Martín Kohan nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires. Publicó seis libros de ensayo: Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón, cuerpo y política (en colaboración) (1998), Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (2004), Narrar a San Martín (2005), Fuga de materiales (2013), El país de la guerra (2014) y Ojos brujos. Fábulas de amor en la cultura de masas (2016); tres libros de cuentos: Muero contento (1994), Una pena extraordinaria (1998) y Cuerpo a tierra (2015); y diez novelas: La pérdida de Laura (1993), El informe (1997), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005), Museo de la Revolución (2006), Ciencias morales (2007), Cuentas pendientes (2010), Bahía Blanca (2012) y Fuera de lugar (2016).
edicionesgodot.com.ar
EdicionesGodot
EdicionesGodot
@EdicionesGodot
Te invitamos a compartir tu .
Kohan, Martín
1917 / Martín Kohan. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina , 2017.
Libro digital, EPUB - (Ensayo)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4086-33-4
1. Revolución Rusa. 2. Historia. I. Título.
CDD 947.0841
Corrección
Álvaro López Ithurbide
Ilustración
Juan Pablo Martínez
martinezilustracion.com.ar
Diseño de tapa e interiores
Víctor Malumián
Digitalizado en EPUB v3.0.1 y KF8 (NOV/2017) por DigitalBe.com© .
Este libro cumple con la especificación EPUB Accessibility 1.0 y alcanza el estándar WCAG 2.0 Level A.
Para Agustín
Octubre, escribiendo(se) de costado
Eduardo Grüner
1917. U na fecha es una fecha. Los historiadores fechan. Es decir: ponen banderines en las líneas de tiempo para indicar que se pasa de una cosa a otra. Parece fácil, pero no. Detrás de ese número aséptico hay, con frecuencia, todo un campo de batalla en el que se juega el “conflicto de las interpretaciones”: la fecha, ese puente entre dos mundos, tiene que ser justificada, argumentada, defendida o refutada. En los espacios entre cuatro números se cuelan posicionamientos teóricos, filosóficos, ideológicos, políticos. En el límite, enteras concepciones del tiempo histórico. Que —si yo recuerdo bien las lecciones del secundario— para salir de la Edad Media gane la batalla el número 1453 o el 1492, supone una imagen muy diferente de lo que confusamente se llama “Modernidad”. Claro que ya suponía esa diferencia la mera existencia de una etapa de la historia “universal” denominada Edad Media, cuyos rasgos definitorios —conflictos entre los siervos de la gleba y los señores terratenientes, o entre estos y el poder monárquico centralizado, o entre este y el papado, y via dicendo— con mucha suerte “definen” a algo así como el 5% de las sociedades entonces existentes. En efecto: ¿qué pueden significar esos rasgos para un bantú del África subsahariana, un aimara del altiplano boliviano, un manchú de China del norte, un tungús de las estepas siberianas? ¿Cuántas particularidades, pues, tienen que ser expulsadas de la Historia para que esta devenga universal?
Lo anterior, un poco largo, era solo para ilustrar la obviedad de que fechar es un problema. No solamente para los historiadores: abanderarse con las fechas como “señas de identidad” es una práctica política, consciente o no, pero generalizada y casi inevitablemente generadora de controversia. En los años ‘60 / principios de los ‘70, cuando el que esto escribe era un jovenzuelo estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras, nuestras diferencias se dirimían alrededor de un quiasmo de fechas: se estaba con el 17 de Octubre, o con Octubre del 17. Algunos se desvivían por encontrar una combinación posible entre esas dataciones. Pero, fuera como fuera, ese mes y ese número estaban siempre.
Hay muchas otras, claro está. Pero solo una, entre las más importantes cumple, este año, cien. Los números redondos, ya se sabe, son engañosos. Por un lado, es casi imposible sustraerse a la fascinación de la redondez: “cien” o “mil” evocan una suerte de completud, una totalidad (en cambio —creo que era Borges quien lo decía— “mil y una”, como las noches, produce una pequeña diferencia que se abre al infinito), y convocan a lo que se suele llamar “balance y perspectivas” (un título clásico de uno de los líderes de Octubre del 17).
Por otro lado, hay un truco ideológico subrepticio que secuestra esas efemérides cerradas: lo que ellas evocan ya fue, como reza la jerga juvenil; material de museo, objeto de ritual solemne, curiosidad arqueológica, a lo sumo erudición historiográfica. Y lo peor: ejemplo para canónicas admoniciones del tipo “recordar para no repetir”. Lo cual, dicho desde un lugar de enunciación del poder, es una amenaza.
¿Cómo se sortea esa trampa? Hay quienes apuestan a lo que en algún momento se llamó el gran relato: pongamos la monumental obra de E. H. Carr, o la de Isaac Deutscher, o, en una vena más “derechosa”, la de Orlando Figes. “1917”, allí, es la grande histoire, pero también una saga, una épica cuasi homérica. O tolstoiana, para permanecer en la geografía pertinente. De ese camino conocemos el peligro, no indefectible —no se precipitan en él los ejemplos que citamos—, pero frecuente: el deslizamiento al mito, en el mal sentido de un congelamiento circular, ahistórico; con lo cual la intención de un rescate, de una advertencia del tipo La historia continúa, gira en una irónica “inversión en lo contrario”, como hubiera dicho Freud.
Otros/as ensayan el desvío por la petite histoire: el detalle cotidiano, la observación micro, objetos que dan vueltas por el escenario, personajes secundarios, actos laterales. En los mejores, nunca se pierde de vista el marco grandioso, pero el foco está puesto en los rincones, en los pliegues no del todo visibles, en las esquinas o pasillos penumbrosos. Es el caso, digamos, de las no-ficciones de Joseph Roth y Vassili Grossman, o de las memorias de Marina Tsvetaieva, de Nadeshzna Mandelstam, de Nina Berberova, o de las extrañas crónicas y entrevistas de Svetlana Aleksiévich (muchas mujeres: aunque uno descrea —como es mi caso— de una entelequia llamada escritura femenina, hay que decir que parece haber ahí una especial agudeza para mirar por el rabillo del ojo). También el de ese libro estremecedor de Karl Fögel, Terror y utopía, que para dar cuenta del espanto de las purgas estalinistas de 1937 lee la guía telefónica moscovita de 1936 y de 1938, y contabiliza los miles que faltan (sin privarse de señalar, al paso, que ese mismo 1937 es el año de inauguración del fabuloso Metro de Moscú). La ventaja “adorniana” —si se me permite bautizarla así, aludiendo a la noción de momento autónomo de la obra de arte— de esta estrategia es evidente: el pequeño detalle, al mismo tiempo que se lo supone representativo de la totalidad, no puede ser plenamente absorbido por ella. El efecto es un desajuste, una máquina que no funciona del todo armoniosamente, cuyos engranajes chirrían, apuntando a las pequeñas —y tantas veces caóticas— contradicciones y desarmonías inevitables de un proceso revolucionario.
Página siguiente