Andre de Hevesy
VIDA INTIMA DE BEETHOVEN
ERRATAS MÁS IMPORTANTES
Pagina. Línea. Dice. Debe decir.
32 10-11 Colopígea Calípige
45 3 Julieta Teresa
67 18 hermano marido
TRADUCCIÓN de ENRIQUE RUIZ DE LA SERNA
PRÓLOGO DE A. HERNÁNDEZ — CATÁ
COMPAÑÍA IBEROAMERICANA DE PUBLICACIONES, S. A.
Puerta del Sol, 15 Ronda de la Universidad, 1 Florida, a51
MADRID BARCELONA BUENOS AIRES
Compañía General de Artes Gráficas.-Madrid.
PRÓLOGO
El árbol de la gloria, que exige riegos de sudor o de sangre y cultivo de heroicos esfuerzos, suele ofrendar a cada uno de sus elegidos, de cien en cien años, una floración mágica. Coincida o no la fecha conmemorativa con la risa de abril, prodúcese en torno de la tumba claror primaveral, y por los caminos del homenaje, en recuerdos, en estudios, en reencarnaciones y transfusiones del ensueño del hombre muerto a la generación viva, el concepto de inmortalidad deja de ser vano marbete de una ilusión para lograr realidad plena. El año de 1927 va a abrir, hacia la vida inmarcesible, la tumba donde en 1827 encerráronse los despojos de Ludivig van Beethoven.
Pocas obras, pocos hombres, han suscitado bibliografía tan copiosa. La enumeración escueta de los comentarios más conocidos, desbordaría de las páginas destinadas a servir de introducción a esta vida intima escrita con tan fino sentido estético y humano sobre todo, por el musicógrafo francés André Hevesy, traducida en perfecto castellano por Enrique Ruiz de la Sema. Desde el libro ya clásico de Moscheles, hasta los cuatro que le dedicó Ricardo Wágner; desde la apasionada Vida de Romain Rolland, hasta la numerosísima referencia del Grove, apenas hay aspecto técnico de su producción o episodio de su existencia que no haya movido alguna pluma. Para escribir una nota preliminar bastarla a quien no recordase y temiese aquella agudeza de Chamfort referente a esos libros que parecen escritos en un día con otros leídos la víspera, somero y semiestéril trabajo de biblioteca, con lo cual un vacío o una idea menuda adquirían corteza erudita. Mejor es meditar en los episodios de la existencia que este libro narra, y acendrar los sentimientos inconfundibles que la música de Beethoven dejó en el espíritu. ¡Destino adverso, camino irremediablemente duro para llegar a la cúspide en donde las lumbres de la ambición suprema participan ya de potestad divina! ¡Destino infausto y glorioso a la vez el del hombre y el del artista, ya que en más de la mitad de la tierra ningún hombre puede llamarse culto si no guarda huella de su canto en el alma!
De otros compositores, aun cuando marquen en el perímetro de la música occidental vértices tan cardinales como los trazados por Juan Sebastián Bach, Monteverde, Chopin y Mussogorky, puede relegarse la vida intima a plano secundario; mas no de Beethoven: Fue para él el pentagrama lo que las páginas blancas fueron para un San Agustín, para un Rousseau, para un Arniel. Nadie en la patética medida que él vivió en su obra. Digan erróneamente los técnicos que tal remansado sufrir de cualquiera de sus tiempos lentos está ya implícito en algún andante de Mozart, o que sin la concepción de la sonata realizada por Felipe Emmanuel Bach o por Joseph Haydn la obra pianística de Beethoven habría tenido que emplear en la busca de normas formales parte de su expresión vital. No; la grandeza inigualada de Beethoven viene de que no quiso ser semidiós, sino hombre; de que trasmutó en esencia musical hasta las menores palpitaciones de su vida. Si la vos de su entendimiento, tan noble siempre, tan sagas a menudo, es a veces la palabra; la de su sentimiento es siempre la música. Sus hemisferios se llaman Melodía y Armonía. Castigada por tempestuosos vientos, la frágil barca de la pasión viaja por ellos en travesías de angustia hacia un puerto alumbrado por un sol gozoso, que compasivos espejismos acercan y realidades crueles alejan siempre más allá. Las facciones de su alma están integras en cualquiera de sus ciento treinta y. ocho obras, lo mismo en la soberana Sinfonía con coros o en la Misa en re, que en la menor de sus bagatelas. La verdadera música-dice a Elisabet Brentano en 1810-es el mediador entré la vida intelectual y la sensorial.»
