Título:
Al servicio del Reich. La física en tiempos de Hitler
© Philip Ball, 2014. Edición original en inglés:
Serving the Reich. The Struggle for the Soul of Physics under Hitler
The Bodley Head, 2013
De esta edición:
© Editorial Turner de México, SA de CV
Alberto Zamora, 64
Coyoacán 04000 México D.F.
www.turnerlibros.com
Primera edición: septiembre de 2014
De la traducción del inglés: © José Adrián Vitier, 2014
ISBN: 978-841-6142-89-7
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
Enric Jardí
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
ÍNDICE
PREFACIO
P revalece cada vez más hoy en día el criterio de que la ciencia es una sincera exploración del universo: un esfuerzo por encontrar verdades libres de los dogmas y ambigüedades ideológicas de que adolecen las humanidades, empleando una metodología fija, transparente e igualitaria. Los científicos son, ciertamente, humanos, pero la ciencia (según este criterio) está por encima de nuestras mezquinas preocupaciones: ocupa un plano más noble, y aquello que revela es prístino y abstracto. Esta es una época en la que uno puede decir sin temor a ser cuestionado que la ciencia es conocimiento puro, desencarnado. Hay científicos y defensores de la ciencia que opinan que los historiadores, filósofos y sociólogos ofrecen, por su parte, poco más que verdades a medias, claudicantes y coyunturales; que los teólogos tejen redes de aire enrarecido, que los políticos son venales y avarientos cazadores de votos, y que a todas luces los teóricos literarios no son más que payasos y charlatanes. Incluso los historiadores, filósofos y sociólogos que estudian la propia ciencia suelen ser vistos con suspicacia, cuando no con hostilidad declarada, por los científicos profesionales, no solo porque complican la visión metódica que se tiene de la ciencia, sino porque algunos científicos no imaginan para qué podría necesitar la ciencia este tipo de escrutinio. ¿Por qué no pueden dejar que los científicos realicen en paz su tarea de desenterrar verdades?
Sin duda esta descripción panglossiana deja entrever mi escepticismo. Estas tendencias suelen tener sus altibajos. Es de todos sabido que los científicos han estado al servicio de Dios o, en otros tiempos, de la industria, o de la gloria nacional. Hace apenas unas décadas la ciencia parecía nadar a gusto en el medio cultural, encantándonos con imágenes de caos y complejidad y buscando el diálogo con los artistas y los filósofos. Pero los ataques de los fundamentalistas religiosos y políticos, las poses de los relativistas culturales y la charlatanería de los curanderos han llevado a muchos científicos a sentirse asediados y desesperados por recobrar un atisbo de autoridad intelectual. Pues sigue siendo cierto que la ciencia posee un método investigativo que funciona y que es fuente de conocimiento fiable, y de ello se enorgullecen con razón sus seguidores.
Insistir en la pureza de la ciencia es, sin embargo, peligroso, y yo espero que este libro aporte algunas razones para tal afirmación. Al estudiar las reacciones de los científicos que trabajaban en Alemania ante el auge del Tercer Reich no pude menos que quedar consternado al ver cómo las actitudes de muchos de ellos (que la ciencia es apolítica, que está por encima de la política, que es un llamado superior más digno de comprometer nuestra lealtad que cualquier otro asunto humano) se parecían muchísimo a las declaraciones que he leído y oído en boca de científicos de hoy en día.
Peter Debye, una de las figuras clave en esta historia, fue considerado un científico por antonomasia. Creo que un análisis de la vida de Debye demuestra cuán problemático puede llegar a ser este papel cuando, como ocurre tantas veces, la vida reclama otra cosa, algo a lo que no es posible responder con una ocurrencia o una ecuación, o, menos aún, con el argumento de que la ciencia no ha de prestar atención a asuntos tan mundanos.
Sin duda Debye, al igual que muchos de sus colegas, hizo lo que pudo en una época extraordinariamente difícil. Nos interese o no criticar sus decisiones, el verdadero problema para los científicos en Alemania en la década de 1930 no era una cuestión de limitaciones personales, sino el hecho de que la ciencia como institución carecía de una clara orientación social y moral. Había creado su propia coartada para actuar en el mundo. Es menester atesorar y salvaguardar la ciencia, mas no al precio de diferenciarla del resto de los empeños humanos, atribuyéndole obligaciones y fronteras éticas específicas, ni tampoco una ausencia específica de las mismas.
Quien primero llamó mi atención sobre la historia de Debye fue el historiador de la ciencia Peter Morris, y por ello le estoy profundamente agradecido. Mis intentos por orientarme entre las corrientes turbulentas de esta época en particular fueron conducidos, y espero que salvados de los peores desastres, por la ayuda extremadamente generosa de muchos expertos y de otras voces sabias; doy por ello las gracias a Heather Douglas, Eric Kurlander, Dieter Hoffmann, Roald Hoffmann, Horst Kant, Gijs van Ginkel, Mark Walker, Stefan Wolff y Ben Widom. Norwig Debye-Saxinger fue muy gentil al discutir conmigo algunos aspectos sensibles de la vida y obra de su abuelo. El Rockefeller Archive Center en Tarrytown, Nueva York, hizo muy agradable y productiva mi visita.
Mi agente Clare Alexander y mis editores Jörg Hensgen, Will Sulkin y su sucesor en The Bodley Head, Stuart Williams, han sido todo lo serviciales y colaborativos que yo, con mucha gratitud, he llegado a esperar de ellos. Quiero agradecer especialmente en esta ocasión a Jörg por su perspectiva de la cultura y la historia alemanas. Estoy muy contento de haber podido valerme una vez más de los servicios del sensible y fiable corrector David Milner. Como siempre, mi esposa Julia y mi familia son mi más fiel inspiración.
Philip Ball
Londres, marzo de 2013
PRÓLOGO
LAS MANOS SUCIAS DE UN PREMIO NOBEL
M uy pocos nombres de grandes físicos del siglo XX nos resultan familiares, pero Peter Debye goza, si es este el verbo adecuado, de una de las famas más exiguas dentro de ese panteón. Ello refleja en parte la naturaleza de su labor y sus descubrimientos. Albert Einstein, Werner Heisenberg y Stephen Hawking se han visto reconocidos, en muchos aspectos con toda justicia, por haberse pronunciado sobre profundos misterios de la naturaleza del universo físico. Debye, en cambio, realizó sus principales contribuciones en una de las áreas menos glamourosas de la ciencia: la fisicoquímica. Descifró el carácter físico de las moléculas, y en especial cómo interactúan estas con la luz y otras formas de radiación. Su diapasón profesional fue extraordinariamente amplio. Ayudó a entender, por ejemplo, cómo los rayos X y los haces de electrones pueden revelar las formas y movimientos de las moléculas, desarrolló una teoría de las soluciones salinas, creó un método para medir el tamaño de las moléculas de los polímeros. Por algunos de estos trabajos recibió el premio Nobel en 1936. Existe una unidad científica nombrada en su honor, y varias ecuaciones importantes llevan su nombre. Nada de esto suena tremendamente revolucionario, y en muchos sentidos no lo es. Pero Debye es justamente aclamado por los científicos de hoy en día por su fenomenal lucidez intuitiva y su habilidad matemática; era capaz de escudriñar el núcleo de un problema y desarrollar su descripción de maneras que no solo resultaban profundas sino útiles. Estas capacidades son extremadamente raras de encontrar combinadas en un mismo científico.
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