I NTRODUCCIÓN
Juan Cruz
¿ E n qué mundo vivimos? O mejor: «¡En qué mundo vivimos!». O aún mejor mejor: «¡¿En qué mundo vivimos?!». De las tres maneras puede decirse la perplejidad de los ciudadanos que hoy, a comienzo de 2012, viven en un universo que más que nunca parece un mundo mal hecho.
Esas preguntas se hicieron, nada más sentarse en un hotel de Londres donde se alojaba el expresidente chileno, Ricardo Lagos y Carlos Fuentes. La crisis europea, que había nacido en Estados Unidos, estaba en su cénit, y empezaba a afectar, y de qué manera, también al principal imperio del mundo, que se tambaleaba a pesar de los esfuerzos de Barack Obama, esfuerzos que el exmandatario latinoamericano y el gran intelectual mexicano ponderaron enseguida.
Ellos habían acordado un cuestionario que, en principio, inspiró Ricardo Lagos, pero pronto Fuentes lo hizo suyo. En el esquema que trajo a la primera reunión el hombre que puso en vilo a Pinochet y luego contribuyó decisivamente a deshacer su funesta construcción dictatorial, figuraba en primer lugar una incitación a Fuentes, como escritor, como novelista, como estudioso, además, de todas las ficciones latinoamericanas, incluidas las leyendas. Decía el primer capítulo sobre el que debíamos dialogar: «El imaginario latinoamericano de hoy. ¿Dónde los sueños de este tiempo? ¿Qué se nos quedó atrás? Tanto crisol de razas, ¿convergen a un imaginario común?». Cuando pusimos sobre la mesa esas cuestiones es cuando Fuentes, con las distintas gradaciones que tienen esas exclamaciones que parecen preguntas, expresó lo que parecía la pregunta central de su diálogo con Ricardo Lagos. ¿En qué mundo vivimos? ¡En qué mundo vivimos! ¡¡¿En qué mundo vivimos?!!
Y con esas exclamaciones o preguntas comenzó (y, en cierto modo, terminó) la conversación que tuve el honor de moderar entre dos sabios de la época, dos ciudadanos que por caminos distintos han llegado a preocupaciones similares.
El uno es político, Ricardo Lagos, expresidente chileno, que, como queda apuntado, tuvo la osadía civil de enfrentarse al dictador Pinochet cuando aún éste mandaba muchísimo en La Moneda, y que luego fue un gran presidente democrático y progresista en su país; y el otro es Carlos Fuentes, el escritor mexicano que nació en Panamá, fue diplomático, pero sobre todo es uno de los testigos de un siglo convulso que él ha descrito, desde todas las miradas posibles, en una obra magna que sigue abierta.
Hablamos en Londres, en un hotel cerca de la casa inglesa de Fuentes, en un alto de la agenda de ambos, cuando tuvieron tiempo para sentarse a hacerse aquella pregunta (¿En qué mundo vivimos?) que se puede hacer de tantas maneras y que ellos trataron de responderse con otras preguntas, pues, como dice Peter Handke en alguno de sus libros, la vida (y el hombre) sobre todo consiste de preguntas.
Cuando Fuentes dijo aquello, «¡En qué mundo vivimos!», les conté a ambos una anécdota que me gusta mucho, y que a ellos les hizo reír, y de la que hablamos otra vez al fin de esta conversación londinense sobre el sueño y la pesadilla del futuro.
Resulta que el poeta español del 27 Jorge Guillén escribió hace muchos años dos poemas, casi consecutivos, en los cuales se expresaban visiones contradictorias sobre este mundo que vivimos. En uno decía: «El mundo está bien hecho». Y en otro, escrito después, expresaba esta convicción lírica: «El mundo está mal hecho». Los dos versos eran válidos, y siguieron ahí, en sus poemas. Mucho tiempo después le pregunté al hijo del poeta, el académico Claudio Guillén, por qué su padre había llegado a conclusiones tan contradictorias en tan poco tiempo. Y entonces me dijo Claudio:
—Es que en un caso se había despertado de una buena siesta. Y en el otro poema expresaba lo que sintió después de una siesta mala.
