Claudio Magris - La historia no ha terminado
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- Libro:La historia no ha terminado
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2006
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Título original: La storia non è finita
Claudio Magris, 2006
Traducción: José Ángel González Sainz
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Ética, política, laicidad.
Este es el libro de un «impolítico», en el sentido que Thomas Mann dio a este término: una persona que se apasiona más por un día en el mar que por una asamblea pero está convencido de que cuando el cuerpo social enferma se vuelve necesaria la toma de posición. Los capítulos de este libro hablan de laicidad; de la necesidad y de los límites del diálogo entre culturas; de la relación entre Estado e Iglesia; de la creciente regresión irracionalista; de la ciencia frente a la mutación que parece transformar la misma naturaleza del hombre; de la involución política que ha puesto en peligro los valores de la democracia; de violencia y de guerra; de unidad nacional, nacionalismos viscerales y horizontes europeos, en un mundo donde interpretaciones e ideologías solo pueden tener una vida muy breve. Magris rechaza así las fáciles promesas de salvación o la tolerancia oportunista. Refuta el sentimentalismo buenista y el cóctel que mezcla religiones, filosofías y sistemas de vida. Con paciencia y determinación nos ayuda a buscar «las leyes no escritas por los dioses», las que, en cualquier caso, no pueden violarse.
«Un libro que en España tendría que ser de lectura obligatoria, en especial para nuestros especímenes políticos». (J. Á. González Sainz).
Claudio Magris
Ética, política, laicidad
ePub r1.0
Titivillus 04.08.18
En el mes de septiembre de 1988 hice un viaje a Holanda. Un buen día me encontré en La Haya. Creo que era domingo. En la plaza mayor había una especie de fiesta o de feria universal de la tolerancia. Innumerables pabellones, expositores, mostradores, casetas y tenderetes puestos unos al lado de los otros exhibían, ofrecían, predicaban, difundían cada uno su propio Verbo, los Evangelios más disparatados. Partidos políticos, iglesias, asociaciones, clubs, movimientos o grupos preconizaban distintas y a veces opuestas recetas de salvación espiritual, física, social, metafísica, sexual, cultural o gastronómica; cada uno de ellos decía lo que le parecía y anunciaba su verdad, los antimilitaristas, los veteranos de guerra, los obsesionados por la salud, los partidarios de excéntricas dietas culinarias o de técnicas eróticas, de cultos esotéricos y ejercicios gimnásticos, de prácticas ascéticas u orgiásticas, de colectivizaciones y de salvajes anarcoliberismos; se exponían las ventajas de la seguridad social y de su eliminación. Por entonces se hablaba todavía poco, en el mundo, de bioingeniería y de clonación, pero, de no haber sido así, qué duda cabía de que habrían encontrado en aquel bazar a entusiastas partidarios de las más inquietantes manipulaciones genéticas y de la creación de nuevas especies semihumanas y de nuevos cruces entre el Homo sapiens y otros animales, a profetas convencidos de la inevitable marcha triunfal del Progreso y a apocalípticos propugnadores de la abolición de todo experimento científico y de la misma ciencia, fruto pernicioso del pecado original y de la expulsión del paraíso terrenal.
La primera impresión que producía era la de una exaltante sensación de tolerancia y libertad. La antigua, tradicional, casi estereotipada imagen de Holanda como el país de la libertad, de los derechos civiles y el diálogo asumía un aspecto concreto y parecía encarnarse en aquella plaza y aquel fervor. Se palpaba el hecho de que a cada cual, tanto si era un individuo como un movimiento, se le concedía el derecho a la palabra; que no había dioses dominantes y celosos, dispuestos a acallar cualquier voz discordante, sino que cualquier dios que custodiara el corazón de un hombre —tanto si era un dios grande como si era pequeño, sublime o excéntrico, emperifollado o zarrapastroso, majestuoso como un rey o harapiento como un vagabundo— encontraba allí su altar y los fieles que le rendían homenaje en un ambiente festivo y sin que nadie les molestara.
