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Jordan B. Peterson - Mapas de sentidos

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Jordan B. Peterson Mapas de sentidos

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SINOPSIS

Fruto de muchos años de reflexión y trabajo, Jordan B. Peterson sentó las bases teóricas de sus ideas en estos Mapas. Un ensayo ambicioso, arriesgado y muy personal que, a la usanza de los pensadores clásicos, aborda con una originalidad sin prejuicios cuestiones básicas de la experiencia humana.

¿Por qué personas de diferentes culturas y épocas han formulado mitos e historias con estructuras similares? ¿Qué nos dice esta similitud acerca de la mente, la moral y la configuración del mundo? En este libro memorable, el autor responde a la acuciante pregunta de por qué somos capaces del mal (incluso en sus versiones sociales más atroces como Auschwitz y el Gulag), pero, a diferencia de la mayoría de psicólogos y filósofos, lo hace poniéndose más en el lugar del potencial verdugo que en el de la víctima. Una idea turbadora y vertiginosa. Eso le lleva a la ciclópea tarea de describir «la arquitectura de la creencia», la creación de sentidos, partiendo de un uso renovado del lenguaje y los conceptos clásicos —caos, orden, miedo, héroe, logos...—, y apoyándose en una amplia nómina de pensadores y obras que han reflexionado sobre la función de la mitología y el sentido de la moral, sobre todo Carl G. Jung, pero también Nietzsche, Wittgenstein o la Biblia.

Jordan B. Peterson

Mapas de sentidos

La arquitectura de la creencia

Traducción de Juanjo Estrella

Mapas de sentidos - image 9

Declararé cosas ocultas desde la fundación del mundo.

(Mateo 13:35)

Prefacio

Descensus ad inferos

Algo que no vemos nos protege de algo que no entendemos. Lo que no vemos es la cultura, en su manifestación intrapsíquica o interna. Lo que no entendemos es el caos que dio origen a la cultura. Si la estructura de la cultura se altera inadvertidamente, el caos regresa. Y hacemos cualquier cosa, lo que sea, para defendernos de ese regreso.

El hecho mismo de que un problema general haya atrapado y asimilado a una persona en su totalidad es garantía de que el hablante lo ha experimentado realmente, y de que tal vez haya obtenido algo a partir de su sufrimiento. En ese caso nos reflejará el problema en su vida personal y, por tanto, nos mostrará una verdad.

A mí me educaron, por así decirlo, bajo los auspicios protectores de la Iglesia cristiana. No es que mi familia fuera explícitamente religiosa. Asistía a servicios protestantes conservadores durante mi infancia con mi madre, pero ella no era una creyente dogmática ni autoritaria, y en casa nunca se hablaba de temas religiosos. Mi padre se mostraba esencialmente agnóstico, al menos en el sentido tradicional de la palabra. Se negaba incluso a poner un pie en la iglesia, salvo en las bodas y los funerales. A pesar de ello, los remanentes históricos de la moral cristiana impregnaban nuestro hogar, condicionaban nuestras expectativas y nuestras reacciones interpersonales de la manera más íntima. De hecho, durante mi infancia, la mayoría de la gente todavía iba a la iglesia; es más, todas las reglas y las expectativas que componían la sociedad de clase media eran de naturaleza judeocristiana. Incluso el número cada vez mayor de personas que no toleraban los rituales y las creencias formales, aceptaba implícitamente (cumplía con) las reglas que conformaban el juego cristiano.

Cuando tenía unos doce años, mi madre me apuntó a la catequesis de confirmación, que servía como introducción a la pertenencia adulta a la Iglesia. A mí no me gustaba asistir a aquellas clases. No me gustaba la actitud exageradamente religiosa de mis compañeros (que eran pocos), y no quería para mí su falta de prestigio social. No me gustaba el ambiente escolar de aquel curso de confirmación. Pero sobre todo no soportaba lo que se enseñaba allí. En un momento determinado le pregunté al pastor cómo conciliaba la historia del Génesis con las teorías de la creación de la ciencia moderna. Él no había llevado a cabo aquella conciliación: es más, en el fondo parecía más convencido de la perspectiva evolutiva. Yo, de todos modos, ya buscaba una excusa para dejarlo, y aquella fue la gota que colmó el vaso. La religión era para los ignorantes, los débiles, los supersticiosos. Dejé de ir a la iglesia y me sumé al mundo moderno.

Aunque me había criado en un entorno cristiano (y tuve una infancia feliz y bien llevada como consecuencia de este, al menos en parte), estaba más que dispuesto a dejar de lado la estructura que me había protegido. La verdad es que nadie se opuso a mi empeño rebelde, ni en la iglesia ni en casa, en parte porque aquellos que eran profundamente religiosos (o los que habrían querido serlo), no contaban con contraargumentos intelectualmente aceptables a su disposición. En el fondo, muchos de los dogmas básicos del credo cristiano resultaban incomprensibles, cuando no manifiestamente absurdos. El nacimiento virginal era un imposible, lo mismo que la idea de que alguien pudiera resucitar de entre los muertos.

¿Precipitó mi acto de rebeldía una crisis familiar o social? No. En cierto sentido, mis pasos eran tan predecibles que no disgustaron a nadie, con la única excepción de mi madre (que en todo caso no tardó en resignarse a lo inevitable). Los otros miembros de la iglesia, mi «comunidad», estaban ya tan acostumbrados a unas deserciones cada vez más frecuentes que ni se dieron cuenta.

¿Y ese acto de rebelión me disgustó a mí, a un nivel personal? Solo de un modo que no fui capaz de percibir hasta transcurridos muchos años. Desarrollé una preocupación prematura por cuestiones políticas y sociales a gran escala más o menos en la misma época en que dejé de frecuentar la iglesia. ¿Por qué había países, personas, que eran ricos, felices y exitosos mientras que otros estaban condenados a la desgracia? ¿Por qué las fuerzas de la OTAN y la Unión Soviética estaban siempre a la greña? ¿Cómo era posible que la gente actuara como lo habían hecho los nazis durante la Segunda Guerra Mundial? Por debajo de aquellas consideraciones genéricas subyacía una pregunta más amplia pero aún mal conceptualizada: ¿cómo había llegado el mal (sobre todo el mal alentado socialmente) a desempeñar su papel en el mundo?

Abandoné las tradiciones que me habían sostenido más o menos por la misma época en que dejaba atrás la infancia. Ello implicaba que dejaba de tener a mano una «filosofía» socialmente construida que me ayudara en mi comprensión mientras yo adquiría consciencia de los problemas existenciales que acompañan a la madurez. Las consecuencias últimas de esa carencia tardaron años en manifestarse plenamente. Entretanto, sin embargo, mi preocupación naciente por cuestiones de justicia moral encontró una salida inmediata: empecé a trabajar como voluntario para un partido político ligeramente socialista, y adopté la línea del partido.

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