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Vicent Rubert - EL REPARTIDOR (Crónicas Urbanas nº 1) (Spanish Edition)

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Vicent Rubert EL REPARTIDOR (Crónicas Urbanas nº 1) (Spanish Edition)
  • Libro:
    EL REPARTIDOR (Crónicas Urbanas nº 1) (Spanish Edition)
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    2015
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EL REPARTIDOR (Crónicas Urbanas nº 1) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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MANUEL VICENT RUBERT

EL REPARTIDOR

© Manuel Vicent Rubert, 2015

© De la portada: Manuel Vicent Rubert

© De la edición: autoedición realizada íntegramente por el autor.

Contacto: vicent_manuel@yahoo.es

Sitio web: http://manuelvicentrubert.blogspot.com.es

Este libro no podrá ser reproducido por ningún medio, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del autor.

Todos los derechos reservados.

Obra inscrita en el registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative, con el nº identificador: 1 407311 614985

El que parte y reparte, se queda con la mejor parte.

(Refrán popular)

Mi turno empieza a las 7:00 de la mañana. Aún es de noche, la estación está desierta. El primer tren no llega hasta dentro de veinte minutos. El tío de la furgoneta me ha dejado los fardos tirados en el suelo, algunos han caído sobre un charco. Cada mañana le doy cinco periódicos al mendigo que duerme en la esquina, junto a la parada de taxis. Ese hombre no sabe leer, en realidad los usa para resguardarse del frío. Y sinceramente, creo que es el mejor uso que puede hacerse de esta mierda de periódicos.

La coordinadora del reparto, que es mi jefa, me echaría la bronca si se enterase que le doy cinco periódicos a ese pobre muerto de hambre.

—Prohibido dar más de dos periódicos por persona. Son las reglas del reparto ¿entendido?

Hoy no creo que venga a verme la coordinadora. Hace mucho frío, y la estación de Renfe le pilla demasiado lejos del centro. Aunque un par de veces a la semana viene y me espía oculta detrás de la esquina. Me tiene calado. Hace tiempo que intenta cazarme infraganti en el contenedor de papel, tirando toda esta basura de periódicos gratuitos que solo leen cuatro abuelos. El tema ya viene de lejos. Una vez me pilló echando al contenedor unos periódicos que se habían mojado. Me montó un pitote bárbaro, pero le dije lo guapa que estaba y conservé mi puesto. En este país la picardía firma más contratos que la inteligencia.

Las nubes cubren la luna, hay niebla en la avenida y hace un frío de mil demonios. La estación a estas horas es un lugar oscuro, sórdido, nada recomendable. Aquí se dan cita yonquis, carteristas e inmigrantes engañados por alguna mafia local. Ninguno de ellos tiene nada que hacer, ni ningún tren que tomar. Simplemente pululan intranquilos por los alrededores, me miran de reojo, escupen en el suelo, hablan a gritos y traman cosas entre ellos.

Amontono los ocho fardos dentro del carro. En total son ochocientos periódicos que deben desaparecer en un máximo de tres horas. A veces no llegan a desaparecer, y ese día el reparto es malo y tengo problemas, y vuelvo a casa cagándome en Dios y tengo mal humor para el resto del día. No me hagáis caso, estaba bromeando. En realidad me la sopla lo que le ocurra al puto reparto.

Coloco el carro ante la entrada principal de la estación, me siento encima de él y me fumo un cigarro.

Al principio, cuando empecé a trabajar, podía repartir en el interior de la estación. Todo era más cómodo y pasaba menos frío. Hasta que el dueño del kiosco me vetó.

—Por tu culpa ya nadie me compra periódicos. Te voy a denunciar.

—Que te jodan.

No me extraña que nadie le compre periódicos. Solo un loco pagaría por leer El País , La Razón o cualquiera de esas mierdas. Los periódicos que reparto son una tocada de huevos, sí, pero al menos son gratuitos.

Ese día, el dueño del kiosco me echó encima a los perros de seguridad. Desde entonces soy persona non grata en el recinto de la estación, y dos bulldogs en forma de seguratas me vigilan y me mantienen a raya, pasando frío en la calle. Aunque, si os digo la verdad, yo sigo entrando en la estación cuando me sale de las narices.

—¡Que te he dicho que no entres! ¡¿Es que eres sordo?! —me grita uno de los bulldogs.

—Tengo que mear. No querrás que me mee en la puerta ¿no?

