Claudio Magris - Instantáneas
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- Libro:Instantáneas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2016
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Instantáneas: resumen, descripción y anotación
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Instantáneas — leer online gratis el libro completo
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La muerte fue instantánea.
ALDO PALAZZESCHI
Istantanea
… eseguita con un tempo di esposizione
molto breve senza l’impiego di
un sostegno…
SALVATORE BATTAGLIA, Grande dizionario della lingua italiana
Instantánea
… obtenida con una exposición de una
fracción de segundo…
M. SECO, O. ANDRÉS y G. RAMOS, Diccionario del español actual
A mi padre y a mi madre
Título original: Istantanee
Claudio Magris, 2016
Traducción: Pilar González Rodríguez
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
El lector encontrará aquí textos breves capaces de capturar lo que tiende a escurrirse entre los dedos, de retratar con perspicacia y acidez comportamientos humanos, de observar el mundo con una sofisticada mezcla de humor, melancolía, bondad y sabiduría. El resultado es un ramillete de deliciosas miniaturas en las que asoman temas, personajes y situaciones variopintos: la ciudad de Trieste; un episodio cómico vivido en la Galería Leo Castelli de Nueva York que ilustra las imposturas del arte de vanguardia; el modo ridículo en que Thomas Mann se entera del inicio de la Segunda Guerra Mundial; los editores que imponen finales felices a los autores a los que publican; el secreto motivo por el que una conferencia muy erudita y potencialmente soporífera se llena a rebosar; los congresos culturales y el sexo; la soledad de las parejas…
Claudio Magris
ePub r1.0
Titivillus 26-07-2020
En el Jardín público de Trieste, a los pies de una estatua que representa a una Italia semidesnuda con un águila bicéfala en el hombro —símbolo de la Austria de los Habsburgo abatida en la Primera Guerra Mundial y transformada en una especie de exquisita pieza de caza para la cazuela— hay una paloma muerta. Está caída con las patas arriba; tiene un ojo hinchado por la sangre coagulada y medio fuera de la órbita. Seis o siete palomas salen de una mata, se acercan a saltitos en fila, ordenadamente. Le saltan encima por turnos, una detrás de otra, mientras el resto del grupo mira, la montan batiendo frenéticas las alas y abriendo y cerrando el pico sin parar. La violación necrófila dura muy poco cada vez, es evidente que los palomos son amantes rápidos; pero todos se vuelven a poner a la cola y cada uno, cuando tras unos segundos le toca de nuevo, repite la operación. Alguno, antes de bajarse del cuerpo cada vez más destrozado e informe, estira y dobla el cuello y da un par de violentos picotazos a la cabeza inmóvil y pisoteada, golpeando sobre todo el ojo herido y al fin despachurrándolo definitivamente. Tras unos minutos, el grupo se aleja, desaparece entre las flores de los pensamientos. Un palomo se queda rezagado, se para y mira receloso con un ojo dilatado, rígido como el del cadáver.
17 de abril de 1999
También en las tabernas se habla de la guerra en Serbia y, por extensión, de la guerra en general. Y el tabernero de una taberna situada a los pies de la colina de San Justo, en Trieste, da su opinión desde detrás de la barra. También él hizo la guerra en el 44-45, pero no podría decir con seguridad por quién y contra quién. Los alemanes lo habían arrestado y, después de unos meses de cárcel, le ofrecieron la alternativa de ser deportado a Alemania o de colaborar con ellos. Tras haber optado por la segunda solución —se puede elegir solo lo menos malo, dice, nunca lo mejor—, fue enviado a vigilar una vía de tren con otros entre los que destacaba un charcutero de Roma, que le enseñó a qué temperatura deben conservarse los distintos embutidos.
