© Juantxo Egaña
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador «Ikerbasque» en la Universidad del País Vasco y profesor en el Instituto Europeo de Florencia. Ha sido profesor invitado en la Universidad de La Sorbona, la London School of Economics y la Universidad de Georgetown. Ha recibido varios premios, entre otros, el Premio Nacional de Ensayo y el Premio Príncipe de Viana de la Cultura. Su investigación gira en torno al gobierno de las sociedades contemporáneas y la elaboración de una teoría de la democracia compleja. Sus últimos libros, publicados por Galaxia Gutenberg, son La política en tiempos de indignación (2015) y La democracia en Europa (2017). Es colaborador habitual de opinión en El Correo / Diario Vasco y El País.
Vivimos en una época de incertidumbre. En sociedades anteriores a la nuestra, los seres humanos han vivido con un futuro tal vez más sombrío, pero la estabilidad de sus condiciones vitales –por muy negativas que fueran– les permitía pensar que el porvenir no les iba a deparar demasiadas sorpresas. Podían pasar hambre y sufrir la opresión, pero no estaban perplejos. La perplejidad es una situación propia de sociedades en las que el horizonte de lo posible se ha abierto tanto que nuestros cálculos acerca del futuro son especialmente inciertos.
El siglo XXI se estrenó con la convulsión de la crisis económica, que produjo oleadas de indignación pero no ocasionó una especial perplejidad; contribuyó incluso a reafirmar nuestras principales orientaciones: quiénes eran los malvados y quiénes éramos los buenos, por ejemplo. El mundo se volvió a categorizar con nitidez entre perdedores y ganadores, entre la gente y la casta, entre quién manda y quién padece a los que mandan, al tiempo que las responsabilidades eran asignadas con relativa seguridad. Pero el actual paisaje político se ha llenado de una decepción generalizada que ya no se refiere a algo concreto sino a una situación en general. Y ya sabemos que cuando el malestar se vuelve difuso provoca perplejidad. Nos irrita un estado de cosas que no puede contar con nuestra aprobación, pero todavía más no saber cómo identificar ese malestar, a quién hacerle culpable de ello y a quién confiar el cambio de dicha situación.
Con este libro Daniel Innerarity continúa de alguna manera las reflexiones que hizo en La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, 2015). Son reflexiones al hilo de los acontecimientos que vivimos y que nos han llevado de la indignación a la perplejidad, sin que por cierto deje de haber motivos para abandonar aquella.
Edición al cuidado de María Cifuentes
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: marzo 2018
© Daniel Innerarity, 2018
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2018
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN : 978-84-17355-17-3
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)
Para Sara, que ha sabido luchar por lo que
quería en vez de limitarse a esperarlo.
INTRODUCCIÓN
La política en la era de la incertidumbre
Si hubiera que sintetizar el carácter del mundo en el que vivimos yo diría que estamos en una época de incertidumbre. Los seres humanos de sociedades anteriores a la nuestra han vivido con un futuro tal vez más sombrío, pero la estabilidad de sus condiciones vitales –por muy negativas que fueran– les permitía pensar que el porvenir no les iba a deparar demasiadas sorpresas. Podían pasar hambre y sufrir la opresión, pero no estaban perplejos. La perplejidad es una situación propia de sociedades en las que el horizonte de lo posible se ha abierto tanto que nuestros cálculos acerca del futuro son especialmente inciertos.
El siglo XXI se estrenó con la convulsión de la crisis económica, que produjo oleadas de indignación pero no ocasionó una especial perplejidad; contribuyó incluso a reafirmar nuestras principales orientaciones: quiénes eran los malvados y quiénes éramos los buenos, por ejemplo. El mundo se volvió a categorizar con nitidez entre perdedores y ganadores, entre la gente y la casta, entre quién manda y quién padece a los que mandan, al tiempo que las responsabilidades se asignaban con relativa seguridad. Pero el actual paisaje político se ha llenado de una decepción generalizada que ya no se refiere a algo concreto, sino a una situación en general. Y ya sabemos que cuando el malestar se vuelve difuso provoca perplejidad. Nos irrita un estado de cosas que no puede contar con nuestra aprobación, pero todavía más no saber cómo identificar ese malestar, a quién hacerle culpable de ello y a quién confiar el cambio de dicha situación.
Alguien podría objetar que no faltan, sin embargo, quienes se muestran absolutamente convencidos de algo incluso en medio de este desconcierto general. Efectivamente, el final de las certezas no sólo es compatible con que algunas evidencias se vuelvan especialmente agresivas, sino que ambas cosas pueden estar conectadas. Que haya incertidumbre general se compensa con unas supuestas evidencias que se vuelven toscas e incluso amenazantes.
Pensemos en tres asuntos de naturaleza muy difícil de determinar, pero que algunos manejan sin el menor índice de asombro: el pueblo, los expertos y la identidad. Cada vez resulta más complejo identificar lo que el pueblo realmente quiere, se cuestiona más la autoridad de los expertos y tenemos una identidad, por así decirlo, menos rotunda. Pero esto no impide que se multipliquen las apelaciones a zanjar nuestros debates por algún procedimiento que deje fuera de dudas cuál es la voluntad popular, los expertos imponen sus recetas económicas con una determinación que parece desconocer sus recientes fracasos y se restablece la divisoria entre nosotros y ellos de manera meridianamente clara.
No quiero decir que estas tres cosas no existan, sino que son conceptos cuya invocación no nos resuelve definitivamente ningún problema porque concretarlas es un asunto político. Como otros conceptos similares, se invocan legítimamente, pero hay que considerarlos construcciones políticas y no datos innegociables. Lo que la política pretende es que estos conceptos y otros similares no sean armas arrojadizas, sino asuntos controvertidos pero sobre los que es posible lograr un compromiso político. El objetivo de la política es conseguir que la voluntad popular sea la última palabra, pero no la única, que el juicio de los expertos se tenga en cuenta, pero que no nos sometamos a él, que las naciones reconozcan su pluralidad interior y se abran a redefinir y negociar las condiciones de pertenencia.
Hoy en día, entender lo que pasa es una tarea más revolucionaria que agitarse improductivamente, equivocarse en la crítica o tener expectativas poco razonables. La política no puede seguir siendo lo que afirmaba Groucho Marx, el arte de hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. Una nueva ilustración política debería comenzar desmontando los malos análisis, desenmascarando a quienes prometen lo que no pueden proporcionar, protegiéndonos tanto de los que no saben nada como de quienes lo tienen todo claro. Nunca fue más liberador el conocimiento, la reflexión, la orientación y el criterio.
Con este libro continúo de alguna manera las reflexiones que hice en