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Claudio Magris - Microcosmos

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Claudio Magris Microcosmos

Microcosmos: resumen, descripción y anotación

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Si El Danubio abarcaba una vastísima área geográfica e histórica, en Microcosmos, galardonada con el prestigioso Premio Strega de novela, Claudio Magris nos sirve de guía en el descubrimiento de lugares concretos, cada vez más reducidos. Desde la descripción del paisaje incluso en sus detalles más imperceptibles hasta el relato de las existencias mínimas o grandes, de los destinos, de las pasiones, de las cómicas o trágicas vicisitudes que lo han marcado, emerge una narración errática y fluctuante, que sigue su propio recorrido oculto, como la corriente de un río. Cada uno de esos mundos tan distintos que, sin embargo, se reflejan y se integran en la parábola de una existencia vive en la presencia simultánea de presente y pasado, en la epifanía del instante y de la memoria, de horas fugitivas o de siglos lejanos. Son protagonistas los hombres, pero también los animales, los habitantes del café o de las islas, el oso del Monte Nevado y el perro abandonado en la laguna, revolucionarios indómitos y olvidados, andanzas y delirios de figuras que perdieron su existencia como una partida de cartas. Son protagonistas también las piedras y las olas, la nieve y la arena, las fronteras, la presencia de un ser amado, una inflexión de voz o un gesto quizás inconsciente... Diversos hilos conductores tejen la trama de este libro y acompañan al lector, como imágenes o figuras recurrentes. Las relaciones entre paisajes y sentido del tiempo, la identidad y su incertidumbre, el amor, el continuo atravesar toda clase de límites, la sombra de la muerte. Afloran, jalonando esta exploración enraizada en el presente con un sentido de lo efímero y a la vez de lo eterno, las imágenes de Medea y del viaje de los argonautas. Y se dibuja apenas esbozada la historia del oculto y mimético personaje que las recorre, descubriendo en ellas su propio rostro, el significado o perfil de su propia existencia, de su propia lábil y apasionada travesía sobre la tierra.

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Si “El Danubio” abarcaba una vastísima área geográfica e histórica, en “Microcosmos”, galardonada con el prestigioso Premio Strega de novela, Claudio Magris nos sirve de guía en el descubrimiento de lugares concretos, cada vez más reducidos. Desde la descripción del paisaje incluso en sus detalles más imperceptibles hasta el relato de las existencias mínimas o grandes, de los destinos, de las pasiones, de las cómicas o trágicas vicisitudes que lo han marcado, emerge una narración errática y fluctuante, que sigue su propio recorrido oculto, como la corriente de un río. Cada uno de esos mundos tan distintos que, sin embargo, se reflejan y se integran en la parábola de una existencia vive en la presencia simultánea de presente y pasado, en la epifanía del instante y de la memoria, de horas fugitivas o de siglos lejanos. Son protagonistas los hombres, pero también los animales, los habitantes del café o de las islas, el oso del Monte Nevado y el perro abandonado en la laguna, revolucionarios indómitos y olvidados, andanzas y delirios de figuras que perdieron su existencia como una partida de cartas. Son protagonistas también las piedras y las olas, la nieve y la arena, las fronteras, la presencia de un ser amado, una inflexión de voz o un gesto quizás inconsciente… Diversos hilos conductores tejen la trama de este libro y acompañan al lector, como imágenes o figuras recurrentes. Las relaciones entre paisajes y sentido del tiempo, la identidad y su incertidumbre, el amor, el continuo atravesar toda clase de límites, la sombra de la muerte. Afloran, jalonando esta exploración enraizada en el presente con un sentido de lo efímero y a la vez de lo eterno, las imágenes de Medea y del viaje de los argonautas. Y se dibuja apenas esbozada la historia del oculto y mimético personaje que las recorre, descubriendo en ellas su propio rostro, el significado o perfil de su propia existencia, de su propia lábil y apasionada travesía sobre la tierra.

LA BÓVEDA

Se pasó la mano por la cara, la sintió mojada de sudor y se la secó mecánicamente con la manga. Hacía calor, un calor insólito, porque el Jardín era siempre fresco, incluso en verano. Le cayeron algunas gotas en el cuello y en la camisa, levantó la cabeza y se dio cuenta de que empezaba a llover. Goterones grandes y pesados del bochorno de una tormenta de verano; chasqueaban en las hojas de los plátanos y los castaños, restallaban cerca de sus oídos con un ruido fuerte, alguna castaña caía también y crepitaba sordamente al romperse. Aquellos golpes le retumbaban en la cabeza, sentía cómo la sangre le latía en las sienes; no era raro, con aquel bochorno, que le entrara dolor de cabeza. También su padre lo padecía a menudo. Cuanto más pasaba el tiempo más se le parecía, hasta en los achaques; había llegado el momento de hacer como él y seguirle, de recorrer rápidamente sus pasos, de modo que se acortaran visiblemente las distancias.

Salió por la puerta que daba a la calle Marconi, cayéndose al suelo de un resbalón y volviéndose a levantar. Siempre había pasado por allí cuando se marchaba del Jardín, la salida era aquélla. Ahora llovía a cántaros, una lluvia que ocultaba las casas detrás de una cortina de tiras grises, cada vez más espesas y oscuras. Se dirigió hacia la iglesia del Sagrado Corazón, para esperar allí dentro que pasase la tormenta.

