Datos del libro
Traductor: Ferrero Blanco, Juan José
Autor: Carretto, Carlo
©1969, Ediciones San Pablo
Colección: La Mies
ISBN: 9788428503563
Generado con: QualityEbook v0.70
MÁS ALLÁ DE LAS COSAS
L OS libros de Carlo Carretto son fruto de su experiencia espiritual iluminada por la Palabra y la Teología y han sido escritos con el deseo de comunicar un mensaje que pueda ayudar a cuantos se encuentran en el camino de la fe o desean emprenderlo.
Aparte los tres primeros, escritos en la época de su militancia en la Acción Católica, en la que fue Presidente de los jóvenes —Incontro al domará, L' invisibile Amore, La grande chiamata, agotados y sin volverse a publicar—, su actividad de escritor comprende, en orden cronológico:
1. Familia, pequeña iglesia, 1950.
2. Cartas del desierto, 1964.
3. Más allá de las cosas, 1970,
producto de su primera permanencia en el desierto y de la síntesis de la experiencia fundamental efectuada en la oración y en la búsqueda del Absoluto. A éstas siguen tres obras de catequesis progresiva sobre la vida cristiana:
4. Lo que importa es amar, 1966.
5. Mañana será mejor, 1972.
6. Padre, me pongo en tus manos, 1975.
Después de su traslado a Spello (Perusa) —donde crea y dirige durante más de diez años un centro de oración— y de su renovado contacto con la realidad humana, publica:
7. El desierto en la ciudad, 1978.
8. L’utopia che ha il potere di salvarti, 1979.
9. Dichosa tú que has creído, 1980.
10. Yo, Francisco, 1980.
11. He buscado y he encontrado, 1983.
12. ¿Por qué, Señor?, 1985.
PROPÓSITO
M E he preguntado si en tiempos de impugnación, como los nuestros, podía también yo impugnar algo o a alguien.
No tengo nada contra la impugnación; al contrario, me agrada cierta vitalidad, cierto movimiento. Me agrada ver a un joven saltar sobre una mesa e improvisar un discurso violento contra alguna cosa que no va y que, según él, debería ir mejor.
¿Qué tiene esto de reprochable?
¿No estamos todos de acuerdo en que las cosas no marchan como debieran marchar?
Algunos de la generación mayor, incondicionales del orden constituido y del ahorro, están preocupados por si con las palabras vuelan también los vidrios y armarios; me dicen incluso que en cierto país del Extremo Oriente los estudiantes han puesto casi en ruinas su propia Universidad: tanta era su rabia y la violencia de su impugnación. Pero a mí,- próximo ya a la muerte y acostumbrado a los dichos del Apocalipsis-, no me impresionan las pérdidas de un edificio comparadas con la pérdida de la gran ruina del fin de los tiempos.
Por lo demás, al correr de la vida he aprendido una cosa: que quien impugna ama, y quien impugna mucho ama mucho. Más bien, no acierto a comprender por qué los mismos impugnados no bajan también ellos a la plaza para gritar con todas sus fuerzas entre la algazara general: «Tenéis razón, hermanos, las cosas van mal por culpa nuestra, tenéis razón de reprochárnoslo; hemos abusado de nuestros poderes, nos hemos aprovechado de vuestra confianza. Perdonadnos y ayudadnos a cambiar».
Y, sobre todo, no entiendo por qué cuando se impugna a la Iglesia y se echa mano de palabras tan santas como «vivir el Evangelio», «es preciso ser pobres», «volvamos a los orígenes», haya personas serias que se preocupan y eclesiásticos que se escandalizan.
Yo bajaría a la plaza vestido de saco y cubierto de ceniza gritando sin ambages: «Tenéis razón, hijos míos: hemos olvidado a Jesús, nos hemos alejado de su enseñanza. Es preciso cambiar, debemos convertirnos, debemos construir de verdad una Iglesia que sea la Iglesia de los pobres, la Iglesia de los carismas, la Iglesia del Espíritu, la Iglesia...».
Qué bella sería una impugnación tan general, una contestación sin reservas, donde padres e hijos se abrazasen gritando «somos unos miserables»; donde pueblo y jerarquía se integraran en un solo clamor, en una sola plegaria coral: pecaron nuestros padres, hemos pecado nosotros; todos somos pecadores.
