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Introducción
En los años sesenta del siglo XX , Milton Friedman, premio Nobel de Economía, asesoraba al gobierno de un país asiático en vías de desarrollo. Lo llevaron a visitar una obra pública de gran magnitud y se sorprendió al ver que había una gran cantidad de trabajadores con palas y muy pocas excavadoras, tractores u otra maquinaria pesada para mover tierras. Cuando Friedman preguntó por la ausencia de maquinaria, el representante del gobierno a cargo de la obra le explicó que el proyecto se había concebido como un programa para generar empleo. La mordaz respuesta de Friedman se ha hecho famosa: «¿Y por qué no dan cucharas a los obreros en lugar de palas?».
El comentario de Friedman refleja el escepticismo de los economistas, y en ocasiones su desdén, ante el temor de que los robots destruyan los puestos de trabajo y creen un desempleo masivo a largo plazo. Históricamente, este escepticismo parece estar justificado. En Estados Unidos, y sobre todo durante el siglo XX , es indudable que el avance tecnológico siempre ha dado lugar a una sociedad más próspera.
Sin duda ha habido saltos (y grandes alteraciones) a lo largo del camino. La mecanización de la agricultura provocó el desempleo de millones de personas que tuvieron que emigrar a las ciudades industrializadas en busca de trabajo fabril. Más adelante, la automatización y la globalización hicieron que los trabajadores abandonaran el sector de la manufactura y buscaran nuevas alternativas laborales en el sector de servicios. Uno de los problemas más frecuentes en estas transiciones era el desempleo a corto plazo, aunque nunca fue sistémico ni permanente. Se creaban nuevos empleos y los trabajadores en paro siempre encontraban nuevas oportunidades; es más, esos trabajos nuevos solían ser mejores, exigían más capacitación y estaban mejor pagados. En ninguna época esto fue más cierto que en las dos décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Esta «edad de oro» de la economía estadounidense estaba caracterizada por una simbiosis al parecer perfecta entre los rápidos avances tecnológicos y el bienestar de los trabajadores estadounidenses. A medida que la maquinaria fabril mejoraba, los trabajadores aumentaban su productividad en la misma medida, y eso les permitía exigir mejores salarios. Este crecimiento de la productividad en el periodo de posguerra se tradujo en un incremento de los salarios de los trabajadores, que al ver aumentados sus ingresos demandaban más y más productos y servicios que ellos mismos producían.
Mientras ese círculo virtuoso funcionaba e impulsaba el desarrollo de la economía estadounidense, los economistas también gozaban de su propia «edad de oro». Durante ese periodo, figuras muy destacadas como Paul Samuelson se esforzaron en convertir la economía en una ciencia con una sólida base matemática. Poco a poco, la economía empezó a estar dominada por sofisticadas técnicas cuantitativas y estadísticas, y los economistas empezaron a formular los complejos modelos matemáticos que constituyen los fundamentos teóricos de esta disciplina. Cuando los economistas de posguerra hacían su trabajo, la próspera economía que se desarrollaba a su alrededor les parecía natural, y daban por supuesto que el crecimiento económico sería constante y no tendría fin.
En el libro que Jared Diamond publicó en 2005 con el título Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, el autor narra la fatídica historia de la agricultura en Australia. En el siglo XIX , cuando los europeos colonizaron aquellas latitudes, se encontraron con tierras muy fértiles y exuberantes. Como los economistas estadounidenses de la década de 1950, los colonizadores australianos dieron por sentado que lo que tenían ante ellos era «normal» y que aquella situación continuaría indefinidamente. Decidieron asentarse y construir granjas y ranchos en aquellas tierras al parecer tan fértiles.
Pero después de una o dos décadas, los colonos se enfrentaron a la cruda realidad. Descubrieron que el clima era mucho más árido de lo que suponían, y que habían tenido la «fortuna» (o el «infortunio») de haber llegado durante un periodo climático extraordinario, el momento preciso para que la agricultura prosperara. Hoy en día, el paisaje australiano abunda en vestigios de ranchos y granjas que tuvieron que ser abandonados en mitad del desierto y que, en su momento, fueron el sueño y la pesadilla de numerosas familias.
Hay argumentos de sobra para creer que el periodo de bonanza económica en Estados Unidos también ha llegado a su fin. Aquella relación simbiótica entre crecimiento productivo e incremento salarial empezó a difuminarse en la década de los setenta, y en 2013 un trabajador percibía alrededor de un 13% menos que en 1973 (ajustando la inflación), aunque la productividad hubiera subido un 107% y los costes de vivienda, educación y seguridad social se dispararan.
El 2 de enero de 2010, The Washington Post publicó que durante la primera década del siglo XXI no se crearon empleos, La llamada década perdida, que va de 2001 a 2010, es especialmente sorprendente si se tiene en cuenta que la economía estadounidense necesitaba generar cerca de un millón de empleos anuales solo para seguir el ritmo de crecimiento de la población activa; dicho de otro modo: en los primeros diez años del siglo XXI dejaron de crearse más de 10 millones de empleos.
La desigualdad salarial ha ido en aumento con cifras que no se veían desde 1929, y ha quedado claro que el dinero que ganaban los trabajadores en los años cincuenta del siglo XX gracias al aumento de la productividad, hoy se lo quedan los propietarios y los inversores de las empresas. La proporción del PIB que perciben los trabajadores, en relación con la que percibe el capital, ha caído en picado hasta nuestros días. La «edad de oro» ha llegado a su fin y la economía estadounidense está entrando en una nueva era.
Es una era que estará definida por un cambio fundamental en las relaciones entre los trabajadores y las máquinas. Este cambio acabará poniendo en duda uno de nuestros supuestos más básicos sobre la tecnología: que las máquinas son herramientas que aumentan la productividad de los trabajadores. Sin embargo, las máquinas mismas se están convirtiendo en trabajadores, y la línea que separa el trabajo del capital se está difuminando como nunca antes.
Naturalmente, este progreso es consecuencia de la incesante aceleración de la tecnología informática. Aunque la mayoría de las personas están familiarizadas con la Ley de Moore —según la cual la potencia de los ordenadores se duplica cada dos años— no todas han entendido plenamente las consecuencias de este extraordinario progreso exponencial.