El agua batía con violencia contra el escaparate de una pequeña tienda de baratijas y juguetes y agrandaba, como si fuera una lente, un anillito de latón que había en una repisa, reluciente y dorado, de un oro grande color de fuego. Detrás del mostrador una cara de viejo, con el sombrero en la cabeza, se reía sarcásticamente y le hizo un gesto como de invitación, vagamente equívoco. Vaya imbécil, ofrecer aquellas chucherías para niños a alguien que corría calado de agua hasta los huesos y muerto de frío. Pero tal vez no, a fin de cuentas era siempre un sitio donde cobijarse y valía la pena, para estar a cubierto, comprar algo, por ejemplo un anillito de latón, que no tenía que costar mucho. Pero los pasos eran extrañamente más rápidos que los pensamientos, que se remansaban y se quedaban atrás, perdidos en el riachuelo que fluía; había vuelto ya la esquina y estaba en la calle del Ronco, delante de la iglesia. La tosca y maciza puerta de nogal estaba medio cerrada, pero dejaba el hueco suficiente para meterse de través, a duras penas, y entrar.

La iglesia estaba a oscuras, semivacía, el señor Beniamino encendía las velas. Así que todavía estaba vivo y ni siquiera había envejecido mucho. Quizá por la vida que llevaba y que él le había envidiado siempre; es más, a lo mejor todavía estaba a tiempo, en cuanto hubiese despachado el resto de los asuntos, para hacerse sacristán. Así, por libre, sin ninguna pretensión y sin que pretendieran tampoco de él que se hiciese devoto, pero dispuesto a hacer todo lo que hiciera falta por la devoción de los demás. Preparar el altar, extender el mantel blanco y llenar de agua las vinajeras, encender y apagar las velas, recoger las limosnas y poner los avisos parroquiales en la puerta, luego beberse un vasito de vino con alguien en el café de enfrente y marcharse a casa —qué vida más plena, igual, profunda.

Sumergió automáticamente la mano en el agua bendita, como para lavar aquella lluvia fuliginosa que debía de haber atravesado y recogido la contaminación de toda la ciudad, porque sus manos y sus vestidos no sólo estaban mojados sino sucios, ennegrecidos, como salpicados de barro. Se dirigió hacia la nave de la izquierda, la de las mujeres, poniendo cuidado al moverse en pisar cada vez, un pie tras otro, en un recuadro distinto, alternativamente blanco y gris pizarroso, del suelo ajedrezado. El suelo era de mármol de Aurisina, el mismo, pensó, del que estaba hecha la tumba familiar del cementerio de Santa Ana. Cada paso era una letra y se trataba de encontrar de inmediato una palabra con tantas letras como recuadros le faltaban por recorrer antes de llegar al muro de la nave.

La distancia le pareció notable, hacía años que no entraba en la iglesia y no la recordaba tan grande, y pensó deprisa «sube-y-baja», tal vez porque acababa de ver poco antes ese columpio, con su barra que subía y bajaba en sus dos extremos, en la explanada del jardín reservada para los niños más pequeños, junto a la arena y al tobogán. Pero se dio cuenta de que la palabra era demasiado larga y entonces intentó encontrar una regla que estableciese una correspondencia entre letras y recuadros, que le permitiera llegar a la vez al muro y al final de la palabra. Por ejemplo tres letras podían corresponder a una casilla del suelo o bien una vez tres y otra vez una, alternativamente, también así podía valer. Se llevó una desilusión al final, ante los recuadros que sobraban, porque la palabra se había acabado en la casilla anterior, y se apoderó de él un vago sentimiento de desorden, de incumplimiento.

A lo mejor era porque se encontraba en la nave de las mujeres y habría debido estar en el otro lado, como los domingos. La celdilla de la pila bautismal, hundida en la sombra, parecía un árbol hueco, la cavidad de aquel viejo plátano con el tronco abierto y vacío en el que arrebujarse y esconderse, protegidos por la oscuridad. Fuera susurraban las hojas; el viejo árbol estaba enfermo, pero el agua recogida en la repoza era clara, casi blanca en la oscuridad, y su frescura aplacaba aquel calor febril que le abrasaba en los labios y las mejillas.

En el muro, la cenefa que delimitaba la franja inferior, adornada con figuras geométricas engastadas las unas en las otras, rectángulos incluidos en rombos contenidos a su vez en círculos, era una banda ondulada, una ola marina que fluía hacia el altar del fondo de la nave y se envolvía en un rizo que se deshacía cayendo y volvía a fluir, una ola tras otra que iba a romper a los pies de la imagen de la Virgen, protectora de los navegantes y estrella del mar, alta sobre las aguas con su manto de color ultramarino. Se dejó llevar por aquella ola, deslizándose con ella a lo largo del muro. Fuera la tormenta debía de ser aún más violenta, porque el ruido era fuerte, un trueno prolongado y creciente, casi ininterrumpido. Detrás de las vidrieras del ábside, con sus figuras de santas, el cielo estaba negro; de vez en cuando una luz cárdena y grana incendiaba por un momento una u otra figura, hasta el rojo del que estaba pintado el interior de la iglesia se volvía más oscuro, se apagaba en una sombra ardiente.

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