Í NDICE
Para mamá
I NTRODUCCIÓN
P ermítanme comenzar con una escena de Los Simpson:
M ARGE (canta «Blowin’ in the Wind»): «¿Cuántos caminos debe un hombre recorrer para que puedan llamarlo un hombre?».
H OMER : Siete.
L ISA : No, papá, es una pregunta retórica.
H OMER : ¿Retórica, eh?… ¡Ocho!
L ISA : ¿Sabes lo que significa «retórica»?
H OMER : ¿Que si sé lo que significa «retórica»?
No es exagerado decir que el libro que tiene en sus manos gira en torno a esta breve escena. ¿Sabe usted qué significa «retórica»? Porque debería saberlo. Y si Homer Simpson, uno de los grandes representantes del hombre corriente de finales del siglo XX , es capaz de hacer una broma sobre la retórica, puede estar seguro de que es un tema que no tiene por qué ser intimidatorio.
Así que ¿qué es la retórica? En la definición más sencilla posible, la retórica es el arte de la persuasión: el intento de un ser humano de influir en otro mediante palabras. No es más complicado que eso. Probablemente usted está acostumbrado a asociar la retórica con la oratoria formal: los discursos que pronuncian los políticos por televisión, los directivos en las juntas anuales de accionistas y los sacerdotes en la misa dominical. Lo cual es cierto, pero entonces es cuando la retórica resulta más visible; cuando se viste de largo y saca brillo a sus zapatos de baile. Sin embargo, esa no es más que una parte de todo el vasto terreno que abarca el término.
La retórica es un campo del conocimiento: es decir, algo susceptible de ser analizado y comprendido de la misma forma que la poesía. Igual que quienes estudian poesía hablan de anapestos y cesuras y versos catalécticos, los que estudian la retórica han aprendido a reconocer el nombre de algunas de las formas en que funciona el lenguaje retórico.
Pero la retórica es también —principalmente— una habilidad práctica: lo que uno de sus primeros y más importantes teóricos, Aristóteles, describió como techné, de la que se deriva la palabra «técnica». Con ese término pretendía diferenciarla de la filosofía. La filosofía constituye un conjunto de métodos para llegar a una comprensión desinteresada de las verdades eternas del mundo. La retórica está orientada a un fin práctico: es un medio para alcanzar un objetivo.
La retórica sirve para conseguir cosas, y nuestros antepasados lo sabían. Durante quince siglos aproximadamente, el estudio de la retórica estuvo en el centro de la educación occidental. Ser capaz de reconocer las técnicas retóricas y saber utilizarlas era uno de los atributos básicos de todo hombre educado (entonces la mayoría eran hombres… lo siento).
Y era lógico que así fuera. El funcionamiento del Estado tenía, y sigue teniendo, dos instituciones centrales —los tribunales de justicia y la maquinaria del gobierno— en las que la práctica de la retórica era fundamental.
Por el momento no hablaré de los tropos y figuras que componen la caja mágica del retórico. La falta de espacio me impide explicar cómo los misteriosos Córax y Tisias ya urdieron todo el asunto en el siglo V a. C. No me detendré en la forma en que una confusión de hace mucho tiempo ha hecho que se hable de occupatio —cuando en realidad se quiere decir occultatio — para describir el proceso de transmitir una información que, en apariencia, se considera poco importante.
Por el contrario, comenzaremos con una panorámica general. Propongo que tomemos una página del libro de William Empson. En la introducción a su obra clásica de crítica literaria, Seven Types of Ambiguity [Siete clases de ambigüedad], estableció sus términos: «Ambigüedad, en el lenguaje cotidiano, significa algo muy característico y, como norma, ingenioso o engañoso. Mi intención es utilizar esa palabra en un sentido amplio y consideraré pertinente para mi tema cualquier matiz verbal, por tenue que sea, que permita reacciones distintas al mismo fragmento de lenguaje».
Tras anunciar que se proponía definir la ambigüedad «en un sentido amplio», añadió en el párrafo siguiente que «en un sentido lo suficientemente amplio cualquier proposición en prosa puede considerarse ambigua». De un plumazo, Empson había firmado el equivalente disciplinario de un cheque en blanco. Y a partir de ahí aquel barbudo excéntrico se puso a demostrar que «el gato estaba sentado en la alfombra» es una proposición extremadamente ambigua.
Mi intención es utilizar «retórica» en un sentido amplio. Con esto no quiero decir simplemente que me voy a permitir la máxima libertad para escribir acerca de lo que me interesa —aunque lo voy a hacer—, sino también que todo el proyecto del libro se asienta, espero, sobre la conciencia de que prácticamente cualquier acto de habla puede entenderse de una forma u otra como retórico, bien en sí mismo o en el contexto en que se profiere.
Voy a poner un ejemplo de esto último. Si digo: «Tony tiene una enfermedad venérea y halitosis», es lisa y llanamente la declaración de un hecho, o, al menos, eso es lo que se supone. Pero puede cobrar un carácter más o menos retórico dependiendo del contexto en que la profiera.
Contexto uno: Soy recepcionista de un médico de cabecera y estoy leyendo a mi jefe los resultados de unos análisis clínicos de un paciente que nos han remitido. Aquí, la frase es todo lo neutral posible. Puede haber algo de mordacidad en «halitosis», pero básicamente estoy transmitiendo información sin intentar convencer. Si tiene el efecto de inducir al médico a tomarse la tarde libre, es fortuito. Si, por otra parte, fuera un recepcionista sin ninguna profesionalidad y mientras leyera el diagnóstico me agarrara la garganta y sacara la lengua quizá estaríamos entrando en la región de la retórica epidíctica: la retórica del elogio y el insulto.
Contexto dos: Soy un abogado que está intentando desmontar la defensa del demandado, según la cual no solo es virgen sino que se encontraba en el dentista cuando supuestamente engendró un hijo con la señorita X. En este contexto estoy tratando de convencer a mi audiencia de algo sobre el pasado. Esto entra de lleno en el ámbito de la retórica judicial o forense, el tipo de retórica que se da con más frecuencia en los tribunales.
Contexto tres: Soy amigo de la señorita Y. Estamos en un club nocturno y ella ya no se tiene en pie. Después de una docena de cubalibres, ha empezado a echar miradas cariñosas a Tony, el guaperas de camisa abierta que está al otro lado de la barra poniendo posturitas de discoteca. Mi objetivo no es transmitir información, sino hacer menos atractiva la perspectiva de irse a casa con Tony. (Y, quizá, más atractiva la de venirse conmigo). De nuevo, intento convencer y mi interés no está en el pasado o en el presente, sino en el futuro. Esto es lo que se denomina retórica deliberativa, y si resulta útil en los clubes nocturnos aún lo es más en la política.
Pero dejemos a Tony. Y dejemos también la división de la retórica en epidíctica, judicial y deliberativa, aunque volveré a ella pronto. Por el momento, lo que me interesa dejar claro es que la retórica significa mucho más que la oratoria formal ensayada. Con sus tentáculos alcanza todos los rincones de la vida cotidiana y salpica de polvo mágico la conversación más convencional. (¿Tentáculos? ¿Polvo mágico? Como ve, tiene facetas insospechadas).