Y quiere decirle: Mi música es el soplo divino que infunde a la arcilla perecedera atributos eternos.
Desde niño el artista se abrasa a su destino humano como a una cruz gloriosa, y en cada etapa de su existencia el dolor es siempre la levadura que aumenta su espíritu. Para el genio, que parece tener aprendidas en una misteriosa anterioridad a la existencia visible nociones que el talento ha de adquirir escalón a escalón, en trabajosas gravitaciones, debió ser escrita la inquietante frase platónica Aprender es recordar. Beethoven, genio auténtico, no beneficia de este privilegio de los dioses sino en sentido mínimo. Percíbese en él, como un cristiano anhelo de humanizar su divinidad. Toda su vida es huerto de los olivos voluntario empero sus protestas. Sobre sus juegos y su facilidad de digitación y comprensión, pesan temprano las necesidades del hogar; sobre su ánimo, la desconfianza de los maestros. Cruza la ebullición alucinada de la primera juventud, ensimismado y casto. No quiere amoríos, quiere amor; cauteriza con lumbre de alma los sentidos para no cambiar en cobre sucio el fúlgido oro de su pasión. Una sed de absoluto lo impele hacia los manantiales que el tiempo no seca. No es resignación, es voluptuosidad noble lo más visible en el anhelo de uncirse sin repugnancia al yugo de los trabajos áridos. Adora la alegría y sube manando sangre de espíritu su vía crucis, en el cual cada detención descubre un tormento nuevo. No hay ideal transcendente que no atraiga, arrebatado, generoso, al gran girasol de su alma. Pero de tiempo en tiempo, en la paz honda de sus ojos y en la hondura de su acento o de sus silencios-¡Oh, esos silencios de inmensidad que a veces se abren chino cráteres en su música!—, se adivina la visión del poder divino que ha de transformar todo el desierto de su vida de criatura en inmortal oasis de creador.
Durante muy pocos años pueden identificarse las huellas de sus progenitores artísticos. Así como su rostro adquiere casi en las puertas de la pubertad la expresión a la ves hosca y tierna que ha de guardar hasta la muerte, las facciones de su espíritu se cuajan y graban, con caracteres inconfundibles ya, en la obra temprana. Desde el principio todo es estilo en él, nada manera. Sea cual sea la combinación instrumental de que se sirva-trío, cuarteto, quinteto, septimino, instrumentos de viento, piano, vos humana, orquesta—, basta oír un tema y la iniciación de su desarrollo, para decir: Beethoven. Y esa fácil identificación no obedece a particularidades superficiales. Hasta en temas ajenos, en caprichos, en serenatas y en obras subalternas, trasciende el sello beethoveniano de tumulto interior, el «apasionadamente> característico aun en sus fases más sosegadas. Ni el gusto medio de su época, ni las vicisitudes, ni siquiera esa frialdad anticipo de la muerte que echa ceniza sobre las grandes hogueras del hombre en sus últimos años, enfrían su ansia de amor y de alegría. Fe es la palabra clave de su genio. El amor y el dolor son sus polos; pero amor inflamado, amor de llama inmensa y arcilla minúscula; dolor que jamás mella el ánimo viril ni cristaliza en verde envidia, ni equivoca la brújula del pensamiento.
Que auspicios adversos acojan sus primeros pasos; que la miseria de los suyos le impida poner entre el sueño y su realización el ocio fructífero; que las mujeres en cuya sonrisa quiere refrescar su ígneo vivir le vuelvan la espalda incomprensivas o veleidosas; que el héroe se le torne de pronto tirano indigno de su canto; que el músico de éxito a quien escribe con ejemplar cordialidad no responda a su carta; que Viena, la de alma de menguada opereta, exalte el facilismo de Rossini y desdeñe la vos grave de las sinfonías, de las sonatas, de los conciertos, de los cuartetos, de las romanzas, de las fugas, de los oratorios y de las oberturas, no mengua sino acrece e intensifica su producción, dándole esa dimensión profunda, ese sentido conmovedor de viaje al través de tremendas tormentas hacia un cielo de sereno júbilo. Recordad los andantes confidenciales que turban y obligan a una solidaridad fraternal; los alegros de un brío de lucha, de himno, de ataque a un baluarte detentado por malos espíritus; los rondós melancólicos; y esos
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