Título original: Playing for Keeps. Michael Jordan and the World He Made
© 1999, The Amateurs Limited.
Esta traducción ha sido publicada gracias al acuerdo con Random House,
un sello y división de Penguin Random House LLC.
© 2020, de la traducción: Antonio-Prometeo Moya,
Maria Luz García de la Hoz, Miguel Alpuente, Alfredo Múñoz García
© 2020, de esta edición: Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., Milán
Primera edición: septiembre de 2020
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París, octubre de 1997
En el otoño de 1997, Michael Jeffrey Jordan, que antes vivía en Wilmington, Carolina del Norte, y ahora en Chicago, Illinois, llegó a la capital de Francia con su equipo, los Chicago Bulls, para participar en un torneo de pretemporada, organizado por McDonald’s, que era una de las principales empresas patrocinadoras de Jordan y, además, un patrocinador muy importante de la Asociación Nacional de Baloncesto. Aunque reunió a varios de los mejores equipos europeos, el torneo no fue, desde el punto de vista del nivel de juego, muy competitivo para un equipo estrella como los Bulls. Ya se sabía que no iba a serlo: formaba parte de un esfuerzo incesante y excepcionalmente eficaz de la NBA por exhibir el juego de sus equipos y a sus mejores jugadores en partes del mundo donde el baloncesto estaba adquiriendo popularidad, sobre todo entre los jóvenes. También se hizo en gran medida porque las empresas patrocinadoras estaban encantadas de abrir y consolidar mercados en puntos decisivos de todo el mundo. No es de extrañar que los jugadores americanos no se tomaran muy en serio la competición. (Tampoco los comentaristas deportivos se la tomaron muy en serio. Cuando unos años antes los Celtics participaron en ese mismo torneo, su cronista habitual, Johnny Most, un hombre que no siempre recordaba los nombres de los jugadores americanos, se rindió por completo y los aficionados de Boston tuvieron que conformarse con cosas como «y el bajito del bigote se la pasa al alto barbudo…»).
Los Bulls llegaron para jugar el campeonato «hamburguesero» del mundo como solían hacer por entonces, con el mismo aparato que los grandes grupos de rock cuando iban de gira. Eran los Beatles del baloncesto, había dicho un periodista años antes, y de hecho volaron en el 747 utilizado normalmente por los Rolling Stones para sus giras. Hubo un tiempo en que Michael Jordan había considerado Francia como una especie de refugio, un lugar al que podía ir de vacaciones y escapar del peso de la fama, sentarse en la terraza de un café y saborear su condición de turista anónimo. Su participación en el Dream Team estadounidense que había conquistado el oro en los Juegos Olímpicos de Barcelona cinco años antes, y el consiguiente aumento de su fama internacional, habían acabado con aquello. Sus ingresos brutos se habían más que duplicado, pero había perdido el oasis parisino; ahora era tan reconocido y acosado allí como en cualquier otro sitio. Grandes multitudes lo esperaban a las puertas del hotel durante todo el día con la esperanza de echar un vistazo al hombre que los periodistas franceses calificaban como el mejor basketteur del mundo. En los partidos, los recogepelotas franceses parecían reacios a atender a su propio equipo y estar dispuestos a trabajar solo para los Bulls. Algunos jugadores franceses se dibujaron con tinta en las zapatillas el número de Michael, el 23, para conmemorar su roce con la grandeza. En Bercy, la cancha donde se disputaron los partidos, se vendían imitaciones de su camiseta por una cantidad equivalente a unos ochenta dólares.
