Laiglesia Alvaro De - Dios Le Ampare Imbecil
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- Libro:Dios Le Ampare Imbecil
- Autor:
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- Año:2014
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Dios Le Ampare Imbecil: resumen, descripción y anotación
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Anunciar un nuevo libro de Álvaro de Laiglesia es ofrecer al lector una obra rebosante de gracia, rica de ingenio, saturada de buen humor. Álvaro de Laiglesia es autor favorito del público. Las ediciones de sus obras se agotan a poco de aparecer, se repiten y vuelven a agotarse.
Dios le ampare, imbécil, es un conjunto de divertidísimas novelas cortas, en las que el autor consigue estilos de humor totalmente distintos. “Rebelión en Nochebuena”, por ejemplo, es una sátira política mezclada con una fuerte dosis de ternura. “El pobre hombre abominable” es un cuento delicioso que concluye con una gran sorpresa. “Esposa moderna” es una novela psicológica que caracteriza las costumbres matrimoniales contemporáneas. “No puedo vivir sin ti” es una novela dialogada llena de delicados matices. Y así en muchas historias más, a las que el célebre autor ha dado sorprendente variedad y dinamismo, ofreciendo un verdadero alarde de las infinitas posibilidades que tiene el humor. Cada tema requiere su diálogo y cada ambiente su ángulo propio para conseguir el objetivo de la sonrisa. Y es lo que plenamente logra Álvaro de Laiglesia, demostrando que no posee un estilo único, sino polifacético.
© EDITORIAL PLANETA, S. A., 1955
Calvet, 51-53, Barcelona (España)
Sobrecubierta: RIERA ROJAS
Primera edición: Noviembre de 1955
Segunda edición: Enero de 1956
Tercera edición: Abril de 1957
Cuarta edición: Marzo de 1958
Quinta edición: Noviembre de 1959
Sexta edición: Junio de 1961
Séptima edición: Marzo de 1963
Octava edición: Marzo de 1965
Novena edición: Abril de 1967
Depósito Legal: B. 12.951 - 1967
Printed in Spain
Gráficas Diamante, Berlín, 20, Barcelona
Hay millares de amargados que sufren al verte sonreír, y que te detienen en tu alegre paseo por la vida para arrancarte con su amargura una gota de bilis. Pero no hagas caso si alguno de ellos pretende interrumpirte durante la lectura de este libro, y aléjale de ti diciendo con voz caritativa: «Dios le ampare, imbécil».
R ABODEGATH T AMBORE .
(Pensador bastante indio)
E SCUCHA, NIÑO : si en la escuela te pregunta el profesor cuál es la capital de Francia, contesta: «París». Si te pregunta cuál es la capital de España, contesta: «¿Cree usted que soy idiota?» Y si te pregunta cuál es la capital de Vulcania, contesta sin vacilar: «Begul».
No creo, sin embargo, que esto último te lo pregunten nunca, porque los maestros cobran poco y limitan sus enseñanzas geográficas a los países de primera magnitud. Pero existen muchas nacioncillas pequeñas como verrugas y graciosas como lunares, que viven adheridas al perfil de las grandes potencias sin que nadie repare en ellas. Son fajitas de tierra fronteriza que sobraron al firmar los armisticios; piezas del puzzle europeo que los beligerantes no aciertan a repartir a gusto de todos. En vista de lo cual, para evitar un nuevo conflicto, se crea en cada faja un principado independiente y asunto concluido.
¡Cuánto debe la literatura a estos principados diminutos, cuyo emplazamiento exacto no se puede precisar! ¡Cuántos escritores universales, en épocas de pluma encadenada, ambientaron en cualquiera de ellos sus historias para criticar por carambola las costumbres de sus patrias! ¡Cuántos nombres estrambóticos, en los que se ocultaba la clave de otros muchos más conocidos! Un imaginario príncipe Trolik, por ejemplo, era muchas veces el disfraz de un tirano auténtico. A través de falsas ciudades llamadas Marfú, o Kolaf, o Terping, se reconocían sin dificultad capitales concretas. Gracias a esta picardía, se dijeron muchas cosas cuando había que callar. Y el lector, que siempre busca cinco pies al gato, encontraba muchas veces seis o siete.
