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Taylor Stevens - La Informacionista

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Taylor Stevens La Informacionista

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Luz

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Sinopsis


Vanessa Monroe comercia con la información de empresas, jefes de Estado, clientes privados y quien pueda pagar su insólito trabajo. Nacida en el centro de África, Munroe se formó con un traficante de armas, hasta que algo la obligó a huir y empezar una nueva vida sin mirar atrás. De repente, un magnate del petróleo la contrata para encontrar a su hija, que lleva cuatro años desaparecida en África.

TAYLOR STEVENS


La informacionista


Traducción de

Magdalena Teresa Palmer Molera


Ediciones B


Traductor: Palmer Molera, Magdalena Teresa ©2011, Stevens, Taylor ©2012, Ediciones B

Colección: La Trama ISBN: 9788466650182

Generado con: QualityEbook v0.63


A mis compañeros de infancia que sobrevivieron: vosotros sabéis quiénes sois


Prólogo


África occidental central Cuatro años antes
Aquí era donde moriría.

En el suelo, las palmas abiertas sobre la tierra, luchando contra la sed y la necesidad de beber de un charco enfangado. Tenía sangre en el cabello, en la ropa; le cubría la cara, por debajo del polvo y la mugre. No era su sangre. Y todavía notaba el sabor.

Lo encontrarían. Lo matarían. Lo cortarían en pedazos como habían hecho con Mel, quizá también con Emily. Se moría por saber si ella seguía con vida; tan sólo oía el sordo rumor de la selva, interrumpido por los golpes de machete en la vegetación.

Un poco de luz lograba penetrar el espeso dosel de la selva tropical, jugaba con las sombras. Los ecos que producía el sonido del acero que llegaba a sus oídos impedían señalar su procedencia.

Aunque escapase de sus perseguidores, no sobreviviría una noche en la selva. Tenía que avanzar, correr, continuar hacia el este hasta cruzar la frontera, aunque fuese incapaz de localizarla. Consiguió arrodillarse, después ponerse en pie, y miró alrededor, desorientado y confuso, en busca de una salida.

Los machetes se aproximaban, seguidos de gritos, algo más atrás. Echó a correr, los pulmones le ardían. Hacía ya mucho que había perdido el sentido del tiempo. En la menguante luz, las plantas de la selva se antojaban enormes y siniestras. ¿Era aquello una alucinación?

Otro grito, más cerca. Se le doblaron las piernas y cayó al suelo, maldiciendo el ruido que produjo. Se libró de la mochila; su vida valía mucho más.

La esperanza llegó con el grave rumor de los destartalados jeeps que hicieron vibrar el suelo. La carretera era un indicador de la ruta de escape, y ahora por fin la encontraría. Se agachó, miró entre el follaje —rogando a la providencia no cruzarse con ninguna serpiente— y corrió tras el sonido. Sin la mochila se desplazaba más rápido, cómo no se le había ocurrido antes.

Procedente de unos cien metros más atrás se oyó un coro de voces. Habían encontrado la mochila. «Lleva contigo, en tu cuerpo, lo que no puedas permitirte perder.» Era el sabio consejo de un primo que había pasado cierto tiempo en esa misma selva perdida. Él había comprado tiempo, minutos —quizá la vida— al desprenderse de ella.

Vio un resquicio de luz a unos veinte metros de distancia. Se dirigió instintivamente hacia allí. No era la carretera, sino una aldea, pequeña y silenciosa. Observó el desierto escenario en busca de lo único que deseaba por encima de todo, y lo encontró en un bidón oxidado de petróleo. Un surtido de insectos acuáticos habitaba en su superficie y las larvas de mosquito se desplazaban por el fondo como sirenas diminutas. Bebió con avidez, arriesgándose a contraer cualquier enfermedad que el bidón se dignara ofrecer; con suerte, se curaría.

Se aproximó un jeep; él retrocedió a las sombras y se ocultó en la espesura. Los soldados salieron del vehículo y se desplegaron entre las viviendas de barro cocido, destrozando puertas y ventanas antes de irse. Al verlos comprendió por qué la aldea estaba desierta.

