¿Qué grandes hitos de la historia antigua conocemos? ¿Cuánto del pasado ha trascendido al mundo contemporáneo? Fueron muchos los pueblos poderosos que alcanzaron la gloria y se desplomaron. ¿Qué sabemos de ellos? Cavernas, pirámides, imperios es una apasionante crónica de nuestro pasado, que concede voz a los más relevantes legisladores, políticos, militares, a los gigantes de la cultura y el pensamiento. También a los individuos anónimos, a nuestros ancestros, cuyos hábitos, invenciones, creencias y valores han ido conformando, a través de los siglos, el mundo actual: el fuego, la pintura, la rueda, la escritura, la lengua, el sexo, la espiritualidad, los metales, el caballo, el carro de guerra o la moneda. David Solar recorre aquellos milenios de la Prehistoria y de la Historia Antigua con amenidad, rigor y siempre con humor, enriqueciendo el relato con el inacabable anecdotario generado por los seres humanos.
David Solar
Cavernas, pirámides, imperios
El pasado del hombre como nunca te lo habían contado
ePub r1.0
Titivillus 28.07.17
David Solar, 2011
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
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A mi esposa Soha, a mis hijos David,
Myriam y Teresa, a mi nieta Cayetana.
Todos han pagado el precio de mi dedicación a esta obra.
Notas
[*] El Halcón sería el faraón, Horus, el halcón de Egipto; el ureo, la serpiente, símbolo del Delta, y la Residencia, Menfis, corte real en el Reino Antiguo.
SEGUNDA PARTE
ESCRIBIENDO LA HISTORIA
PRIMERA PARTE
EL AMANECER HUMANO
INTRODUCCIÓN
H ace 12 000 años subieron las temperaturas entre ocho y quince grados, y nuestro planeta dejó atrás los fríos glaciares de anteriores milenios. Comenzó entonces una era climatológica con un funcionamiento parecido al actual. Durante el Holoceno, que es como se conoce a ese periodo geológico, el incremento del calor provocó extraordinarios cambios: el hielo, que había cubierto gran parte del hemisferio norte, se fue retirando paulatinamente dejando al descubierto continentes enteros, como Norteamérica y Europa central y septentrional. La licuación de las masas heladas elevó entre 130 y 150 metros el nivel de los océanos, causando un fenómeno multifacético: las tierras bajas fueron inundadas y numerosos valles costeros, invadidos por el mar, convirtieron en islas zonas que antes estuvieron unidas a los continentes, como ocurrió con las islas Británicas, separadas del continente europeo por el canal de la Mancha, o con Sicilia, que quedó aislada de Italia, o con Córcega y Cerdeña, antaño dos mesetas elevadas de una sola isla; otras tierras, liberadas del inmenso peso de los hielos, elevaron su nivel, caso de la península Escandinava, fenómeno que configuró el mar Báltico.
La nueva climatología propició la extensión de las superficies boscosas e introdujo una gran variedad de especies: las que habían predominado en las pasadas épocas heladas —líquenes, abedules y coníferas— retrocedieron hacia las regiones más frías, próximas al Ártico y a la Antártida. En cambio, en las zonas templadas y húmedas proliferaron el roble, el tilo, el olmo, el avellano, el castaño, el cedro, la encina o el nogal y se adaptaron a la nueva situación algunas especies de coníferas, como el pino o el ciprés.
La fauna siguió el mismo proceso: los animales propios de climas muy fríos, como el reno, el antílope de las estepas, el mamut, el megaterio, el mastodonte o el rinoceronte lanudo, emigraron hacia el norte o se extinguieron paulatinamente. Mientras, en las zonas templadas se desarrollaron especies como el ciervo, el corzo, el rebeco, la cabra o el jabalí, y algunas que habían madurado en épocas glaciares, como el oso, el lobo, el zorro o el chacal, además de perpetuarse en los reductos más fríos, se adaptaron también a los bosques templados.
Pero fue el hombre quien más experimentó el cambio. Las poblaciones costeras hubieron de emigrar hacia tierras más altas empujadas por la subida del nivel de los océanos, pero su adaptación no fue muy traumática porque ante ellas se abrían inmensas extensiones de tierras vírgenes donde antes reinaba el hielo; las oscuras y húmedas cuevas en las que el hombre se había refugiado durante milenios ya no fueron imprescindibles: paulatinamente, sus habitantes se desplazaron a las amplias entradas porticadas que algunas tenían y, a continuación, comenzaron a erigir las primeras cabañas utilizando recursos vegetales, arcilla y pieles. Las comunidades que vivían de la pesca y el marisqueo en las riberas del mar únicamente tuvieron que adaptarse a las nuevas pesquerías; mayores dificultades sufrieron las sociedades de cazadores, que, acostumbradas a capturar presas de un número muy limitado de especies sobre el hielo o la nieve, hubieron de readaptar su técnica cinegética a los bosques y a un número variadísimo de animales cuyo aprovechamiento modificó sus hábitos alimentarios.
Fueron, sin embargo, cambios muy ventajosos: los bosques, que planteaban dificultades para cazar y para relacionarse, brindaban madera en abundancia, antes un material escaso. Madera para el fuego, para construir cabañas y abrigos, para fabricar armas y utensilios. También proporcionaban alimentos como avellanas, bellotas, nueces, castañas y demás tipos de bayas, además de frutas, de rizomas, de leguminosas y gramíneas, fundamentalmente trigo y cebada silvestres, todo ello escasísimo o inexistente en los milenios glaciares del Paleolítico Superior.
Pero hagamos aquí un pequeño alto para aclarar la nomenclatura simplificada que emplearemos al referirnos a la Prehistoria y las fechas en las que nos moveremos, por muy discutibles que sean y por muy variables que resulten, dependiendo del lugar del que hablemos.
Christian J. Thomsen, arqueólogo, anticuario y conservador del Museo de Antigüedades de Copenhague, tenía un problema que le agobiaba desde su llegada al museo: cómo catalogar las cajas de objetos de piedra, bronce y hierro que tenía almacenados. Probablemente, aparte de su naturaleza, lo más lógico sería clasificarlos por orden de antigüedad. El problema es que ni la conocía ni tenía medios para averiguarla. Afortunadamente, en un momento determinado le llegó una partida de objetos extraídos de un mismo yacimiento, clasificados según las capas del terreno en las que habían sido hallados, de modo que, lógicamente, los encontrados en las más superficiales habían de ser más modernos que los procedentes de las capas más profundas. Por tanto, en 1836, los catalogó, de más antiguos a más modernos, en Edad de Piedra, Edad del Bronce y Edad del Hierro.
En 1865, el naturalista J. Lubbock, amigo de Darwin, avanzó un paso más en la clasificación de los objetos líticos, cuyo rasgo más llamativo consistía en que unos eran tallados y otros, pulimentados. La perfección y finura de las piezas indicaban claramente que los últimos debían de ser más modernos. Lo confirmaron algunas excavaciones en las que aparecieron útiles pétreos de ambos tipos: los de niveles más modernos estaban pulimentados; los más antiguos, tallados: de ahí surgió su clasificación en Paleolítico y Neolítico (del griego lithos, «piedra»): «Piedra antigua» y «Piedra nueva». Cuando, ya mediado el siglo XX, surgió la posibilidad de conseguir dataciones más precisas, y conforme se fueron clasificando los objetos por técnicas y estilos, se decidió abrir un periodo intermedio, el Mesolítico, edad de la «Piedra media».