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Noam Chomsky - Razones para la anarquía

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Noam Chomsky Razones para la anarquía
  • Libro:
    Razones para la anarquía
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    2014
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Razones para la anarquía: resumen, descripción y anotación

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Este volumen reúne ensayos y conversaciones donde el gran lingüista recupera las herencias convergentes del anarcosindicalismo, el socialismo libertario y el marxismo antiautoritario para trazar los rasgos de un programa sedicioso basado en voluntades colectivas que no menoscaban los derechos individuales. Cuando la erosión de las instituciones amenaza los fundamentos mismos del sistema (peligrosa o felizmente, según se mire), cuando una economía rapaz incrementa las desigualdades hasta el límite de lo soportable, cuando movimientos de raíces muy diversas cuestionan tanto el orden social como las inercias jerárquicas de la vieja izquierda, Noam Chomsky rescata el venerable legado anarquista de las brumas utópicas o las añoranzas derrotadas para colocarlo en el centro del debate. Para conducirlo con rigor y lucidez al nuevo campo de batalla.

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Razones para la anarquía Noam Chomsky Introducción de Nathan Schneider - photo 1

Razones
para la anarquía

Noam Chomsky

Introducción de Nathan Schneider

Traducción de Álex Gibert

BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES Introducción Anarcocuriosidad o la - photo 2
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES
Introducción Anarcocuriosidad o la Norteamérica anarquista

En la primera noche de un viaje solidario que hice en autobús por Cisjordania, fui testigo mudo de una charla entre universitarios llegados de todos los rincones de Estados Unidos. La conclusión a la que llegaron fue sorprendente: a su manera, eran todos anarquistas. Repantigados en los sillones del vestíbulo de un hotel desolado junto al campo de refugiados de Yenín, devastada por la guerra, los estudiantes comenzaban a sondear sus respectivas filiaciones políticas, insinuadas ya en su forma de vestir y en sus tatuajes. Durante los diez días que duraría el viaje tendrían tiempo de sobra para que todo aquello saliera a la luz, junto con las inevitables confesiones de sus traumas de infancia.

—En el fondo, lo que a mí me va es el anarquismo —reconoció uno de ellos.

—Ahí la has clavado —dijo otro, aprovechando la coyuntura.

No tardaron mucho en alcanzar un consenso general sobre ideologías y modismos de nuevo cuño (ableísmo, identidades transgénero, zapatismo, black blocs, teorías de la frontera, etc.) y aquella unanimidad casi absoluta les pareció una casualidad cósmica, aunque no lo era tanto.

Era el otoño de 2012, poco después del primer aniversario de Ocupa Wall Street (OWS). Una nueva generación de activistas acababa de consumir su ración de protagonismo y el mundo les parecía rebosar de posibilidades…, aunque no sabían exactamente por dónde tirar. Habían tomado parte en una rebelión que aspiraba a crear una sociedad horizontal, pero se negaban a transmitir sus peticiones a la autoridad competente y, como otros movimientos germinados al mismo tiempo en todo el mundo, se preciaban de no tener líderes concretos.

OWS no podría definirse como un fenómeno puramente anarquista; aunque algunos de sus iniciadores eran anarquistas confesos y muy convincentes, la mayoría de los participantes no hubiera definido sus motivos en los mismos términos. Con todo, el singular magnetismo de Ocupa Wall Street, que a tanta gente consiguió reunir en tantas plazas públicas, despertó en todos los manifestantes cierta «anarcocuriosidad», como se ha dicho en más de una ocasión.

Para la generación que OWS consiguió movilizar, la Guerra Fría lo es todo y no significa nada. Nuestra conciencia despertó cuando el comunismo era un ideal desahuciado, derrotado por nuestros abuelos reaganescos y, para colmo, probadamente genocida. El capitalismo había vencido en buena ley: las fuerzas del mercado funcionan. Seguía atrayéndonos cierta especie difusa de socialismo, como la que nos legó el eficiente sistema ferroviario con el que pudimos cruzar Europa mochila al hombro. Aunque la palabra «socialismo» había sido tan vilipendiada por la charlatanería hegemónica de Fox News que, desde un punto de vista político, resultaba inservible. «Socialismo» es también la palabra que la Fox suele asociar a Barack Obama, que llegó a la Casa Blanca con la ayuda de esta misma generación de activistas y cuya administración no ha hecho más que respaldar a la oligarquía corporativa, librar batallas de clones y poner entre rejas a miles de trabajadores inmigrantes y a cualquier héroe que haya osado denunciar la corruptela del sistema. Tanto hablar de «socialismo» para esto.