En aquella vía nunca sucedía nada; en una ocasión ayudó a una mujer que arrastraba una maleta bastante pesada a cruzar la vía y a subir el escarpado terraplén del otro lado. Por la noche, en cambio, llegaban a veces los partisanos y disparaban contra el cuartel en el que se encontraban, que, además, era una osmiza, una casa hostería en el Carso. Por suerte el charcutero tenía una metralleta que disparaba muchas ráfagas; él, por su parte, lanzaba bombas de mano por la ventana, pero a ciegas, desde el fondo de la habitación para no convertirse en blanco fácil y sin ver dónde caían las bombas. Por la mañana los partisanos se retiraban, ellos se preparaban algo de comer y dormían un par de horas. Capturado por los partisanos, que finalmente tomaron el cuartel-osmiza, fue conducido esposado a un puesto de mando en Eslovenia y la mujer a la que había ayudado a cruzar la vía lo reconoció en el pueblo. Una vez liberado, fue reclutado por los partisanos, que lo pusieron a trabajar en la cocina, donde aprendió los rudimentos de su posterior trabajo de tabernero.
Es un hombre generoso, con un sentido instintivo de solidaridad con los demás. En los solemnes funerales de los tres periodistas de la RAI muertos en Mostar, que se celebraron en la catedral de San Giusto en febrero de 1994, la corona más grande era la que había enviado él, que no los había conocido. Así, por generosidad: «No puedo ofrecerles una copa, así que…». Cuando le pregunto si durante los asaltos a aquella casa en que lo habían metido los alemanes había muerto alguien, responde «¡Nooo!», sorprendido por la pregunta. Pero tampoco se habría escandalizado si hubiese sucedido, incluso a él. Morir forma parte de los obvios riesgos del oficio de vivir. Como dijo un escritor polaco, Stanisław Lec —que él no ha leído, pero con el que está plenamente de acuerdo sin saberlo—, vivir es siempre peligroso, quien vive muere.
5 de mayo de 1999
En Budapest, en una sala abarrotada de gente se celebra un congreso literario. De pronto se oyen voces alarmadas que piden un médico. Un anciano, vestido con traje azul, camisa blanca y cuello duro, se ha desplomado, térreo y exánime, en una silla. Se abren ventanas, alguien llama a una ambulancia, llevan al hombre a una habitación contigua y lo acomodan en un sofá. En el estrado, organizadores y oradores se miran desconcertados sin saber qué hacer, divididos entre el respeto por la vida, es decir, por la (eventual) muerte, el deber hacia el público, el impulso automático de llevar a término, pese a todo, lo que habían iniciado, la vanidad de oír elogiar el propio libro y todos con el temor de pasar por gafe si sucedía lo peor mientras estaba hablando precisamente él. Es posible que alguno desee que, si tiene que suceder, no suceda allí, sino en otro lugar, en el hospital, al día siguiente.
Las tranquilizadoras aunque cautas noticias que llegan de la sala contigua, cada vez más positivas, inducen a reanudar los trabajos que, tras cierta indecisión, prosiguen más ágiles y brillantes por momentos y concluyen con la satisfacción prevista. Después del congreso, se sirve un abundante y sabroso aperitivo en otro salón, que en pocos minutos rebosa de gente engullendo a dos carrillos. En medio de aquel guirigay se descubre de pronto al anciano poco antes moribundo totalmente recuperado —quizá de una hipoglucemia— atracándose de crepes y cotechino, de pie, zarandeado por el gentío, con las manos ocupadas con vasos y platos de cartón.
Uno de los conferenciantes lo mira adusto, tal vez indignado por que se hubiera interrumpido su lectura por un malestar de nada; para interrumpir justificadamente a un escritor como él tiene que haber un motivo serio, por ejemplo, algo que tenga que ver con la muerte o con su eventualidad, no una indisposición de poca monta, inapropiada para la importancia y el peso de sus libros. La muerte no debería ser tan de poco fiar. De todas formas, no se puede conmover a los demás dos veces en un breve espacio de tiempo; si el viejecillo muriese ahora, con aquella tarta de chocolate entre las manos, conmovería los espíritus bastante menos que dos horas antes. Incluso para un personaje famoso sería una verdadera mala pata morir poco después de Versace y Lady Diana, cuando el atracón de blandenguería sentimental había agotado las reservas de líquido lacrimal para una temporada.
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