Diálogo y tolerancia pueden ser considerados casi sinónimos. En aquella plaza se advertía, casi físicamente, que la verdad nunca puede ser el dominio y la imposición de una sola doctrina que no se pone en entredicho y no admite el diálogo paritario con opiniones distintas, sino que solo puede ser, como enseña Lessing, una incesante confrontación, o sea un diálogo, y una incesante búsqueda. Lessing decía que si Dios le hubiese ofrecido en su mano derecha la verdad y en la izquierda solo la exigencia de buscarla, aun a costa de continuos errores, le habría pedido el don que contenía la mano izquierda, persuadido de que la verdad pura solo pertenece a la divinidad.
El espectáculo de la tolerancia expuesta en aquella plaza sugería también otros sentimientos, menos solemnes y menos elevados, pero igualmente liberatorios y además amables. Desde aquellos chiringuitos no solo se proclamaban grandes credos religiosos o políticos, mensajes de salvación, fundamentos últimos de la vida y del hombre. Se lanzaban a los cuatro vientos también manías estrambóticas, ungüentos milagrosos, pacíficos delirios, cómicas ficciones o pasiones excéntricas. Un poco como en el Hyde Park de Londres, allí cada uno podía debatir no solo sobre problemas de relevancia universal —el cristianismo y el socialismo, la paz y la guerra, la proliferación o prohibición de armas nucleares—, sino también acerca de sus obsesiones privadas, de esos tics, esas fobias, esas extravagancias, esos antojos, esos deseos apasionados y estrafalarios que en la existencia de una persona no cuentan menos que su fe en la patria o en la libertad de prensa.
La tolerancia es también esa libertad de expresión incluso respecto a las cosas en apariencia pequeñas o mínimas, ese sentido del mundo como teatro de marionetas en el que todos hacemos aspavientos como podemos, acartonados o graciosos, según sea cada uno en su torpe existencia mortal de albatros prisionero. La vida es también un circo en el que todos somos payasos y la tolerancia significa asimismo actuar según una trama, respetar las improvisaciones propias y de los demás y aceptar que quien declame con nosotros cambie inesperadamente lo que tiene que decir y responda, por ejemplo, con una receta culinaria a una declaración de amor. Era también ese sentimiento del teatrillo del mundo lo que producía, aquella mañana en La Haya, una agradable sensación de libertad agitanada mientras daba vueltas al tuntún, sin meta ni particular interés, entre todos aquellos pabellones.
Tras algunas vueltas experimenté una tercera impresión, de algún modo inquietante. Era como si la hermosa sensación de que todo y todos tenían justamente derecho a la palabra se transformara de golpe en una sensación de asfixia y evocase un indistinto y embarrado cenagal; como si, junto al tenderete de los antirracistas, pudiera aparecer el de los naziskins o incluso otro en el que un clonado doctor Mengele hubiera podido preconizar la benemérita utilidad de sus experimentos en Auschwitz. Aquella hermosa e inocente mañana me hizo sentir con una evidencia e intensidad especiales la necesidad, la dificultad, quizá la imposibilidad, la inextricable problematicidad del diálogo y la tolerancia y de sus límites. A la extraordinaria frase de Voltaire, en la que decía estar dispuesto a luchar hasta la muerte para garantizar la libertad de expresión incluso de las opiniones contra las que él luchaba a muerte, le hacía eco —un eco irónicamente contrastivo— aquella otra ocurrencia que habla de un tipo tan apasionadamente tolerante que estaba dispuesto a llevar al paredón a todos los intolerantes. Por lo demás —por lo menos en italiano— la ambigüedad es fácil: tolerancia es un término positivo que hace referencia a la consideración paritaria de todos los credos y opiniones; tolerante hace referencia a una actitud de condescendiente indulgencia desde lo alto, y tolerar a un casi ofensivo y altivo aguante de los comportamientos y opiniones distintos a los propios.
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