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Samuel Sánchez - Cronicas de Pelair

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Samuel Sánchez Cronicas de Pelair

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CRÓNICAS DE PELAIR

SAMUEL GARRIDO SÁNCHEZ

Copyright © 2015 Samuel Garrido Sánchez.

Diseño de portada: Samuel Garrido Sánchez.

Ilustración de portada: Mónica Torres Guevara.

All rights reserved.

DEDICATORIA

A Dios, a mis padres y a mis hijos.

PRÓLOGO Ocho gemas El mal por sí solo no existe Necesita de un bien - photo 1

PRÓLOGO

Ocho gemas.

“El mal por sí solo no existe. Necesita de un bien débil para poder actuar. El bien reforzado por el bien, derrota al mal”.

En tiempos muy antiguos, cuatro clanes dominaban a todas las tribus que habitaban el territorio de Pelair. Su poder emanaba de una extraña reliquia conformada por un callado en el que se enrollaba una serpiente de oro. El áspid sostenía con su boca abierta a una gran estrella de cuatro puntas. A cada lado de la estrella, se hallaban incrustados cuatro topacios que podían ser retirarlos del artilugio y permi- tían a sus portadores hablarse los unos con los otros a distancia. Estos topacios eran usados por los Señores de cada uno de los cuatro clanes para comunicarse entre sí y de esta manera mantener su hegemonía. El centro de la estrella estaba conformado por una gema compuesta por dos medias lunas de cuarzo blanco que encajaban perfectamente la una con el otra para formar un círculo, con una abertura en su centro en forma de circunferencia en donde encajaban a su vez un par de ópalos negros también con forma de media luna para crear un circulo negro en su interior. Los ópalos negros tenían la capacidad de propiciar la maldad, mientras que los cuarzos blancos que les rodeaban y enmarcaban, interferían con ese poder. Siempre y cuando aquellas cuatro piedras permanecieran juntas, existiría un equilibrio entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal. Al faltar uno de los cuarzos, cualquiera de los ópalos podía ser usado para generar temor y actos malévolos. Ambos ópalos juntos en ausencia de los cuarzos, le conferían a su poseedor la capacidad de dominar las mentes de los demás a través del terror.

La posesión de esta reliquia propició una cruenta y desbastadora guerra entre los cuatro primitivos clanes de Pelair, trayendo desgracias e infortunio a todas las tribus y habitantes del territorio.

Para poner fin al conflicto, un pequeño grupo de desertores perteneciente a cada uno de los cuatro clanes, se reunió en un cónclave secreto para planificar la desaparición de las piedras. Alcanzaron a apoderarse de los cuatro topacios y de uno de los cuarzos blancos y de un ópalo negro, logrando huir con las piedras en distintas direcciones. Se presume que algunos emigraron por separado a los remotos territorios de Antair, muy al norte a través del mar de Abisinia.

El restante cuarzo y el otro ópalo negro quedaron para conformar entre ambos, una gema en forma de media luna, que le fue confiada a una cofradía de sacerdotisas para su custodia, y ofrecido a la Madre Tierra en su advocación de la Diosa Noor, en agradecimiento por el restablecimiento de la paz. Del cayado dorado, nunca más se volvió a saber.

PRIMERA PARTE

1.- ALVAR.

La suave brisa veraniega mecía el sembradío de trigo, ejecutando una maravillosa danza en la que cada espiga bailaba en completa y armoniosa sincronía, moviéndose al vaivén de la silenciosa sinfonía orquestada por el viento del noroeste, en su trayectoria desde las altas montañas en camino a su encuentro con el mar. Ambos, montaña y mar eran los componentes lejanos del cuarteto que junto con las grandes planicies y el desierto, conformaban la geografía de este vasto territorio. Las planicies, hacía tiempo que habían sido conquistadas por el hombre, sustituyendo las gramíneas autóctonas por productivos sembradíos de granos y cereales, con los que sustentaba su crecimiento y dominio sobre la tierra. La Madre Tierra era bondadosa, y se prodigaba en un derroche de abundancia, suficiente para permitir que todas sus criaturas tuviesen lo suficiente para prosperar, crecer y reproducirse, y pudiesen prepararse para soportar las inclemencias y penalidades que el Padre Sol les haría sufrir durante los duros meses del invierno.

