Los frutos del intercambio de opiniones mantenido con Alex Yakobson durante la elaboración de este libro se encuentran diseminados por todo el volumen y van más allá de las referencias concretas que se mencionan en el texto. Además, Alex leyó cada uno de los capítulos una vez acabados e hizo comentarios muy valiosos al respecto, y escribió el capítulo 7. Su sabiduría y su agudeza no tienen par.
Mis amigos y colegas de Tel Aviv, Yossi Shain y Uriel Abulof, revisaron parte del original y presentaron propuestas de gran utilidad, igual que Aviel Roshwald y Steven Grosby en calidad de lectores —anónimos en un primer momento— de la Cambridge University Press. La Cátedra Ezer Weitzman de la Universidad de Tel Aviv, de la que soy titular, ha colaborado en la financiación de este proyecto; la Fundación Científica de Israel lo ha amparado con una beca, y la Fundación Alexander von Humboldt me ha permitido investigar en Constanza. Con todas ellas he contraído una deuda impagable.
Capítulo 1
INTRODUCCIÓN: EL NACIONALISMO ES COSA RECIENTE Y SUPERFICIAL, ¿NO?
El presente libro es el resultado de la honda insatisfacción de su autor con el enfoque actual que recibe el estudio de las naciones y el nacionalismo. La bibliografía existente sobre este particular, que ha adquirido un impulso considerable desde la década de 1980, está marcada por una falla de dimensiones nada desdeñables que recorre todo el ámbito. A un lado de ella se encuentran quienes entienden la nación como una creación de la modernidad, un concepto surgido en Europa durante el siglo XIX con las revoluciones francesa e industrial, o quizá antes, durante la Edad Moderna. Para los «modernistas», las naciones son fruto de procesos de integración social y movilización política que unieron a poblaciones nutridas dispersas hasta entonces en comunidades rurales pequeñas y escasamente conectadas que ocupaban territorios de gran extensión. Conforme a este punto de vista, hubo que esperar al advenimiento de la imprenta, los sistemas económicos del capitalismo a gran escala y, más tarde, la industrialización, la urbanización, la generalización de la educación y la participación política de las masas para que fuesen posibles semejantes integración y movilización sociales, a petición activa del estado. Al otro lado de la falla están quienes defienden, adaptan y desarrollan una definición más tradicional de la nación. Los «perennialistas» o «primordialistas» la consideran más antigua: en cuanto realidad y sentimiento, existe —si bien no de forma universal— desde antes de la modernidad, tal vez desde la Antigüedad, y no solo en Europa, sino en todo el mundo.
Este debate se acentúa aún más a medida que resuena en los círculos cada vez más amplios que se han visto arrastrados a él conforme ha ido adquiriendo popularidad. Los investigadores del ámbito de la sociología, la historia, la filosofía, la literatura y los estudios culturales que se ocupan de asuntos afines citan teorías innovadoras respecto del nacionalismo, a las que a menudo confieren una forma más radical aún que la original. Y a esto hay que sumar la legión de estudiantes licenciados y por licenciar cuya edad impresionable los hace receptivos en particular a declaraciones de gran alcance y críticas a supuestos aceptados, y que se ven expuestos de manera regular a tesis fascinantes sobre el particular como parte de su socialización disciplinar y su iniciación profesional. Este proceso supone la ampliación constante del abismo que se abre entre la escuela modernista y la tradicionalista. Las falsas dicotomías y las hipérboles cautivadoras se han convertido en norma en el estudio del nacionalismo, hasta el punto de que apenas se reconocen como tales.
Un servidor, aun admitiendo el colosal crecimiento experimentado por el nacionalismo actual en respuesta a las fuerzas monumentales de transformación generadas por la modernidad, posee una mayor afinidad con la opinión de quienes censuran y rechazan la identificación exclusiva de la nación con aquella. No hace falta recordar que en determinado momento —temprano— de la historia surgieron naciones, ni que el hecho de que se formen y desaparezcan impide considerarlas «primordiales» en este sentido. Asimismo, dado que el fenómeno nacional ha ido evolucionando con el tiempo, ni siquiera el término perenne refleja con suficiencia el cambio histórico. Y pese a todo, si aceptamos la definición de la nación en cuanto congruencia relativa entre cultura o afinidad étnica y estado formulada por el teórico modernista Ernest Gellner, habrá que reconocer que las naciones no son exclusivas de la modernidad. Tampoco cabe considerarlas muy distintas de otras formas por demás vigorosas de identidad étnica política, tal como defienden los modernistas. De hecho, según se propone en el presente volumen, la postura tradicionalista, aunque correcta en general, dista de ser exhaustiva. Se hace necesario ir más allá del debate actual mediante la adopción de un punto de vista más abarcador. Apenas se ha planteado todavía —y menos aún respondido— la cuestión fundamental de qué es lo que hace de la identidad étnica y el nacionalismo —sean viejos o nuevos— fuerzas tan poderosas y, de hecho, tan explosivas.
El nacionalismo es como un elefante situado en el centro de la mesa redonda y cuya colosal presencia, sin embargo, se ha obviado, ha quedado sin explicación y ha sido menospreciada a cada paso por parte de las principales teorías sociales del período moderno, como el liberalismo o el marxismo. En consecuencia, los estudiosos, los medios de comunicación y el público en general se sorprenden cada vez que sus movimientos sacuden y, a menudo, echan abajo la mesa de debate. Esta ceguera reiterada y sistemática hace pensar en un cuento indio tradicional en el que se reúnen varios ciegos a fin de examinar un ejemplar del citado animal. Cada uno de ellos palpa una porción distinta de él y llega, por lo tanto, a una conclusión diferente en cuanto a su naturaleza según la parte examinada sea la trompa, un colmillo, una oreja, una pata, la panza o la cola. El concepto de nación debe considerarse en su totalidad, pues, de lo contrario, el teórico está condenado a irrumpir en él como uno de estos paquidermos en una cacharrería.
L O ÉTNICO HA SIDO SIEMPRE POLÍTICO
Tomaremos como punto de partida las siguientes proposiciones: el nacionalismo y la afinidad étnica guardan entre sí una estrecha relación; en líneas generales, cabe considerar aquel una forma particular de un fenómeno más amplio: el de la identidad étnica política, y lo cierto es que esta siempre ha tenido una carga política considerable, desde la aparición del estado y aun antes.