En definitiva, nos habríamos puesto de acuerdo, al menos, sobre una cosa básica en la vida terrena del hombre, y que nos conviene recordar de cuando en cuando: no somos buenos, no somos perfectos. La Iglesia es una Iglesia de pecadores, cada uno de nosotros tiende a la perfección, pero...
Y aquí podríamos hacernos la pregunta: En el fondo, ¿por qué nuestra generación se complace tanto y se empeña en decir que las cosas van mal? Pues porque las generaciones precedentes se hartaron de afirmar, con satisfacción y empeño parecidos, que todo iba bien, especialmente en la Iglesia.
Recuerdo mis tiempos de estudiante, cuando abría los primeros libros de historia. No hacía falta ser un lince para descubrir que ciertas personas serias, ciertos eclesiásticos, por ejemplo, y hasta el mismo Papa, habían cometido algunas calaveradas.
Entonces, embargado por la duda, iba a casa y exponía mis perplejidades. Por toda respuesta recibía un azote de mi madre que, acostumbrada a la jerga y usos parroquiales, me decía: «No se habla mal del párroco».
Si luego iba al párroco y le decía que, en conciencia, no lograba entender cómo Pío IX no captó a tiempo ciertas cosas, ahí era ella... Oía endosarme un sermón sobre la Iglesia santa e inmaculada, sin arrugas ni manchas; y me volvía a la escuela con aquella mentalidad adulterada que tanto escándalo ha producido en personas inteligentes y sin prejuicios de nuestro tiempo.
Hijos míos, ahora se requiere paciencia, mucha paciencia, para aguantar la marejada que agita la barca de Pedro. Pero sin miedo.
Y además de entender que somos pecadores todos —punto importante para mantenernos humildes—, entenderemos también otra cosa: que la Iglesia no está en las manos de los hombres—incluidos los Papas—, sino únicamente en las manos de Dios; y que sólo El—y no la prosopopeya de los hombres que nos creemos firmes y seguros por el hecho de hallarnos en la barca—tiene el poder de acallar el viento y apaciguar las olas.
Mas no es a los hombres a quienes intento impugnar. ¡Me dan tanta pena! ¡Todos ellos! Tampoco voy a impugnarme a mí mismo, porque ya lo he hecho muchas veces; tantas como para desalentarme sobre la posibilidad de conseguir algo bueno.
Tengo lástima incluso de mí mismo; y os aseguro, hermanos, que lo que me sostiene todavía es la virtud teologal de la esperanza, no la esperanza en mi virtud; lo que alumbra mi noche es la fe en Jesús, no la fe en mí mismo o en mis habilidades, que se están disolviendo a los golpes del tiempo.
Sí, quiero impugnar a Dios, discutir con El.
Con El, que me buscó desde mi niñez y me busca todavía.
Con El, a quien aprendí a conocer y amar en la Iglesia de mi adolescencia y juventud, tan deslumbrante de sacralidad y unción, de dolores, filigranas y luces.
Con El, que me condujo al desierto para purificar mi fe, para desnudar mis altares; que me ha llevado hasta la nube de su impenetrabilidad, a donde pudiera sentir su misterio y experimentar su noche, su silencio, su trascendencia.
Con El, a quien reconocí como el Dios de Abraham, de los profetas, de los salmos; y, sobre todo, como Dios de Jesús y de su Evangelio; el Dios que vive en la Iglesia y en la Eucaristía; el Dios de ayer, de hoy y de siempre.
El Dios causante de mi ser; el Dios que se halla en mí, que me envuelve, que me arrastra en el torbellino de su misterioso designio, hacia la novedad eterna de su divino rostro.
Quiero discutir con Dios, quiero impugnarle.
Ya no soy el primero que lo hace; y me consta que hay una impugnación que agrada a Dios: la impugnación del amor. Esta la acepta siempre. ¿Acaso no aceptó la de su amigo Abraham?
Cuando, a la vista de Sodoma, Dios revela al patriarca su intención de destruir la ciudad, Abraham se le opuso en estos términos: