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Oliviero Ponte di Pino - El que no lea este libro es un imbécil

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Oliviero Ponte di Pino El que no lea este libro es un imbécil

El que no lea este libro es un imbécil: resumen, descripción y anotación

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ADVERTENCIAS PRELIMINARES: POR QUÉ TRIUNFA EL ESTÚPIDO

La imbecilidad humana tiene una fuerza extraordinaria. Es indispensable no infravalorarla. Pero ¿cuáles son las razones de su poder? Para el saber popular,

«La madre de los estúpidos siempre está preñada».

(Bajo el cielo de Lombardía —¡tan hermoso cuando está hermoso!— traducen: «La raza de los zopencos es el cuento de nunca acabar»).

Esto nos lleva a formular la hipótesis de que la tasa de natalidad de los estúpidos es mayor que la de los no estúpidos. Si la tendencia no se invierte, un día la humanidad casi entera estará compuesta por estúpidos. Quizá haya ocurrido ya. Quizá tengamos ya la prueba.

ADIVINANZA DE LEC

¿La producción de pensamientos va a la par del crecimiento demográfico? (Stanislaw Lec, Pensamientos despeinados, p. 87).

Hay algo peor. No es sólo que el ADN estúpido parezca más vital. Sino también que sus portadores tienen otras ventajas, al menos según Eros Drusiani.

«Los malos a veces descansan, los imbéciles nunca».

O, como titulaba el telediario de la RAI3 del 17 de julio de 1990,

«La estupidez no se toma ni un minuto de vacaciones».

Es un hecho indiscutible: la maldad, pero sobre todo la inteligencia, fatigan.

«La inteligencia se gasta como todas las cosas; las ciencias son sus alimentos y la nutren y consumen» (Jean de la Bruyére, Los caracteres, p. 204).

La estupidez, en cambio, no cansa. Es relajante. Regenera.

Por si eso no bastase, garantiza a sus adeptos la felicidad —en mayor medida, desde luego, que la sensibilidad y una inteligencia aguda—. De ello se había dado cuenta el melancólico, inteligente, sensible e infeliz conde Giacomo Leopardi, el cual había observado atentamente a hombres y lapas (si no te apetece seguir su razonamiento, salta directamente a la conclusión, al final del párrafo): «Una especie de seres vivos es generalmente, con respecto a otra u otras, tanto más feliz, o sea tanto menos infeliz, tanto más carente de infelicidad positiva, cuanto menos sienta la existencia, esto es, cuanto menos viva y más se acerque a los géneros no animales. (Por tanto la especie de los pólipos, zoófitos, etcétera, es la más feliz, de las especies vivientes). Y lo mismo sucede con un individuo con respecto a otro u otros». La conclusión es clarísima. Indiscutible.

«De forma que el más estúpido de los hombres es de éstos el más feliz» (Zibaldone, 3847-3848).

De ello se deduce que la felicidad leopardiana —que en la práctica consiste en la ausencia de infelicidad— tiene un supuesto: la estupidización. «Un individuo es, pues, respecto de sí mismo, más feliz cuanto menos siente su vida y a sí mismo; esto es, en un estado de ebriedad letárgica, de adormecimiento, como el de los turcos, de debilidad indolora, etcétera, en los instantes que preceden al sueño o al despertar, etcétera. Sólo entonces el hombre, el ser vivo, es y puede ser plenamente feliz, es decir, plenamente no infeliz y carente de infelicidad positiva, cuando no siente de ningún modo la vida, o sea, durante el sueño, el letargo, el desvanecimiento total, en los instantes que preceden a la muerte, es decir, al final de su existencia como ser vivo, etcétera».

ADIVINANZA DE LEOPARDI

¿Por qué si la felicidad suprema, al menos para los estúpidos, es la muerte, no revientan al instante cuando los mandas al infierno?

Probablemente, porque tu infierno es ya el paraíso de los estúpidos.

Viven aquí, entre nosotros, felices y contentos. Procrean. Considerada esta tendencia suya a multiplicarse, alguien podría deducir que la superpoblación de imbéciles redundará a la larga en perjuicio de éstos.

