Jeremy Taylor - Enigmas de la historia
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- Libro:Enigmas de la historia
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1995
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Enigmas de la historia: resumen, descripción y anotación
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¿Por qué fue condenado?
La historia no se resigna a aceptar como causa de su muerte la fría y escueta acusación que emitió contra él el Tribunal del Pritaneo: «Sócrates delinque al no creer en los dioses en que cree la ciudad». Este cargo y además el de corromper a la juventud han dado lugar a una serie de mitos y de audaces cuestiones que rozan la calumnia unos y la ingenuidad otros. Sobre Sócrates todo es tan extraño, tan paradójico, tan fuera del uso corriente, que no se está de acuerdo ni siquiera acerca de cuál fue el veneno que tomó. Añádase a esto que el «padre de la Filosofía» no escribió jamás filosofía ninguna; no se posee de su mano una sola línea. No falta quien, desafiando la ira de los mismos filósofos, sustenta que la auténtica doctrina de Sócrates se desconoce. En estas cosas comenzamos, sin embargo, a encontrar una pista conjetural para reconstruir poco a poco la verdadera personalidad del individuo, un hombre que no escribe, y además pretende tener discípulos, es un huésped inquietante. No se condena a muerte, y con tanto apasionamiento como se hizo, a un vulgar emborronador de papel. Menester era que Sócrates fuese todo lo contrario. En el siglo pasado se pretendió ver en aquella condena un acto de intolerancia religiosa. Pero posteriormente se ha comprendido que el móvil de la sentencia fue político. Atenas había sufrido, después de su derrota total en 404, el gobierno de los «treinta» impuesto por Esparta. Sócrates no tenía ninguna culpa de ello; pero fue peor que si la tuviera, pues muchos de esos «treinta» colaboracionistas habían sido sus discípulos. La democracia, herida en lo más hondo de su amor propio, que no perdona, se sentía cada vez más dispuesta a acusar al maestro. Si éste hubiese sido además un hombre popular, un fanfarrón, un ricacho influyente, un demagogo o un bebedor abierto de genio, el pueblo le habría perdonado cualquier cosa, sólo por verle hecho a su imagen y semejanza. Si hubiese sido al menos un atleta del Estadio, un primer premio de los Juegos Olímpicos, un Apolo cuya profesión consistía en jadear y sudar para divertir a la multitud… Pero no era nada de eso. Algo de razón tienen los que dicen que Atenas condenó a Sócrates por el pecado de la fealdad; pues el ser feo implicaba también para él ser incomprendido.
Un elemento más viene a sumarse a las incógnitas. El concepto de «amor socrático», de que algunos autores franceses han abusado dándole un significado perverso, se ha identificado con las palabras textuales de la acusación, en el misterioso proceso del filósofo, y ha surgido una nueva y falsa interrogante: la de la homosexualidad. En los diálogos de Platón es muy frecuente el tema de las relaciones unisexuales; pero esto no prueba nada contra el maestro. Lo que ha planteado las dudas no es el sentido objetivo de las palabras de Sócrates al rozar estos temas, sino la forma de expresarlo. Por ejemplo, en los Recuerdos socráticos, de Jenofonte, este autor cuenta que Critóbulo, habiendo dado un beso al hijo de Alcibíades, fue reprendido por Sócrates en estos términos:
«¡Desgraciado! ¿Sabes lo que te sucederá si te acostumbras a besar a los muchachos hermosos? ¿Ignoras que, de libre, te transformarás en esclavo?… No tendrás ya valor para buscar lo que es bueno y bello… Quizá se da el nombre de arqueros a los Amores porque los hermosos muchachos hieren desde lejos. Así, Jenofonte, a ti también te aconsejo que, cuando veas una persona bella huyas sin volver la cabeza. Y a ti, Critóbulo, te aconsejo viajar un año entero; con esto apenas podrás curar, si tienes suerte, de tu mordedura».