Así las cosas, más que una elección consciente el anarquismo es el rincón de la escena política en la que nos han ido confinando: un recurso apofático de última instancia que ha resultado muy fructífero, pues nos permite hacer política más allá de las líneas rojas o azules que suelen delimitar lo que en Estados Unidos se denomina «política» y hacerlo sin resignarnos a la traición inevitable de los dos grandes partidos. Por si esto fuera poco, nos permite asumir los valores que hemos mamado en Internet: transparencia, colaboración, libertad positiva y libertad negativa. Nos permite, en fin, ser lo que somos.

El anarquismo es la tábula rasa de la política de principios del siglo XXI , un nuevo modo de referirse al eterno ahora y a la posibilidad de reiniciar los relojes. En ninguna parte es más palmario que en Anonymous, la anárquica comunidad virtual cuyo único requisito de afiliación pasa por borrar nuestra identidad, historia, procedencia y responsabilidad.

Esta amnesia anarquista que se ha adueñado del activismo radical estadounidense es un reflejo fiel de la amnesia política que padece el país. Con la excepción de un par de mitos compartidos sobre nuestros esclavistas padres fundadores y nuestras más mortíferas contiendas bélicas, nos complace pensar que lo que hacemos es siempre algo nuevo, algo que sucede por vez primera. Esta clase de amnesia tiene su utilidad, confiere a nuestros proyectos una vitalidad precursora que parece ser la envidia del resto del mundo, tan cargado de historia. Pero también nos condena a inventar la rueda una y otra vez, a perpetuidad. Y eso nos priva de lo que hace del anarquismo una corriente que hay que tomar muy en serio: la perspectiva de aprender de las generaciones pasadas y concebir el modo de fundar una sociedad libre y organizada desde cero.

Nuestra capacidad de olvido es asombrosa. En 1999 un «consejo de portavoces» organizó las protestas que obligaron a suspender la cumbre de la Organización Mundial de Comercio en Seattle. Diez años después, una masa crítica de manifestantes de OWS decidía que esa misma estructura de poder era una innovación ilegítima, de un reformismo intolerable.

Hasta cierto punto, la culpa de esta amnesia que padecemos es nuestra, pero es también consecuencia de la represión de la amenaza que, en otro tiempo, el anarquismo parecía representar. No hay que olvidar que un presidente de Estados Unidos fue asesinado por un anarquista y fue otro magnicida anarquista quien dio el pistoletazo a la Primera Guerra Mundial. Algunos edificios de Wall Street lucen aún en sus fachadas las muescas anónimas de otras bombas anarquistas. Más útil —y peligroso— era el propósito de aquellos anarquistas que viajaban de punta a punta del país, enseñando a los obreros de la industria a organizarse para exigir un salario justo a los potentados sin escrúpulos que los explotaban. Por eso el cuestionario oficial de Ellis Island trataba de identificar a los anarquistas recién llegados de Europa; por eso murieron como mártires los anarquistas Sacco y Vanzetti en 1927; por eso hay jurados de acusación itinerantes que pueden encarcelar hoy a cualquier anarquista sin más cargos en su contra. Por eso, en fin, asistimos a prestidigitaciones liberales como la descrita en el tercer capítulo, que suprimió de la historia la revolución popular anarquista que tuvo lugar en España al inicio de la Guerra Civil.

En realidad, la tábula de la anarquía es cualquier cosa menos rasa. En este libro, Noam Chomsky ejerce de embajador de esa clase de anarquismo que suponemos olvidada, esa que tiene historia y es consciente de ella, y que ya ha demostrado que existe otro mundo posible. Chomsky tomó contacto con el anarquismo de muy joven, en Nueva York, antes de que la Segunda Guerra Mundial convirtiera la guerra maniquea entre el capitalismo y el comunismo en la religión laica e incuestionable de Estados Unidos. En las librerías de viejo que frecuentaba no sólo encontró la obra de Marx, sino también la de Bakunin. Asimismo, fue testigo de las concesiones de la clase capitalista durante la Gran Depresión, que para salvarse de la ruina legalizó los sindicatos a modo de red de seguridad. Y el sionismo en el que militó era un llamamiento al colectivismo agrario más que a la ocupación militar.

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