«Jordan esperado como un rey», rezaban los titulares que anunciaron su llegada en el diario deportivo L'Équipe . Las entradas se estaban vendiendo desde hacía semanas y la prensa francesa parecía dispuesta a dar a Jordan el tratamiento de un jefe de Estado y a permitirle cualquier cosa. Cuando en una conferencia de prensa confundió el Louvre con el luge , un arriesgado deporte de invierno, nadie se burló de él, aunque era el típico error que podía cometer un americano y que los franceses habrían aprovechado con gran entusiasmo para poner en evidencia la barbarie del Nuevo Mundo. «Michael ha conquistado París», se podía leer en otro periódico, y un periodista añadió: «Los jóvenes parisinos que han tenido la suerte de entrar en el Bercy han debido de tener hermosos sueños, pues su héroe ha cumplido todas sus expectativas». Al advertir que Jordan llevaba su famosa boina, el periodista Thierry Marchand escribió con gran entusiasmo: «Deberíamos llamarlo Michel». France-Soir fue aún más lejos: «Michael Jordan está en París», decía. «Mejor que si fuera el papa. Es Dios en persona».
Los partidos no fueron precisamente buenos; la verdad es que resultaron más bien bochornosos. Los Bulls jugaron con lentitud, pero aun así vencieron al Olympiakos en la final. Los famosos compañeros de equipo de Jordan, Dennis Rodman y Scottie Pippen, no estuvieron allí, y Toni Kuko č , antaño el mejor jugador de toda Europa, consiguió cinco puntos. Jordan consiguió veintisiete, aunque no le gustó tener que jugar sin dos de sus compañeros de equipo más importantes. Más le hubiera valido quedarse en casa, ya que se le infectó un dedo del pie.
Jordan era muy consciente de que el triunfo en París le pertenecía menos a él que a David Stern, consejero general de la liga. El torneo no fue solo un mero reflejo de la creciente internacionalización del baloncesto, que Stern había contribuido a potenciar, sino la celebración de la conexión de la NBA con McDonald’s, una de las empresas americanas más importantes.
Stern, apoyado por casi todo el personal ejecutivo de la NBA y por multitud de directivos de McDonald’s, estuvo en la gloria. Allí se había reunido casi todo el que era alguien en el mundo del baloncesto. Hubo una excepción notable en la ausencia de Jerry Reinsdorf, el propietario de los Bulls, que rara vez aparecía en eventos como aquel. Stern había presionado a Reinsdorf para que acudiera y saboreara aquellas nachas , una palabra yidis que significa orgullo y alegría, pero aquella clase de nachas no atraían al propietario de los Bulls, un hombre que prefería su intimidad al discutible oropel y adulación de los que incluso un propietario podía disfrutar en ocasiones como aquella. Además, hubo muchas especulaciones de última hora entre la gente de la NBA sobre si acudiría otro de los vip, Dick Ebersol, el presidente de los programas deportivos de la NBC. Por todo París corrió el insistente rumor de que, aunque el campeonato de McDonald’s había coincidido con el inicio de la Serie Mundial, Ebersol, de cuyo corazón se decía que era más baloncentista que beisbolista, iba a acudir a París en lugar de sentarse en una tribuna para que sus cámaras lo captaran en la Serie.
Dada la relación simbiótica entre la televisión y los deportes más populares, era lógico que Stern y Ebersol fueran buenos amigos. Ebersol solía llamar «jefe» a Stern y este decía lo mismo de Ebersol. Stern era el más apasionado y sofisticado de los publicistas modernos, y la empresa de Ebersol era la que determinaba qué imágenes se mostraban a la nación. Stern comprendía algo que no todo el mundo de los deportes comprendía aún, que en la línea empresarial de ambos la imagen era más importante que la realidad. Controlaba muy de cerca la cobertura de la liga de su deporte, y a menudo se tomaba de manera muy personal cualquier desvío de los locutores y de sus cámaras que fuera en detrimento de la mejor imagen. De hecho, cuando ascendió por primera vez en la NBA, en una época en que la imagen de la liga era todavía muy negativa, se hizo famoso por llamar cada lunes a los ejecutivos de la cadena para quejarse de cualquier empeoramiento de la imagen que hubiera tenido lugar el domingo.