De Villena Luis Antonio - La Revolucion Cultural
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La revolución cultural
(Desafío de una juventud)
Luis Antonio de Villena
Un libro como éste debe comenzar sin duda (y el lector comprenderá muy pronto las razones), por aquella frase que Rabelais, con la inteligencia del que ve y la armonía del hombre que vivía el Renacimiento, coloca en el capítulo LVII del libro I de su Gargantúa y Pantagruel. Frase que es lema y norma de vida de cuantos quieren habitar la abadía de Telema: «Empleaban su vida, no según leyes, estatutos o reglas, sino según su voluntad y franco arbitrio. En su regla sólo figuraba esta cláusula: HAZ LO QUE QUIERAS, porque gentes libres, bien nacidas, bien instruidas, que conversan en honesta compañía, tienen por naturaleza un instinto y aguijón que, siempre, los empuja a obrar correctamente y los aparta del vicio.»
CONTRACULTURA: SIGNIFICADO Y ORIGEN
1. La «Gran Negación»
Herbert Marcuse, filósofo iluminado, líder de buena parte de la protesta estudiantil de los años sesenta, y hoy figura al parecer relegada al silencio, definió el tono de aquella protesta, con una expresión afortunada: La Gran Negación. Esto es, la separación, la destutelización por parte, sobre todo de los jóvenes, de una sociedad, de una forma de vida, incluso de un ámbito de familia. El no rotundo a un estado de cosas. Y esta misma expresión sirve también (en gran medida) para definir de forma general lo que se puede entender por contracultura. La contracultura es una gran negación. Y como toda negación, claro, supone una afirmación de valores opuestos o nuevos.
Y no se olvide que el hecho de que nos estemos refiriendo a algo aún en ciernes, aún no completamente desarrollado (aunque ya esbozado con gran claridad) hace que el intento de definición precisa, con límites de esto sí o aquello no, sea (además de poco deseable) casi imposible. La contracultura es, pues, una gran negación. Pero ¿de dónde viene esa negación y qué supone?
Delinear el origen del actual estado de cosas del mundo occidental, supondría investigar raíces históricas muy profundas.
Y no es ése el propósito de este libro. Supondría (digamos de forma muy somera) mencionar la concepción cientifista del mundo, que se inauguró casi con el Renacimiento. Y el cientifismo, aunque suene a paradoja, puede estar muchas veces reñido con la ciencia. Y mencionar también la tradición puritana y mercantilista, que tantas veces se ejemplifica con estampas de la Inglaterra victoriana, o con alfombrados salones de la próspera burguesía de tantas ciudades (incluso españolas) de finales del XIX. Supondría, además, mencionar la continua insensatez de la guerra. Pero con esto estamos ya en realidades más cercanas.
El terrible cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, supuso, por un lado, la inauguración de buena parte de las tensiones actuales (terror atómico, política de bloques, etc...), pero supuso, por otro, el primer embrión de desengaño, y la primera sacudida para algunas conciencias. ¿Por qué aquel horror, por qué un pueblo pudo estar inerte, aceptando mansamente aquellos totalitarismos que ocuparon los años anteriores a la Guerra? La guerra se empezó a ver —tras su final— como la consecuencia de una sociedad, de un modo de vida. Y así surgió la protesta de una generación beat en los Estados Unidos, o la desgarrada tristeza del existencialismo de bulevar, con los oscuros sótanos donde humeaba la pipa de Sartre o el heroísmo de Camus —en tantas cosas más actual que su compañero— mientras Juliette Greco, cantaba con sus más bellas erres rodadas y sus trajes negros, melancolías y afanes de despertar junto a alguien, en palabras (muchas veces) del impetuoso Boris Vian. Era la protesta trágica y dulce de la canción francesa.
