones urbanas, ni, claro está, los automóviles.
Los hombres del Pleistoceno medio que hace 350.000 años se asomaban al exterior de la Cueva Mayor veían sin embargo correr el agua mucho más cerca; a lo largo de los milenios el río ha ido excavando su cauce en los terrenos blandos y alejándose de las duras calizas de la Sierra. En sus diversas fases de encajamiento el Arlanzón depositó las llanuras de cantos que hoy están convertidas en campos de cultivo. Por otro lado, en los tiempos paleolíticos el impacto del hombre en los ecosistemas era incomparablemente menor.
En el suave crepúsculo de un día de finales de julio, un viento manso mueve las mieses y el paisaje produce una grata sensación de armonía y placidez.
Esa impresión de estar ante un cuadro, perfecto, acabado, es la que expresan los versos de todos los poetas que han cantado la serena belleza de la naturaleza. Cada cosa parece estar en su sitio, cumplir un destino. Nos invade la paz que proporciona el orden.
Y esa idea, la de que la naturaleza está ordenada, se ha empleado como una prueba de la existencia de un Gran Arquitecto del Cosmos. La propia palabra cosmos significa orden en griego. El estudio del cosmos, concebido como un todo ordenado, cuyo funcionamiento y naturaleza podían comprenderse mediante la razón, fue el interés del que surgió la filosofía griega; averiguar cuál era el origen —arjé— del mundo fue el primer interrogante que se plantearon los filósofos.
La belleza plástica de la naturaleza impresiona con fuerza al hombre sensible, pero de todos modos no deja de ser una emoción subjetiva, que sólo existe mientras haya alguien con sensibilidad para percibirla. La belleza necesita de un espectador para existir, y parece que nuestra especie ha desarrollado un sentido del que carecen los demás animales: el sentido del «buen gusto», que nos proporciona los placeres estéticos.
En cambio el orden es una realidad objetiva, independiente del espectador, y por lo tanto impresiona la mente de los pensadores inquietos, de los filósofos, los amantes de la verdad. El amor a la verdad, junto con el amor a la belleza, son las dos cualidades que distinguen, por encima de todas las demás, al ser humano.