Claudio Magris - Utopía y desencanto
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- Libro:Utopía y desencanto
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1999
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Utopía y desencanto: resumen, descripción y anotación
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Título original: Utopia e disincanto
Claudio Magris, 1999
Traducción: José Ángel González Sainz
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Utopía y desencanto reúne casi 50 ensayos escritos por Claudio Magris («maestro de ética portátil», según palabras de Roberto Bertolini) entre 1974 y 1998. Magris se encara con personajes literarios Mann, Stevenson, Tagore, Broch, Goethe, Hesse y temas de actualidad la intelligentzia, los problemas de frontera, la escuela, el copiar, el disimulo, lo kitsch, la bolsa de valores, lo facultativo, la ignorancia, los prejuicios, las conferencias y hasta los test. Hay ironía y buen humor, errores que lamentar y proyectos a construir. Magris sabe que la realidad es irredenta utopía, motivo insuficiente para abandonarnos en el desencanto, porque aún cabe la esperanza de enderezarla. Pasa revista a las razones humanas e históricas de nuestro tiempo. La vida, el mundo cotidiano, es imprevisible, espontáneo, incluso contradictorio. Tal vez la mejor manera de «leerlo» sea desde la literatura y por esta razón Magris se ocupa en (re)descubrir o recuperar obras y personajes olvidados: Oblómov, Turi, Qippings, Andrić, Lec, Kusniewicz, Seasfield. Si la realidad invita al pesimismo por su carácter de utopía, la literatura cierra el camino del desencanto porque trabaja con el pasado las historias y el futuro las ilusiones del hombre.
Claudio Magris
Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad
ePub r1.0
Titivillus 15.04.17
En el Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte, Leopardi pone de relieve la estremecedora vanidad de esperar, a finales de cada año, un año más feliz que los anteriores, a los que también se esperó a su vez con la confianza de que traerían consigo una felicidad que sin embargo nunca trajeron. Ese breve texto inmortal del gran poeta italiano, tan inexorable en el diagnóstico del mal de vivir, está exento no obstante del fácil pesimismo apocalíptico de muchos maestros de la retórica actuales, que se complacen en anunciar continuamente desastres y en proclamar que la vida no es más que vacío, error y horror. El diálogo leopardiano está impregnado en cambio de un tímido amor a la vida y una hosca espera de la felicidad, que quedan desmentidos por la sucesión de los años pero continúan viviendo, con temor y temblor, en el ánimo y permiten sentir el dolor y el absurdo con mucha mayor fuerza que el pathos catastrófico.
Esos pensamientos y esa pesadumbre ante la vuelta de hoja del año se asoman con mucha mayor intensidad cuando lo que acaba —y lo que respectivamente empieza— no es solo un año y ni siquiera un siglo, sino un milenio. El calendario hace alarde de una extraordinaria inflación de aniversarios y conmemoraciones, desde las bodas de oro milenarias de Austria al bicentenario de la bandera italiana pasando por el fatídico comienzo del año Dos mil —simbólicos giros epocales, grandes Arcos de Triunfo del Tiempo, espectaculares escenografías del Progreso y la Caducidad. En la vigilia del año Mil había— aunque menos numerosos de lo que a menudo nos gusta creer —quien esperaba el fin del mundo; en los peores momentos de la guerra fría se temía un apocalipsis nuclear, la pesadilla del day after. En los umbrales del año Dos mil no existe ningún pathos finalístico, pero sí ciertamente un profundo sentido de la transformación radical de la civilización y de la misma humanidad y por consiguiente un sentido del indiscutible fin no del mundo, sino de un modo secular de vivirlo, de concebirlo y administrarlo.
