Ricardo Anaya - El pasado, presente y futuro de México

Las elecciones son lecciones. Hoy puedo decirlo con serenidad. Perder una elección es un trago amargo, pero las derrotas pueden ser grandes maestras, si tenemos la humildad para aprender de ellas.

El resultado electoral de 2018 fue para mí una gran oportunidad para madurar y para poner a prueba mi carácter; al final, la vida es eso: caer y levantarse. Y cuando se curan las heridas, uno entiende que vale más una cicatriz, habiéndolo intentado, que tener la piel intacta y haberse quedado sentado. Sé que cometí muchos errores, pero también tengo la convicción de que le puse todo mi corazón y mi esfuerzo: deseaba con toda mi alma servir a México desde la Presidencia de la República. Hay tanto que se puede hacer.

Pasada la elección, viajé con regularidad a Nueva York para dar clases en la Universidad de Columbia, y el resto del tiempo estuve en México, con mi familia, dedicado a estudiar y a escribir este libro.

Decidí tomar distancia de la vida pública, porque creí que era correcto darle espacio a quien ganó la elección por un margen amplio. Creí correcto darle a López Obrador el espacio que se ganó en las urnas. Un espacio que él, por cierto, nunca les dio a quienes le ganaron las dos elecciones anteriores. Dejé pasar el tiempo que consideré suficiente para que las y los ciudadanos pudieran evaluar su trabajo y sus resultados.

Ya han pasado dos años de la elección, y la misma razón que me llevó a alejarme de la vida pública ahora me trae de regreso. Frente a los problemas profundos que se acumulan a gran velocidad, y ante la falta de soluciones eficaces, creo que ahora lo correcto es estar presente, señalar el desastre y, sobre todo, participar activamente para ayudar a remediarlo.

Quienes no votaron por López Obrador mayoritariamente han confirmado lo que ya pensaban: que ese no era el mejor camino para México; y cada vez más personas que le entregaron su voto de confianza ahora están profundamente desilusionadas.

Es difícil negar, con honestidad intelectual, que el balance del gobierno es negativo. En materia económica, aun antes de la pandemia, nuestra economía tuvo su peor desempeño en una década, se desplomó la inversión y el pronóstico ya era negativo. En materia de violencia, el número de homicidios es el más alto desde que existen registros confiables, hace más de 20 años. La voracidad por controlarlo todo ha trastocado severamente la división de poderes y ha llevado al desmantelamiento de órganos autónomos y reguladores. Bajo el argumento de que el presidente dice ser honesto, la corrupción se tolera en su círculo cercano y tres de cada cuatro contratos que celebra el gobierno no se licitan, se otorgan mediante adjudicación directa. Y los recortes presupuestales reflejan el profundo desprecio por la investigación, la cultura y el medio ambiente.

El presidente se ha empeñado en dividir al país, polarizando y fomentando el odio entre los mexicanos. Ha despreciado movimientos genuinos: calificó la Caminata por la Verdad, la Justicia y la Paz como un “show”, y también descalificó el movimiento contra la violencia que sufren las mujeres. Finalmente, frente a la peor crisis sanitaria y económica de nuestra generación, el manejo ha sido desastroso.

Las malas decisiones son difíciles de creer vistas en conjunto: tirar a la basura un aeropuerto, construir una refinería cuando la gasolina va de salida, hacer una contrarreforma educativa, cancelar inversiones ya ejecutadas mediante consultas amañadas, privilegiar las energías contaminantes frente a las limpias y renovables, entre muchas otras.

López Obrador tenía todo para promover una verdadera transformación modernizadora: legitimidad, respaldo popular, mayoría legislativa; sin embargo, ha caído víctima de su obsesión por el pasado.

Frente al desastre, ante la gravedad del momento, la pregunta recurrente en toda conversación sobre los problemas de México es “¿qué vamos a hacer?”. No importa dónde tengan lugar los diálogos: en la familia, en el trabajo, en las comunidades o en las aulas, la pregunta termina siendo esa. ¿Qué vamos a hacer?

Hay quienes piensan que se debe articular un movimiento igual de radical y polarizador que el de la autodenominada cuarta transformación, pero en sentido contrario, incluso al margen de la ley. No lo comparto. Además de ilegal, esa no es una vía eficaz para enmendar el camino y mejorar la vida de la gente.

La respuesta a la pregunta sobre qué vamos a hacer debe, necesariamente, estar dentro del marco legal y ser democrática.

La primera oportunidad para enderezar el rumbo serán las elecciones de 2021. Acrecentar la presencia de la oposición en la Cámara de Diputados es un asunto de justicia y también de necesidad. Es de justicia, porque está documentado que MORENA obtuvo la mayoría de los escaños a base de trampas (ver capítulo 10); Segundo, para evitar un desastre futuro de proporciones aún mayores al que ya estamos viviendo, particularmente en materia económica. Recordemos que los grandes disparates de los gobernantes populistas de nuestro pasado reciente, como José López Portillo y Luis Echeverría, no ocurrieron al inicio del sexenio, sino una vez que la terca realidad los había alcanzado: cuando la larga cadena de errores cobra factura es que vienen los dislates mayores. La Cámara es el dique de protección adecuado porque ahí se aprueba el presupuesto; y, a diferencia de las leyes en general, las reformas en materia de impuestos o endeudamiento solo pueden iniciar en la Cámara de Diputados. Se trata de un órgano de contención fundamental en materia económica.

Al año siguiente, en 2022, muy probablemente se pondrá a consideración de la ciudadanía la revocación del mandato del presidente, ya sea por iniciativa de la oposición o del propio gobierno que lo ha ofrecido. Ojalá no tengamos que llegar al extremo de votar para destituir a López Obrador. Desear que la crisis se agudice y que la calidad de vida de la gente siga empeorando para así poder remover al presidente sería mezquino y contrario al interés nacional. Aún tiene tiempo para rectificar y es deseable que lo haga. Finalmente, en 2024, como cada seis años, el reloj de la democracia volverá a marcar la hora de la elección presidencial.

Son esos procesos democráticos el camino para que las oposiciones recuperen terreno, se restablezcan los equilibrios y se corrija el rumbo del país. Pero para que eso ocurra no basta con criticar al gobierno en turno: más que oponer, el reto es proponer. Jesús Silva-Herzog Márquez lo ha planteado con claridad:

La incompetencia y la arrogancia del gobierno federal no otorgan pase automático a las oposiciones. Que el gobierno de López Obrador se haya convertido en una amenaza abierta a la salud pública, que sus políticas le aseguren al país una crisis económica profunda y larga […] no regala títulos de representatividad a quien lo cuestiona. Toda alternativa debe probarse en el debate público […] no basta levantar la voz y colocarse en el polo opuesto a la Presidencia […] La única manera de salir del maniqueísmo oficial, la única forma de plantear alternativa es construyendo plataformas políticas y de comunicación que tengan un argumento más allá del anti.