Título:
Contra natura
Sobre la idea de fabricar seres vivos
© Philip Ball, 2008
Edición original en inglés: Unnatural The Heretical Idea of Making People 2011, The Bodley Head
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2012
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: octubre de 2012
© de la traducción: Víctor V. Úbeda, 2012
ISBN: 978-84-15427-64-3
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
The Studio of Fernando Gutiérrez
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
NO ES NATURAL
L os seres humanos, por supuesto, sabemos fabricar gente. Millones de personas lo hacen a diario y, aunque no siempre tengan éxito, yo diría que en general disfrutan con el intento. Ni que decir tiene que este libro no versa sobre ese método de creación; o mejor dicho, versa sobre los límites de ese método y todo lo que hay más allá. Y sobre cómo saber, si es que es posible saberlo, dónde residen esos límites.
Podemos afirmar con cierta confianza que los métodos alternativos empleados a lo largo de la historia para fabricar seres humanos –con arcilla, con materia en estado de putrefacción, con trozos de cadáveres– no funcionan. Lo intrigante es que el consenso acerca de la inutilidad de tales métodos es relativamente reciente. El hecho de que durante mucho tiempo no reparásemos en su ineficacia, o, cuando menos, no estuviésemos seguros de ella, nos dice algo interesante y, a mi modo de ver, importante.
En primer lugar, nos dice que la creencia en la posibilidad de crear seres humanos artificiales, como toda creencia no fundada en hechos objetivos –la astrología, la predestinación, la vida ultraterrena en el cielo o en el infierno–, revela deseos y temores muy arraigados. En segundo lugar, la creencia es errónea no de un modo trivial, sino por motivos bastante complejos que no se deben únicamente a la ignorancia; es más, en cierto sentido puede que no tenga nada de errónea. En tercer lugar, el mero hecho de que sea una equivocación pensar que es posible fabricar seres humanos por esos medios no anula la influencia de esa idea en nuestras costumbres, suposiciones, actos y juicios, y en ocasiones, contra toda lógica, puede incluso amplificarla.
La idea de la procreación artificial nunca ha tenido tanta vigencia como hoy en día. En los debates públicos sobre reproducción asistida, “bebés de diseño”, modificación genética, investigación con embriones y clonación, resulta poco menos que obligado aludir a los “viejos” mitos: el homúnculo de los alquimistas, Fausto, Frankenstein, Un mundo feliz … Por lo general, estas alusiones no son más que un acto reflejo que se dispara sin tener demasiado en cuenta la connotación exacta de esos referentes. Con todo, por muy fáciles e irreflexivas que sean esas menciones periodísticas a Frankenstein, no dejan de transmitir un mensaje. Creemos saber lo que insinúan. Y no insinúan nada bueno.
Los científicos que en la actualidad se dedican a investigar nuevos métodos de “hacer seres humanos” –expresión que a lo largo de las páginas siguientes sintetizaré en el término griego equivalente de “antropopeya”– suelen ofenderse por esas intromisiones, a su juicio lamentables, del mito y la leyenda en su esfera de actividad. Henos aquí, dicen los científicos, tratando de mejorar la medicina y de aliviar la condición humana, procurando, en definitiva, hacer “el bien”, y lo único que ve la gente son individuos morbosos y macabros e inventores locos. En 1989, cuando arreciaba la polémica sobre la investigación con embriones humanos, práctica que de pronto era posible gracias a la fecundación in vitro (FIV), Robert Edwards, uno de los pioneros de esta técnica de reproducción asistida, dijo: “Hagan lo que hagan los embriólogos contemporáneos, suscita las discusiones más acaloradas, pues surge el miedo a los bebés diseñados a la carta, a los clones, a los ciborgs o a cualquier otra fantasía pesadillesca”.
“El problema empezó en la década de 1930,unos mitos y leyendas preexistentes, que en cualquier caso habrían ejercido su influencia. Edwards tal vez desearía que Huxley nunca hubiese escrito Un mundo feliz, pero, como veremos, la autoría de la novela fue casi accidental; las ideas ya estaban firmemente asentadas antes de que el escritor las plasmase sobre el papel.
Edwards tampoco percibió el verdadero papel que desempeñan las metáforas de la antropopeya. No se trata simplemente de que haya historias y leyendas que forjan estereotipos inconvenientes y engañosos. Los relatos que narramos sobre seres humanos artificiales –cómo se crean y la apariencia que les suponemos– reflejan algunos de nuestros sentimientos más profundos acerca de lo que es natural y lo que no, y acerca de lo que esta distinción implica en términos de moral. Y es que la creación de seres humanos siempre ha sido motivo de juicios morales, que en el fondo son juicios sobre el carácter natural o antinatural de tal o cual práctica. Como dice el biólogo molecular Lee Silver, “casi todas las personas instruidas perciben ‘natural’ como sinónimo de bueno, mientras que la idea opuesta, lo antinatural, artificial o sintético, suscita una reacción negativa”. En consecuencia, afirma Silver, “todos los argumentos naturalistas en contra de la biotecnología son, en realidad, argumentos espirituales camuflados”.
Esta connotación de lo natural es, como veremos, una construcción histórica. El prefijo alemán un- se añadió a comienzos de la edad moderna al vocablo inglés natural para denotar actos que se consideraban censurables por ser contra naturam, es decir, por ir en contra de la naturaleza. En palabras del historiador Helmut Puff:
Lo antinatural no es simplemente lo que no es natural,lo puro y lo impuro […] Lo antinatural connota un estado atroz que debería provocar la condena más vehemente. La finalidad del calificativo es mover a la acción, aunque la naturaleza exacta de esa acción implícita permanezca indefinida. No obstante, la respuesta emocional que se solicita al oyente/lector mediante ese vocablo está clara: el horror.
VIEJAS HISTORIAS Y MUNDOS FELICES
Robert Edwards tenía motivos sobrados para quejarse de la imagen que se daba de su actividad en el debate público. Cuando a finales de 1987 el gobierno británico hizo público un marco provisional para regular la investigación con embriones, el diario Today tituló la noticia con la frase “Freno a los científicos Frankenstein”, mientras The Sun acompañaba su crónica con un fotograma de una película de Frankenstein. El Times hablaba de “crear bebés a partir de cadáveres”, y ni siquiera el suplemento dominical del Independent, un periódico que en líneas generales apoyaba la investigación con embriones, se resistió a titular su reportaje sobre la Ley de Fecundación y Embriología Humanas, promulgada en 1990, con la frase “Un embrión feliz”. Quienes se oponían a la investigación se manifestaban preocupados ante la posibilidad de que, en palabras de un diputado británico, “el objetivo final sea producir un niño completamente in vitro o producir individuos genéticamente idénticos mediante clonación”.
No obstante, el verdadero trasfondo de esos titulares es complicado. Los grupos de presión partidarios de la investigación con embriones caen en la tentación de presentar la polémica como un ejemplo del enfrentamiento entre la ignorancia supersticiosa y paranoica, de un lado, y las tentativas racionales de indagar en la naturaleza y mejorar la condición humana, de otro –una reedición, por así decirlo, del acoso que sufrió Galileo–; pero en muchas ocasiones son los propios científicos quienes menoscaban ese argumento. De hecho, cuando hacen declaraciones de esa índole, ellos mismos están apelando de forma inconsciente a viejos mitos.
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