P RÓLOGO
UNA ESPAÑA MEJOR
por Mariano Rajoy Brey
El año 2012 quedará en la memoria de los españoles como uno de los peores de nuestra historia reciente. Decenas de miles de personas perdieron su empleo, miles de negocios echaron el cierre, no había crédito ni para las empresas ni para las familias y parte del sistema bancario estuvo a punto de sufrir un colapso. La sucesión de malas noticias era una letanía profundamente descorazonadora para el conjunto de la sociedad española. También para quienes entonces acabábamos de llegar al Gobierno de España.
Cada mañana, las radios desgranaban la escalada de nuestra prima de riesgo, cada mes las estadísticas del desempleo eran más y más desoladoras, cada trimestre la Encuesta de Población Activa certificaba la situación agónica de nuestra economía. España estaba al borde del abismo y parecía que nada ni nadie podía evitarlo.
En Europa, las cosas tampoco estaban mucho mejor. El euro, entre los proyectos políticos más importantes del último siglo, parecía a punto de saltar por los aires a causa de los profundos desequilibrios entre las distintas economías europeas. Huelga recordar ahora todos los sesudos y muy fundados análisis que se escribieron entonces acerca de la imposibilidad de seguir adelante con la moneda única. Una vez más se volvió a hablar entonces de la Europa de las dos velocidades: los insolidarios del norte y los rezagados del sur de Europa.
Los viejos prejuicios que aparentemente habíamos conjurado con nuestra entrada en la moneda única emergieron de nuevo con fuerza. El milagro español de los noventa y de los primeros años del siglo XXI se presentaba entonces como un engañoso espejismo incapaz de cambiar esa especie de designio fatalista de nuestra historia. En definitiva, 2012 fue el año en el que España estuvo amenazada, a punto de quebrar; un riesgo cierto que se hubiera llevado por delante la imagen de nuestro país, pero también el bienestar conquistado para el conjunto de los españoles durante estas últimas décadas de vida en democracia.
Pero España no quebró, ni el euro se rompió. Hoy, con todos los problemas que aún arrastramos, España crece al mayor ritmo entre los grandes países de Europa, crea empleo con intensidad, hemos ganado competitividad y nos hemos convertido en una economía inequívocamente exportadora, capaz de mantener durante varios años un superávit exterior, algo inédito en nuestra historia reciente. Tampoco el euro se ha roto; por el contrario, se ha visto reforzado con medidas de integración económica como la Unión Bancaria y con una gestión del Banco Central Europeo más ambiciosa, en línea con la Reserva Federal americana o el Banco de Inglaterra. Estamos, por tanto, mejor que entonces.
Aquel funesto 2012 hoy nos parece muy lejano; tan remoto que acaso pudiéramos albergar la tentación de echarlo pronto en el olvido. De hecho, la memoria siempre es indulgente: tendemos a olvidar los malos momentos y recordar preferentemente las circunstancias amables. Hoy nos resulta mucho más grato olvidar los sobresaltos diarios, la amenaza del rescate, las duras negociaciones con Europa, los sustos de las agencias internacionales, las protestas callejeras o la incomprensión de tantos.
Sin embargo, olvidar sería tanto como menospreciar el coraje y la determinación con la que los españoles se afanaron por enderezar el rumbo del país; tanto como ignorar el esfuerzo y la responsabilidad, los millones de grandes y pequeños sacrificios anónimos, las infinitas historias de superación y de solidaridad que nos han permitido llegar hasta este momento. Olvidar no sería justo para con esos españoles que supieron apretar los dientes y hacer lo que había que hacer; aunque no fuera fácil, ni amable, ni reconocido. Olvidar conllevaría también el riesgo de sentar las bases para repetir más pronto que tarde los desequilibrios que nos llevaron a la peor crisis de nuestra historia reciente.
Con este libro, Luis de Guindos nos recuerda puntualmente todo lo que ocurrió en aquel año 2012, las razones de nuestros males de entonces y los remedios que pusimos en práctica para parar la sangría y dar la vuelta a la situación.
El lector que se sumerja en estas páginas encontrará en ellas el relato pormenorizado de un profundo plan de reformas que tal vez entonces no era percibido con claridad, pero que hoy, con la distancia del tiempo y el aval de los resultados, sí se muestra con toda rotundidad como lo que España necesitaba entonces para salir del agujero. Un plan que nacía de un diagnóstico certero de nuestros males, de un catálogo de reformas estructurales necesarias y urgentes y de la confianza en la capacidad de los españoles para sobreponerse a las dificultades. El mérito del Gobierno fue señalar los problemas y proponer las soluciones adecuadas. El resto del trabajo lo hizo la sociedad española con su energía y su responsabilidad.
La primera decisión afectaba a la estructura misma del Gobierno. Era tal la naturaleza del desafío, tal la exigencia de coordinación entre las distintas áreas, que se hizo preciso innovar. Por primera vez, se renunció a la vicepresidencia económica que habían tenido todos los gobiernos anteriores; tuvimos no una vicepresidencia sino una presidencia económica. Fue la Presidencia del Gobierno quien asumió directamente la gestión económica a través de la Comisión Delegada de Asuntos Económicos. Yo presidí todas aquellas reuniones semanales de las que, después de un debate leal y muchas veces intenso, salieron instrumentos tan eficaces como el plan de pago a proveedores o el fondo de liquidez autonómica, la reforma laboral, la reforma energética, la reforma fiscal o los compromisos enviados a Bruselas.
Afrontábamos así lo más urgente: empezar a poner en orden nuestras cuentas y negociar en Europa un margen de flexibilidad para cumplir nuestros compromisos, pero había muchas otras tareas que tampoco podían esperar. Me refiero a la reestructuración y saneamiento del sistema financiero, que se mostraba incapaz de cumplir su función; a la reforma de nuestro mercado de trabajo, cuyos ajustes se contaban por millones de despedidos; a la lucha contra la morosidad, que asfixiaba a las pequeñas empresas; a la reforma energética que debía taponar un déficit creciente que estaba a punto de provocar la quiebra del sistema; a la reforma de la Administración; la Ley de Unidad de Mercado; las medidas de liberalización y fomento del comercio, y tantas otras que han servido para transformar nuestra economía.
Se hizo todo ello sin dejar de atender a los ejes fundamentales de nuestro sistema de protección social: el gasto en pensiones se ha incrementado en 17.000 millones durante esta legislatura y el gasto social supera hoy con creces la mitad del presupuesto, el 53,5%. También se han podido mantener los niveles de gasto en servicios esenciales como Sanidad y Educación; incluso con una programación inteligente hemos podido concluir algunas infraestructuras básicas para nuestro país.