Roberto Calasso - La ruina de Kasch
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- Libro:La ruina de Kasch
- Autor:
- Editor:Anagrama
- Genre:
- Año:2006
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La ruina de Kasch: resumen, descripción y anotación
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ROBERTO CALASSO
ANAGRAMA
COMPACTOS
Título de la edición original:
La rovina di Kasch
Edición en formato digital: junio de 2022
© imagen de cubierta, Acuarela de Vivant Denon
© de la traducción, Joaquín Jordá, 2000
© Adelphi Edizioni S.p.A., 1983
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2000
Pau Claris 172, Principal 2ª
08037 Barcelona
ISBN: 978-84-339-4494-8
Composición digital: www.acatia.es
anagrama@anagrama-ed.es
www.anagrama-ed.es
En su origen las montañas tenían grandes alas. Volaban por el cielo y se posaban en la tierra, a su capricho. Entonces la tierra temblaba y vacilaba. Indra cortó las alas a las montañas. Fijó las montañas a la tierra para estabilizarla. Las alas se convirtieron en nubes. A partir de entonces las nubes se recogen en torno a las cimas.
TALLEYRAND: Hablo en el umbral de este libro porque he sido el último que ha conocido las ceremonias. Hablo asimismo, como siempre, para engañar. Ni a mí ni a ningún otro está dedicado este libro. Este libro está dedicado al dedicar.
«Es un hombre difícil de seguir en los meandros de su vida política, M. de Talleyrand», dijo la duquesa d’Abrantès abriendo las puertas del Salon de M. de Talleyrand. A la entrada, los fragantes estucos del Ancien Régime. A la salida, el tinelo burgués. En el centro, las fieras hipnóticas del Imperio nos miran fijamente desde los brazos de los sillones. Y, en habitaciones laterales, saludamos a la guillotina y a los bosques americanos. Al fondo, un Congreso tropieza en las figuras de sus danzas. De todos los rincones saltan hacia los invitados los Mots del Príncipe. Un delicado tam-tam, instrumento que por primera vez se había escuchado en los funerales de Mirabeau, los transmite por los meandros, billets doux a lo largo del camino. Muchas voces diferentes los narran, casi nunca la del propio Príncipe, tan perezoso para escribir. Confiaba algunas terribles verdades al instante de una respuesta, las arrojaba al rumor de la conversación, corriendo cada vez el peligro de que no fueran recogidas. Pero Talleyrand, revenu de tout antes incluso de emprender el viaje, en una cosa por lo menos mantuvo siempre una magnánima confianza: en la sociedad como salón resonante, donde siempre se oculta por lo menos un oído que capta. Así, esos Mots, envueltos en vendas balsámicas, atravesaron los años como si fueran infolio. Ciertos aristócratas, de viejos, tienden a parecerse a sus criados. El Gran Chambelán se convertirá aquí, poco a poco, en simple maestro de ceremonias, custodio de una casa de espectros, guía turístico. Los meandros de su vida y de su salón se prestarán a servir de marco a una impía representación que desde entonces siempre se repite, aunque con mudables secuencias, en lugar del mito que la sociedad se había olvidado de repetir.