Por desgracia, parece que no. Al contrario. Tenemos pruebas cotidianas de que, en compañía de sus semejantes, prosperan.

«La estupidez recibe millones de aplausos. De sus coautores».

El cretino es, pues, un animal social. Ama la masa. Sin embargo, aislar a los idiotas, abandonarlos a la soledad, no es una solución.

«Sólo los genios y los tontos son intelectualmente autosuficientes» (Stanislaw Lee, Pensamientos despeinados, p. 62).

A primera vista, parecería que esto sitúa en un plano de paridad al genio y al deficiente mental. Grave error. Incluso en su soledad intelectual, incluso respecto de un genio, el deficiente mental tiene una ventaja fenomenal.

«La diferencia entre un genio y un estúpido está en que un genio tiene sus limitaciones».

Jonathan Swift encarece (no en vano citado por John Kennedy Toole en el epígrafe de su hilarante La conjura de los necios):

«Cuando en el mundo aparece un verdadero genio se le puede identificar por este signo: todos los necios [dunces] se conjuran contra él». (Jonathan Swift, Thoughts on Various Subjects, Moral and Diverting).

Pero, entonces, ¿es posible mantener a raya el avance de la imbecilidad? ¿Es posible al menos contenerla, confinarla en algún territorio árido y malsano, donde no nos haga demasiado daño? Parece que no, por desgracia. (Volveremos a hablar de ello a propósito de la geografía de la estupidez).

Alguien podría hacerse la ilusión de que las personas inteligentes son capaces de enfrentarse a ella y combatirla. Por desgracia, parece que la empresa es desesperada. De entrada, quien la combate carece de los instrumentos de medida necesarios, con lo que se transluce la (insensata) tendencia a empezar con mal pie.

«Al hombre de gran inteligencia le cuesta persuadirse de que los estúpidos son tan estúpidos como realmente lo son». (Arthur Graf, Ecce Homo).

Podemos identificar un segundo límite de la inteligencia gracias al escritor francés Boris Vian.

«Lo malo con un tipo inteligente es que nunca es lo bastante inteligente como para no decirse: “Soy el más inteligente”».

Esto —si la lógica tiene algún sentido— sólo puede significar una cosa: que también los hombres de gran inteligencia son estúpidos. Recordemos ahora otra trivialidad, que deja al hombre inteligente en una posición aún más desfavorable.

«La fuerza intelectual no es como la fuerza física. No tiene la menor influencia sobre el intelecto de los otros, si éstos no entran en simpatía contigo. En efecto, saber mucho más sobre un tema no te confiere superioridad, esto es poder sobre los otros, sino que hace que te resulte todavía más imposible causarles la menor impresión. ¿Es ésta una ventaja para ti entonces? Quizá en lo que atañe a tu satisfacción personal, pero crea un abismo aún mayor entre la sociedad y tú». (William Hazlitt, Sull’ignoranza delle persone colte e altri saggi).

De esta primera y telegráfica panorámica podemos sacar una conclusión y una advertencia:

«Es imposible organizar una cruzada contra la estupidez. Sería estúpido».

Sin olvidar lo que recordaba Alexander Pope, autor de Dunciad (más o menos La epopeya de los estúpidos).

«Temen los ángeles poner el pie donde los tontos se precipitan».

Y naturalmente, la verdad enunciada por Friedrich Schiller:

«Hasta los dioses se rinden a la estupidez». (La doncella de Orleans, III, 6).

Si los ángeles temen, si los dioses se rinden, figurémonos el destino que nos puede esperar a ti y a mí, comunes mortales…

Tras estos rápidos preliminares y pese al temor que te infunde un poder tan agresivo, quizá conserves una brizna de esperanza, presumiendo que el conocimiento de un mal puede ser de ayuda para combatirlo.

En primer lugar, quisiera hacerte observar que todavía no hemos demostrado que la estupidez sea un mal, o el Mal. Además, la estupidez resulta en ciertos aspectos más insidiosa y virulenta que el sida. Eso parece. Porque el sida, como dice la publicidad, «si lo conoces, lo evitas».

«La estupidez, si la conoces, pasas como máximo a un nivel más refinado de imbecilidad».

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