El joven campesino, se deleitaba en pasar horas y horas, elucubrando a cerca de estos y otros pensamientos, mientras veía pacer al rebaño de ovejas que tenía a su cargo. Para ser campesino, era un chico bien instruido, pues cuando no estaba cuidando el ganado de su señor, ocupaba su tiempo ayudando a los monjes del cercano monasterio a organizar los innumerables libros que día a día se acumulaban en los estantes de las lúgubres habitaciones que componían la biblioteca de la orden. A cambio de esta ayuda, los monjes le habían enseñado a leer, con lo que el amplio mundo se abrió a sus ojos, a pesar de que nunca había pisado tierra, más allá de los linderos del feudo de su señor.

―¡Antón!, ―oyó el muchacho que alguien le llamaba―. Es tiempo de recoger el rebaño ―le gritó su hermano Finias desde lo alto de un pequeño promontorio que se alzaba en medio del sembradío.

El chico procedió a arriar las ovejas con la ayuda de Fico, su fiel perro pastor. Con un pequeño cayado heredado de su abuelo hecho con una rama de fresno, fue guiando a las ovejas descarriadas hasta que uniéndolas en un compacto grupo, logró disuadirlas para que se dirigieran por el camino que conducía hacia la pequeña villa en donde residía.

De pronto oyó a los lejos un rumor de trompetas y el trajinar de numerosos caballos que al galope se dirigían hacia donde él se encontraba. Prácticamente no tuvo tiempo de sacar a su ganado del camino, cuando el tropel de soldados ya se le había encimado. La tropa formaba parte de un violento grupo de soldados comandados por un temperamental hombre que sufría las consecuencias de su propia intemperancia de carácter que aunado a una innata maldad, lo convertían en el terror de los habitantes de aquellos parajes. Sus desmanes se acrecentaba cada vez que salía de campaña, y veía con envidia siembra tras siembra de cebada, centeno, trigo y una gran cantidad de hortalizas, que junto a los inmensos rebaños de ganado bovino, caprino, y muchos otros animales domésticos le hacían preguntarse acerca de la disparidad en el reparto de las tierras por parte de la providencia. De acuerdo a su criterio, esas hermosas comarcas deberían compartir sus riquezas con aquellas menos favorecidas como la suya, que en su mayor parte, era una gigantesca acumulación de montaña tras montaña, cubiertas casi de manera perenne por nieves perpetúas.

Alvar ansiaba desde hacía mucho tiempo, echarle mano a aquellas tierras y a sus riquezas. Les envidiaba su agradable y tolerable clima, la facilidad con la que podían ser trabajadas, pero por sobre todo, la perspectiva de usar esas riquezas para subyugar a las demás naciones. Soñaba con gobernar omnipotentemente por sobre todo Pelair. Su ambición era solamente sobrepasada por su crueldad y su despotismo.

La violenta horda se abalanzó sobre el pacífico poblado, tomando por sorpresa a sus habitantes.

Muy pronto, la mayor parte del villorrio se hallaba en llamas, gracias a las teas que el regimiento de salvajes soldados, lanzaban sobre los techos de las humildes viviendas. Los sorprendidos habitantes corrían despavoridos, sin tener mayor oportunidad de escapar, pues los atacantes, montados en sus caballos derriban con sus poderosos mazos con violencia a cuanto aldeano se les atravesara en su camino. Las puertas de las casas eran apenas débiles mamparos ante la arremetida de los poderosos corceles, que se abrían paso a su interior, para sacar de ellas, a quien quiera que se encontrara adentro, sin importar si eran hombres, ancianos, mujeres o niños.

Grisela se hallaba zurciendo una capucha que su pequeño había roto en una de sus innumerables correrías con los otros chiquillos de la aldea, cuando oyó los alaridos y gritos de sus vecinos. Con inusitada rapidez, y temiendo lo peor, abrió una pequeña puerta de madera ubicada en el suelo, que servía como entrada a un entramado de escaleras que daba a un pequeño sótano que se encontraba debajo de la habitación, donde guardaba las provisiones de invierno, y conminó a su hijo y a un extraño y pequeño ser que le acompañaba para que se escondieran. Apenas había logrado ocultarlos, cuando la puerta que daba al exterior de la humilde vivienda se abrió de manera estrepitosa debido a un violento golpe que recibiera. Un par de impetuosos soldados acompañados de un feroz perro entraron en la casucha. La vivienda no era más que una débil construcción de paredes de barro y techos de paja, como todas las demás que componían aquella pequeña villa. Su mobiliario era más bien escaso y simple. Consistía apenas de un par de camastros, una mesa de madera y una desvencijada alacena para guardar la escasa comida. Un fuego recién encendido tomaba fuerza en la chimenea, que al no haber sido atendido apropiadamente, comenzaba a humear e invadir de humo la única habitación de aquella humilde casa.

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