Es cierto que no podemos aún hablar de contracultura (los beat han pasado a ella, el existencialismo en gran medida no) pero estamos, eso sí, en una de sus bases. La decepción y el horror tras una guerra desoladora. Después —y hablamos ya de días más cercanos — vino la tecnocracia. Sus inicios, naturalmente, son anteriores a la Guerra. La tecnocracia es una amalgama de visión científica y puritanismo. Pero su desarrollo tal y como hoy lo vivimos, parte de los años de la postguerra. Theodore Roszak, uno de los grandes alentadores de la contracultura, define la tecnocracia como la sociedad en la cual los que gobiernan se justifican porque se remiten a los técnicos, los cuales, a su vez, se justifican porque se remiten a formas científicas de pensamiento. Y, termina irónicamente Roszak, después de la Ciencia ¿a qué santo puede uno encomendarse? La tecnocracia supone o quiere una sociedad aséptica, eficaz, de expertos... Se entra en la maquinaria, se funciona, se consume, y todo el ciclo se alivia con una felicidad estúpida y prefabricada. Nadie negará a la tecnocracia su opulencia. Pero ¿adonde conduce? Funcionar, consumir, expertos, parecen radios de una rueda infernal, de una cadena de sinsentidos, que podría denominarse samsara, como el ciclo budista de las reencarnaciones, de la miseria de la existencia. La tecnocracia propone y alienta la competividad como relación humana, frente al verdadero contacto, o a la cooperación real. La competición el ser más que, espolea a los niños y es fuente de desgracia y vicio en el mundo adulto. La competitividad es (sobre esto no puede haber ninguna duda) la guerra.
En la tecnocracia el sexo no es gozo y alegría vital, sino necesidad canalizada (cosificación sin relación personal), orgasmo sin sentido. Su sexualidad es en el fondo puritana. La tecnocracia es una felicidad sin vida, una riqueza, un afán de posesión y de consumo, innecesario. Su ideal parece ser (y aunque aún estemos muy lejos de él ya se hacen previsiones) aquel mundo feliz de pildoras y engranajes que viera Aldous Huxley en su Brave New World. La tecnocracia puede suprimir los problemas de la pobreza, de la marcada diferencia social, puede traer la sociedad de la abundancia, pero su eficiencia, su consumismo, su totalitarismo subliminal, su mundo de expertos, está ajeno a la vida, no satisface las reales necesidades del hombre, impide que éste goce y sienta, que se comprenda, que se forme, que asuma en definitiva su propia personalidad y su libertad humana. La tecnocracia no lleva a ninguna parte... Este sistema de vida, aséptico y opresivo —aparentemente sin ideología— y la tolerancia de la generación adulta para con él (aun cuando se haya comprobado que no es fuente de eterna felicidad) han motivado como decisivo factor el surgimiento de la joven contracultura. La gran negación a todo ese sistema.
Y, finalmente, tendríamos que hablar del desengaño político. Capitalismo y socialismo (en su realidad actual) son jugadores que se debaten en un mismo césped. Lo importante no es quien gane (intuimos que no ganará nadie) sino el césped, el terreno en que se juega. El árbitro. La Izquierda tradicional no soluciona los problemas de una sociedad tecnocrática. Con aspecto sólo superficialmente distinto, también los países llamados socialistas (incluso, y a pesar de sus condicionamientos históricos tan diferentes, la China de Chou En-lai) son —o apetecen ser— una tecnocracia burocrática. Las diferencias, como digo, son exteriores. Bandos distintos de un mismo juego. El reglamento es igual para los dos.
La tecnocracia es, naturalmente, ese reglamento o ese árbitro. Esto se vio antes en Estados Unidos que en Europa (dice Roszak) porque allí no existía apenas una tradición de Izquierda, tradición que en Europa tiende a identificar capitalismo y tecnocracia. El desengaño político, especialmente de la juventud, se produjo al comprobar que esa identificación era válida también para las izquierdas tradicionales. Esto apareció muy claro, con la ruptura y el alborozo del Mayo revolucionario de 1968. Aquello era algo distinto. No es que no perviviesen (o pervivan) muchos elementos de izquierda —subversi ón, aplicación de ciertos análisis marxistas, reivindicación social — pero ya no se segu ía un modelo establecido. Modelo que durante tanto tiempo detentó la URSS. A partir de ahí (del Mayo francés, de sus proclamas, de sus rojas hogueras de juventud, imaginación y vida) se afirmaba más la contracultura.
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