Vulcania, volviendo a mi historia, era dentro de su pequeñez el mayor de estos países microscópicos. Se llamaba así porque en el ombligo de su territorio se erguía un modesto volcán; tan modesto que se llamaba Pipa, pues su cráter no era mucho mayor que la cazoleta de una cachimba. Hacía siglos que aquel volcán se apagó definitivamente a consecuencia de un chaparrón bastante fuertecito; pero el gobierno vulcano lo resucitaba periódicamente, cuando algún diplomático presentaba sus cartas credenciales, prendiendo en su interior algunos periódicos para simular una erupción. Entonces ascendía hacia el cielo una columnita de humo. Y los embajadores, alarmadísimos por el falso fenómeno, concedían a Vulcania cuantiosos donativos en divisas para socorrer a las víctimas que pudiera ocasionar el posible torrente de lava. Obtenido el obsequio monetario con tan astuta triquiñuela, el gobierno ordenaba apagar el volcán con un chorrito de agua y se gastaba el dinero en comilonas. Y los embajadores, aunque rabiosos por el engaño, no podían reclamar porque eran diplomáticos. Y ya se sabe que los diplomáticos, aunque les den cien patadas en la tripa, tienen que jeringarse y sonreír constantemente con gran finura.
En la falda del Pipa estaba Begul, capital de Vulcania, pequeña ciudad con tejados de pizarra, calles en cuesta y varios miles de habitantes. No cito la cifra exacta porque allí las noches eran aburridas y el censo aumentaba todos los meses.
En el centro de Begul, en una plaza redonda y antigua como una moneda, se alzaba el palacio del Príncipe Felip. ¿Necesito explicar al culto lector que Felip, en lengua vulcana, significa Felipe? Diez años hacía que este príncipe gobernaba el paisín con el beneplácito de todos sus súbditos, resolviendo sabiamente todas las pejigueras que se iban presentando. ¿Necesito explicar al culto lector que pejiguera, en lengua vulcana, significa lo mismo que aquí?
Se explica con facilidad la sabiduría de Felip, pues era un principote gordinflón. Y los gobernantes gruesos, como todo el mundo sabe, gobiernan muchísimo mejor que los delgados. No es ninguna novedad que la gordura suaviza el carácter del hombre y le hace bonachón. Un príncipe de ciento veinte kilos, adormilado bajo los mullidos edredones de sus grasas, es siempre benévolo a la hora de juzgar y conduce a su pueblo con dulzura. Y Felip I, que pasaría a la Historia con el simpático remoquete de «el Gordo», ponía en su reinado mucha bondad y poca severidad.
Todos en aquel cacho de mapa amaban a su príncipe. Todos, menos uno: el capitán Voraz. Era este oficial un sujeto seco, de cutis oliváceo, con una vesícula biliar hipertrofiada que alcanzó con los años el volumen de un segundo hígado. Y si con un solo hígado existen hombres que no los aguanta ni su propia madre, imaginen ustedes quién podrá aguantar a un señor que tenga dos. Los soldados que mandaba, le temían por sus frecuentes ataques de cólera, durante los cuales era muy capaz de mandar un recluta al paredón. Claro que este castigo no era demasiado grave, porque en Vulcania no existía la pena de muerte; pero el recluta tenía que pasarse dos horas de espaldas, mirando aburrido el paredón, sin poder participar en las divertidas medias vueltas que daban sus compañeros. Lo cual no dejaba de ser un suplicio bastante grueso.
Voraz, por añadidura, era un militar muy belicoso, cualidad poco frecuente entre los oficiales de todos los ejércitos. Porque buena parte de los militares contemporáneos, al optar por la carrera castrense, se hacen este razonamiento: «Si hay guerra y no soy militar, me movilizarán de todos modos y tendré que ir a las trincheras de soldado raso. Siendo oficial, en cambio, siempre tendré alguna ventajilla. Y si no hay guerra y soy militar, viviré tan ricamente sin dar golpe». Pero el capitán llevaba la guerra en la masa de la sangre (suponiendo que la sangre tenga masa). Sus venas eran regueros de pólvora que conducían a su corazón, duro y negro como una bomba. Odiaba, por lo tanto, la paz blanducha en que vivía su país, y odiaba también al plácido Felip, que la sostenía entre abundantes almuerzos y laboriosas digestiones.
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