En los salones que envolvían blandamente, dulcemente por una última vez, el Congreso de Viena, en las conversaciones entabladas en el hueco de una ventana, transcritas de inmediato por las policías secretas, no se trataba únicamente de intrigas galantes y de lo que luego los libros de historia denominarían el nuevo equilibrio de Europa. Se planteaba una cuestión, antes y después que ninguna otra: transformar definitivamente el ṛta, esa articulación entre cielo y tierra que hace posible la vida y le confiere un orden. Todo había comenzado el día en que los dioses, cansados tal vez de la sólida y opaca angustia de la mezcolanza primordial, «desearon: “¿Qué hacer para que estos mundos nuestros se separen un poco? ¿Cómo tener más espacio?” Y entonces respiraron en esos mundos pronunciando las tres sílabas “vi-ta-ye”, y los mundos se alejaron entre sí y hubo más espacio para los dioses». Y, más adelante, para los hombres. Estaba claro que ya no era el momento de tratarlo, y a decir verdad nadie lo recordaba exactamente, pero seguía urgiendo resolver un problema de familia que se remontaba exactamente al ṛta: legitimar como su heredera a la legitimidad. También se experimentaba cierta aprensión a hablar de leyes. La verdadera palabra del momento era otra: legitimidad, y el único que podía recogerla era Talleyrand, el hombre que siempre había mantenido relaciones de cortés distancia con la ley. El paso era enorme, por ello se le debía advertir lo mínimo posible. Andaba sumergido en bailes y en fatigosas querellas dinásticas, cuando no domésticas. Legitimidad era el último nombre tranquilizador, un pícnic entre las herbosas ruinas. Pero detrás de la legitimidad se ocultaba otro nombre, otro reino: el reino de la convención, que finalmente alcanzaba el poder absoluto. Hasta entonces había sido la eterna rama menor de la psique, su potencia había crecido constantemente, pero en una sombra innombrable, porque le faltaba precisamente la legitimidad. Para tenerla, habría de vaciarla y vestir sus ropajes. Ahora se trataba de reconocerla de hecho, dándole al hecho el imperio. Evidentemente se había llegado a ello por necesidad política. Con la campaña de Rusia, Napoleón había evocado el fantasma de la guerra ilimitada, atraída por la tierra que ya por sí misma representa lo ilimitado, lo incontrolable, la irrecuperable mezcolanza, la salida-de-sí de Europa, lejos de la civilisation y de su douceur. Ese mismo ilimitado ya estaba a punto de manifestarse en el interior de Europa; con eufemismo diplomático le llamarían «la cuestión social». Así que había llegado el momento de ceder el poder a la única fuerza que prometía pactar de igual a igual con lo ilimitado, cuando no dominarlo (pero ya entonces eran pocos los convencidos de ello): la Convención en tanto que Legitimidad. El tiempo ya se encargaría de esclarecer, de blanquear los huesos de los significados. En la jungla entre Tailandia y Camboya vagaba Pol Pot con los suyos. Para la mayor parte del mundo que le rodeaba él seguía siendo la única legítima autoridad de su país. Los templos derribados por su majestad se extendían en las vastas y numerosas fosas comunes, profundamente excavadas en la tierra. La estratificación de esos muertos resume nuestras Fases Canónicas: en el estrato más bajo los cadáveres muestran jirones de ropas variopintas, son fieles de Lon Nol (el Ancien Régime); luego siguen, de abajo arriba, los bonzos budistas (los sacerdotes refractarios); después unos cuantos paisanos genéricos (la policía de la Salud Pública dirigida contra cualquiera); finalmente, los harapos oscuros de los propios khmer rojos (los verdaderos jacobinos, los verdaderos bolcheviques, conspiradores y renegados). Los sepultureros amontonaban pilas de cráneos de la misma forma en que desde los tiempos remotos los campesinos camboyanos solían amontonar su cosecha anual de piñas americanas. Ante las fosas comunes la historia vuelve a ser historia natural.
DUQUESA D’ABRANTÈS: ¿Cuándo comenzamos todos a enmascararnos? Dejadme recordar…, sí, era cuando todavía no me dejaban presentarme en sociedad, y mis primos de dientes afilados me visitaban para contármelo todo… Eran los años imprudentes del Directorio, cuando las togas púrpuras embaladas en Inglaterra fueron requisadas en la aduana…, cuando Bonaparte fue recibido en el Luxembourg por los cinco Directores empenachados, con los mantos colmados de arabescos, corte medieval -sí, porque todavía no habían optado por la Virtud romana-, lívidos de ansia ante el General que el sublime Ossian mantenía colgado a dos pulgadas del suelo…, dijo nuestro querido amigo, nuestro, y de todos, perenne traidor, Talleyrand, el único que ha sabido traicionarlo todo, menos el estilo…, y no evidentemente por delicadeza, sino porque es el cetro de oro al que se regala, al final, un vasto reino de este mundo, y de algún otro… Como un campamento de nómadas atontados, entre piezas de tela robadas a ignorantes viajeros, así era el París de entonces… Todos soñaban con la Corte, pero ya comenzaban a perder el recuerdo de los gestos justos…, representaban el pueblo, pero no basta… aunque siempre representantes, un poco como esos que estaban a punto de invadir las diligencias en la provincia… con sus nuevas listas…
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