Otros quince minutos hasta la oscuridad total. Bordeó la aldea por la pista que llevaba a la carretera, atento a cualquier sonido. Los jeeps se habían marchado y por el momento no oía a sus perseguidores. Salió al descubierto y oyó a Emily gritar su nombre. Estaba lejos, en la carretera; corría, tropezaba, los soldados estaban a punto de darle alcance. Entonces la golpearon, y se desmoronó como un títere al que le hubiesen cortado los hilos.

Se quedó paralizado, temblando, y en la oscuridad vio caer los machetes, resplandecientes a la luz de la luna. Quiso gritar, quiso matar para protegerla. En lugar de eso, se volvió hacia el este, en dirección al control fronterizo que estaba a menos de veinte metros de distancia, y echó a correr.



Ankara, Turquía
Vanessa Michael Munroe aspiró hondo, lentamente, concentrada por completo en la acera opuesta.

Había cronometrado el desfile de vehículos desde Balgat hasta los márgenes de la plaza Kilizay y ahora esperaba inmóvil, oculta en las sombras, mientras el grupo que constituía su objetivo se apeaba de los coches y avanzaba bajo un amplio hueco de escalera. Dos hombres. Cinco mujeres. Cuatro guardaespaldas. En pocos minutos más llegaría su objetivo.

Los edificios de cristal reflejaban las luces de neón en las calles aún pobladas por los peatones de última hora de la tarde. Los cuerpos pasaban por su lado, la rozaban, ajenos a su presencia o al modo en que escrutaba la oscuridad.

Comprobó la hora en su reloj de pulsera.

Un Mercedes se detuvo al otro lado de la calle. Ella se puso tensa cuando la figura solitaria salió por la portezuela trasera y se dirigió tranquilamente a la entrada; al perderlo de vista, lo siguió por el hueco de la escalera hasta el Anatolia, el más privado de todos los clubes privados, el no va más de Ankara, donde los ricos y los poderosos engordaban el engranaje de la democracia. En la puerta, Munroe mostró fugazmente la tarjeta de negocios que había conseguido tras dos semanas de sobornos y reuniones clandestinas.

En señal de reconocimiento, el portero asintió y dijo: —Señor.

Munroe respondió con una inclinación de la cabeza, deslizó unos cuantos billetes en la mano del portero y se adentró en el tumulto de humo y música. Avanzó entre la maraña de reservados, pasó por delante de la barra y su hilera de taburetes, enfiló el pasillo que llevaba a los aseos y, finalmente, abrió la puerta en la que una inscripción advertía: «Sólo personal.»

Dentro había poco más que un armario, y allí se desprendió del traje de Armani, los zapatos italianos y toda la parafernalia de la identidad masculina.

Era una pena que el contacto que había utilizado para acceder al local la conociera como hombre, cuando, especialmente esa noche, necesitaba ser una mujer al ciento por ciento. Se sacó del pecho la pieza de tela que haría las veces de vestido ceñido y se calzó unas finas sandalias de encaje que extrajo del forro de la americana. También sacó un pequeño bolso del bolsillo del traje y después, tras comprobar que el pasillo estaba desierto, entró en los aseos para finalizar la transformación maquillándose y peinándose.

De vuelta en la sala principal, los guardaespaldas de la comitiva destacaban como balizas, y ella se acercó con pasos largos y lánguidos. El tiempo pareció enlentecerse. Cuatro segundos. Cuatro segundos de contacto visual directo con el objetivo y un mínimo atisbo de sonrisa para después desviar la mirada y seguir andando.

Se situó al final de la barra, sola, con el rostro vuelto hacia otra parte. Pidió una copa y, jugando tímidamente con el medallón que le colgaba del cuello, esperó.

Un paso más y su trabajo habría concluido.

Había calculado diez minutos, pero la invitación para unirse al grupo llegó a los tres. El guardaespaldas que la transmitió la acompañó a la mesa y allí, tras una breve ronda de presentaciones, sonrisas evasivas y miradas furtivas, se metió en su papel de esa noche: buscar, captar, sonsacar, haciéndose pasar por tonta.

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