Un escritor moderno no habría empleado jamas este estilo para tratar de tan escabroso tema, ante el cual es más plausible manifestar indignación que objetividad. Pero el ambiente ateniense era distinto, y no se encuentran jamás en los diálogos de Platón rudas invectivas como en los poetas y dramaturgos griegos, ni menos aquellos diluvios de insultos que abundaren la literatura latina. Sócrates, en el citado diálogo, está hablando con un homosexual sabiendo que lo es y trata de ponerse en su punto de vista. No le rechaza con brusco e indignado aspaviento, sino que pretende curarle. Un médico ha de hablar de manera distinta de un juez y, más aún, de un verdugo. El especialista en cuestiones socráticas G. Sorel, en su tesis Examen critique du procès de Socrate, sostiene que el maestro no pretendía manifestar él mismo su estado de ánimo, sino explicar el de los demás. Y de paso fustigaba un vicio muy corriente en Atenas.
«No tan corriente, sin embargo —prosigue Sorel—, como lo fue más tarde en el Imperio romano». La perversión se extendió andando los siglos y llegó a hacerse intolerable. Como botón de muestra encontramos en la Historia Augusta un elogio del emperador Trajano en que se dice como la cosa más natural del mundo que, siendo Trajano un hombre tan valiente y virtuoso, que mereció tanto bien de su patria, «se le podrían perdonar algunos pequeños defectos, como por ejemplo el ser aficionado a los jóvenes» (!). Ignoramos si el señor Sorel logró reunir alguna estadística de casos textuales, en los distintos autores griegos y latinos, para sustentar su afirmación de que este vicio estaba más difundido entre los romanos Que entre los griegos. Pero como se deduce de la lectura de los diálogos de Platón y de las Vidas de Plutarco, que hace referencia a Alcibíades y otros personajes que rodearon a Sócrates, la sodomía estuvo extendida en la antigua Grecia en proporción suficiente para que los clásicos hablen de ella como de paso. Más aún: Plutarco acostumbraba incluir en un mismo párrafo de cada Vida paralela los amantes de ambos sexos que tuvo tal o cuál de sus héroes. Esta naturalidad es significativa.
La infundada sospecha de homosexualidad que para algunos pesa sobre Sócrates se ha engendrado gracias al estilo en que están redactados los diálogos de Platón. Pero ¿este estilo es de Sócrates o es de su discípulo? He aquí otro término del problema. Sócrates no escribía, y Platón sí. Por otra parte es inverosímil que el lenguaje de Platón exprese un estilo de conversación real. Ningún comensal de aquellos banquetes hubiese resistido tan simétricos períodos y, sobre todo, habría sido incapaz de expresarse con tan estudiada perfección. Esto aparte, la sospecha injusta, basada en el ficticio lenguaje del discípulo, parece decirnos: Hay temas de los que es un delito tratar serenamente. Esta serenidad socrática forma, pues, una parte importante del misterio que envuelve a la esfinge. No se perdona a Sócrates haber hablado «en abstracto» de los vicios de sus discípulos, aunque fuese para fustigarlos. Por ejemplo, cuando Sócrates quiere apartar a Critias de perseguir al joven Eutidemo, le dice: «Es indigno de un hombre libre y amigo de la virtud ir cómo tú, como un mendigo, a solicitar una cosa del objeto amado». No sabemos si habla de un hombre o de una mujer, porque «el objeto amado» no tiene sexo, al menos por definición. Sin embargo, más realismo y más comicidad tiene otro párrafo, digno de figurar en el teatro de Aristófanes: «Se pretende que Sócrates dijo, ante una numerosa asamblea y en presencia del mismo Eutidemo, que Critias tenía cierto parecido con los puercos, pues deseaba frotarse contra Eutidemo, como los cerdos contra las piedras». (Jenofonte, Recuerdos, I, 2). Y este famoso Critias fue después, no hay que olvidarlo, uno de los «treinta tiranos» encumbrados por Esparta.
Contribuye a mantener el equívoco la tesis de Fouillée, que en su Philosophie de Socrate pretende expresar el pensamiento del maestro con esta fórmula: «Sócrates pretendía dar al cuerpo su pasto para devolver al alma la libertad. Cínicos y estoicos dirán, más tarde, que lo material no importa y que, por tanto, las funciones físicas son indiferentes».
Fouillée es único en esta interpretación, que no comparte nadie más que él.
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