Ya en los últimos años del siglo pasado, Nietzsche y Dostoievski habían vislumbrado el advenimiento de un nuevo tipo de hombre, de un estadio antropológico distinto —en el modo de ser y sentir— del individuo tradicional, existente desde tiempo inmemorial. En su Ubermensch, Nietzsche no veía a un «Superhombre», a un individuo de capacidades potenciadas y más dotado que los demás, sino más bien, conforme a la definición de Gianni Vattimo, a un «Ultra-hombre», una nueva forma del Yo, no ya compacto y unitario sino constituido, según él, por una «anarquía de átomos», por una multiplicidad de núcleos psíquicos y pulsiones no apresadas ya dentro de la rígida coraza de la individualidad y la conciencia. Hoy en día la realidad, cada vez más «virtual», es el escenario de esa posible mutación del Yo.
El propio Nietzsche decía que su «Ultra-hombre» era íntimamente afín al «Hombre del subsuelo» de Dostoievski. Ambos escritores atisbaban de hecho en su tiempo y en el futuro— un futuro que en parte lo es todavía también para nosotros, pero que en parte es ya nuestro presente —el advenimiento del nihilismo, el fin de los valores y de los sistemas de valores, con la diferencia de que para Nietzsche, como nos recuerda Vittorio Strada, se trataba de una liberación que celebrar y para Dostoievski de una enfermedad que combatir. En este comienzo de milenio, muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combatir el nihilismo o llevarlo a sus últimas consecuencias.
«El viejo siglo no ha acabado bien», escribe Eric J. Hobsbawm en su Historia del siglo XX, añadiendo que acaba, para usar una expresión de Eliot, con una retumbante explosión y un enojoso lloriqueo. Otros reparan sobre todo en lo terrible de estos cien años —el «terrible siglo Veinte», con su primacía en lo que a hecatombes y exterminios se refiere, puestos en práctica con una monstruosa simbiosis de barbarie y racionalidad científica. Sin embargo sería injusto olvidar o menospreciar los enormes progresos realizados durante el siglo, que ha visto no solo cómo masas cada vez más amplias de hombres alcanzaban condiciones humanas de vida, sino también una continua ampliación de los derechos de categorías marginadas o ignoradas y una toma de conciencia cada vez más amplia de la dignidad de todos los hombres, presente incluso allí donde hasta ayer mismo no se sabía o no se quería reconocer e incluidas las formas de vida y civilización más apartadas de nuestros modelos.
Es realmente delictivo olvidar las atrocidades del siglo de Auschwitz, pero tampoco es lícito pasar por alto las atrocidades cometidas en los siglos anteriores sin que la conciencia colectiva cayera en la cuenta y le remordieran. Creer confiadamente en el progreso, como los positivistas del siglo XIX, es hoy día ridículo, pero igualmente obtusas son la idealización nostálgica del pasado y la grandilocuente énfasis catastrófica. Las nieblas del futuro que se cierne exigen una mirada que, en su inevitable miopía, se vuelva menos miope gracias a la humildad y a la autoironía.
Estas nos ponen en guardia frente a la tentación de abandonarnos al pathos de las profecías y las fórmulas que hacen época, ya que se tornan cómicas a la que uno se descuida, como la famosa frase según la cual en 1989 habría acabado la Historia, frase que ya entonces bien podía haber encontrado acomodo en el Diccionario de lugares comunes y de idioteces de Flaubert. El Ochenta y nueve, por el contrario, lo que hizo fue descongelar la Historia, que había permanecido durante decenios en el frigorífico, y esta se desentumeció dando lugar a una maraña de emancipación y regresión, tan a menudo unidas como las dos caras de la misma moneda. El principio de autodeterminación, que afirma la libertad, desata conflictos sangrientos que conculcan la libertad de los demás; otro ejemplo del cortocircuito del progreso y el regreso es el constituido por el incremento económico y el desarrollo de la producción, que provocan una disminución de la ocupación aumentando así el número de los excluidos de un tenor de vida aceptable y creando por consiguiente las premisas, advierte Dahrendorf, para gravísimas tensiones y conflictos sociales.
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