Reímos de buena gana cuando Fuentes dijo, al escuchar la broma:
—Quizá ahora el mundo está viviendo las consecuencias de una mala siesta.
Estábamos hablando en el otoño de 2011, cuando aún los vientos de crisis (económica, política) no habían desmantelado del todo la esperanza europea de recuperación, y cuando todavía Estados Unidos estaba en condiciones de liderar una mejoría de la siesta. Pero desde entonces la crisis ha ido a peor, como si la siesta nos estuviera metiendo en una ciénaga de pesimismo insalvable. Bertolt Brecht decía que también había que cantar en los tiempos oscuros, así que ese pesimismo no tiñó la conversación de estos dos sabios, aunque ambos, de una manera o de otra, expresaron su pesar ante un mundo que tiene los espejos empañados y los mapas inencontrables. Mapas para buscar las huellas del desastre, no ya instrumentos para encontrar los tesoros.
Yo me apresté a escucharlos sabiendo que, en realidad, tenía que disponerme a escucharlos como hace un árbitro de tenis ante dos jugadores de gran clase, mirando a los lados, concentrándome más en la anotación que en la demanda. Al final le pregunté a Fuentes por su percepción acerca de lo que nos pasa. Me dijo: «Ahora no entiendo nada». Lagos dijo algo similar, pero les aseguro que desde esa duda metódica que ambos expresaron sobre la situación y el destino del mundo se llega a conclusiones muy interesantes, la más importante de las cuales tiene que ver con el origen mismo de la duda positiva, de la razonable duda que mueve al mundo: la duda que nace de saber más, de apostar más por la educación, y por tanto por la discusión, por el diálogo entre los hombres.
Una vez el poeta ecuatoriano Jorge Enrique Adoum se encontró en una pared desconchada de Quito esta inscripción: «Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas». Eso pasa, y así se condujeron los dos dialogantes de esta conversación que fluía (fuentes, lagos) como un torrente tranquilo, lleno de meandros y también de afluentes. Una conversación-río entre Fuentes y Lagos.
Este último, el presidente Lagos, había propuesto, como dije, una agenda de asuntos, desde «El imaginario latinoamericano de hoy», hasta «El mundo y las estrellas». A Carlos Fuentes le pareció de maravilla seguir esas indicaciones del exmandatario chileno que sigue recibiendo, según el protocolo institucional, el nombre de presidente. De vez en cuando yo mismo introduje algunas variaciones a aquel temario, como hizo el propio Carlos Fuentes, pero al final, cuando terminamos de hablar, descubrimos todos que habíamos hecho como hace el novelista en sus libros: agarrar el mundo por el pescuezo y convertir la realidad en una metáfora. Y esta metáfora es una pregunta que los dos se hicieron de distinta manera: «¿Entiendo yo el futuro?», venía a decir el novelista. Y el político exclamó: «¡A lo mejor lo que pasa es que el futuro es hoy!».
En cierto modo, ambos aludían al antecedente inmediato de esta conversación a dos. Una similar tuvo lugar en 2002 entre Felipe González, presidente socialista de España desde 1982 a 1996, y Juan Luis Cebrián, director-fundador y ahora presidente de El País, además de principal ejecutivo de Prisa. Aquel libro (que publicó, con mucho éxito, Aguilar) se tituló El futuro no es lo que era. Pues ahora puede decirse, a partir de lo que dicen Lagos y Fuentes, que el futuro es, en efecto, otra cosa, sobre todo porque no sólo nos pisa los talones sino porque en cuanto se vislumbra ya es también pasado. Y ésa es una fuente de incertidumbre o de melancolía, pero sin duda es también un reto.