Las 7:20. Oigo el chirriar del tren en la vía 1. Ha llegado el primer cercanías con mi público. Me pongo de pie, tiro la colilla al suelo y cojo el primer fardo. Lo acomodo con suavidad sobre mi antebrazo. Ya estoy preparado para la batalla. Justo en ese momento, como cada día, aparece Toni para sacarme de quicio.

—Buenos días, Miguel. ¿Tienes un cigarrito?

Hace el gesto de llevarse dos dedos a la boca.

—No.

Toni es banquero. Bueno, en realidad, durante las últimas semanas ha sido banquero, cocinero, periodista, atleta, meteorólogo, futbolista y hasta torero. Lo que sí es seguro, os lo digo yo, es un colgado, un pesado, un brasas, un pobre loco que necesita contarle su vida de mentiras a cualquiera que le aguante.

—Vamos hombre, fúmate un cigarrito conmigo —insiste.

Cualquier capullo sabe repartir periódicos, pero la cosa tiene su técnica, y yo la he ido perfeccionando con el paso del tiempo. Veo las mismas caras todos los días a la misma hora, desde hace dos años: el macarra de los tatuajes, la niñata pelirroja, el chico repelente, el chulo cachitas, la rubia espectacular, el friki de la informática, los tres subnormales de magisterio que siempre van gritando, el Caradenada, el Cabezahuevo, el Amigo de los niños, el abuelo momia, la Maldita, el rumano vacilón, el pijo hostiable, el doble de Tomás Roncero…

Me los conozco de memoria, y esa es mi ventaja. Sé perfectamente quién me va a coger un periódico y quién no. Sé perfectamente a quién le tengo que dar un periódico y a quién no. Y yo tengo una regla sagrada: no ofrecerle un periódico a alguien que ya sabes de buena tinta que no te lo va a coger. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. Ni aunque te lo pida de rodillas. Por mucho que mi jefa se empeñe en que hay que ofrecérselo siempre a todo el mundo porque “son las reglas del reparto, ¿entendido?”.

Por ejemplo, mi primer día de trabajo le ofrecí un periódico a Nicolae, el rumano vacilón.

—¡ Sugi Pula ! —gritó.

Nicolae apartó el periódico de un manotazo y se alejó maldiciendo. Aquel día no entendí sus palabras, pero aquí en la estación también se aprenden idiomas.

Hoy Nicolae parece más calmado y, lo más importante, no me invita a comer de su entrepierna. Se detiene ante mí, me mira con su cara de perturbado y, por primera vez en dos años, extiende la mano para agarrar uno de mis periódicos sin que yo se lo haya ofrecido.

—Que te den —le digo.

Se queda parado delante de mí. El cabronazo es tan grande que provoca una montonera en la puerta. La gente se agolpa molesta por no poder salir de la estación.

La primera remesa está formada por unas doscientas personas que llegan a la capital ávidas de su periódico gratuito. Y la mayoría lo cogen, aunque luego no lo lean. Qué más da: es gratis, y viene la programación de la tele.

Escucho el grito de Nicolae y noto el empujón que me da. Me golpeo la cabeza contra el cristal de la puerta. Por suerte no me hago daño. Nicolae da media vuelta y se marcha mascullando palabrotas en su lengua materna.

Yo sigo repartiendo a destajo, hasta que la totalidad de los viajeros del tren ha salido de la estación. El último en salir es, como de costumbre, el barrigón de la bici. No sé si le pesa más la tripa o la bici que siempre arrastra. Se acerca sudando, jadeando, me coge el periódico, me da los buenos días y desaparece. Fin del primer asalto.

—Bravo, ya los tienes dominados —dice Toni, brindándome un leve aplauso.

—Sí, claro.

—¿Tienes un cigarrito?

Me fumo un cigarro con él mientras me cuenta no sé qué pollas de los dentistas. Dice que él fue dentista. No le escucho, todo son mentiras. Al final tira la colilla al suelo, se mete en la estación para coger un tren y me deja en paz de una vez. Un día le seguí, por curiosidad. Le vi bajar por las escaleras mecánicas hasta el andén y quedarse allí. Poco después llegó un cercanías y desapareció. Por un momento tuve la impresión de que se iba a tirar a la vía.

Amanece. Llegan los siguientes trenes: 7:35, 7:45, 7:58, 8:05, 8:14, 8:27, 8:35, 8:58, etc.

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