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Ricardo Garibay - Pedacería de espejo

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Ricardo Garibay Pedacería de espejo

Pedacería de espejo: resumen, descripción y anotación

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Ricardo Garibay asume la literatura con un «testimonio de vivir». Su escritura se nutre de múltiples recursos. Es, sobre todo, un novelista, un cuentista, un cronista de ambientes, modos, formas de ser y de pensar. Lenguajes que descubren la esencia de las cosas, reflejos de las palabras, pedacería de espejo como en los versos de Pellicer. Nació en Tulancingo, Hgo., en 1923. Su intensa actividad creativa incluye el periodismo, la narrativa, argumentos y guiones cinematográficos, cuento y teatro, poesía, ensayo, crónica, radio, televisión, periodismo político. Ha publicado más de treinta y cinco libros.

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Pedacería de espejo — leer online gratis el libro completo

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Luz

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Gamuza

—Bueno primor —cerró Marlene la conversación que ya duraba tres cuartos de hora—, cuelgo porque me espera un tiradero que si te lo contara acabarías exhausta. De todos modos mañana nos vemos en la comida, allí terminamos este rico chisme…

—Espérate, qué comida —la interrumpió Cherí.

—Qué comida. ¿Qué comida?

—Qué comida.

—Qué tienes, Cherí.

—No tengo nada, Marlene. Qué comida.

—Comida con Mali, para inaugurar su casa…

—¿Con Mali, pa…?

—¡No me digas que…! ¡No me digas…!

—Claro que te digo. No sé nada. Primera noticia.

—Pero ¡cómo!

—No estoy invitada.

—¡Pero cómo! Será que… no, no puede ser, invitó desde hace una semana… será que…

—Olvídate. No me invitó. El rico chisme lo terminamos otro día.

—No, espérate, no cuelgues. Déjame pensar.

Cherí, claramente herida, soltó una carcajada y dijo:

—Bueno primor, yo tengo acá mi tiradero. Cuelgo.

—Pero qué ñáñaras tiene contigo esa mujer.

—Déjala. Inclusive para mañana tengo un afercito que me envidiarías con toda el alma. Chao.

—Chao —dijo con voz apagada Marlene, y quedó con la bocina en la mano, sencillamente perpleja.

La Cherí colgó, se levantó rápidamente hacia el vestidor, a escoger el vestido para la mañana. Arrancó de los ganchos uno y otro y otro y los arrojó sobre la cama. Respiraba gruesamente. Se lanzó hacia el teléfono. ¡De ninguna manera, estúpida, qué vas a hacer! Se sentó en la cama. Estaba a punto de llorar.

Marlene volvió en sí con el teléfono en la mano, pensando: estoy sencillamente perpleja. Marcó un número. Contestó una voz ligeramente contralto:

—¿Sí?

—¿Táibele? —preguntó Marlene.

—Sí. Quién habla.

—¡Táibele! ¿Qué crees?

—A propósito de qué. Perdí la fe… deja ver…

—Cállate. ¿Sabes qué?

—Según el tema o materia de que se trate —dijo Táibele, periodista siempre a la carrera—. Pero apúrate.

—Déjate de prisas y salidas intelectuales. ¿Sabes qué? Mali no ha invitado a la comida a la Cherí. Estoy subrayando no ha invitado a la comida a la Cherí.

—¡No! —estalló Táibele.

—Nooo —afirmó con lenta certeza Marlene.

—Digo ¡no!, ¡no!

—Pues eso digo: no, no.

—No puede…

—Sí pudo. No la invitó. ¿Tienes mucha prisa?

—¡Deja la prisa! —gritó Táibele—. Cómo, por qué, a qué horas, cómo lo supiste, te late o lo sabes de veras, quién te lo dijo ¿la propia Mali?, cuándo lo supiste.

Reía feliz Marlene, de haber sacado de sus urgencias nada menos que a Táibele, con la cual tenían todas que estar con los parlamentos preparados como en obra de teatro, porque entre uno y otro, si tardaban más de quince segundos, Táibele salía: «Mira mujer, en este momento me están haciendo una entrevista, tengo aquí las cámaras de televisión. Yo te hablo ¿sí?». Y ahora reía Marlene encendiendo un calmoso cigarro.

—¡Estoy esperando! —gritó Táibele manoteando el teléfono.

—Tranquila primor. Ahí te va.

—Sí, sí —gritó Táibele y brincó hasta la silla más cercana.

—¿No tienes una entrevista? ¿No estás escribiendo algún artículo? ¿No sales desmechada hacia el periódico?

—¡Ya comienza, condenada!

—Bueno… Siéntate…

—Estoy sentada.

—Enciende un cigarro.

—Lo estoy encendiendo.

—Cruza las piernas, relájate bien tensa.

—¡Te odio, maldita!

—No la invitó. No la ha invitado. ¿Cuándo te invitó a ti?

—El… desde el lunes, sí, desde el lunes. Hace cinco días.

—Y a mí también, el lunes. Y a Cármina, y a Aidée, y a Marcos. Bueno, Marcos es su hermano. A todas desde el lunes.

—Todos. No todas.

—¿Qué?

—Rige el abyecto género masculino, aunque sólo sea un hombre y haya seis mujeres.

—No me corrijas, amor; yo también fui a la Facultad. Dije todas, y en todas se queda, porque si hablamos de Marcos pertenece a todas y no a todos.

Grandes risas de Táibele. Se repone.

—¡Cómo eres lenguaraz!

—¿Me equivoco? ¿Por respeto a la gramática?

—Ya deja. ¿Y?

—Pues ya no la invitó. Si nos invitó a todas desde el lunes, y es viernes y mañana es la comida ¿cómo la ves? Punto.

—Quién te dijo.

—La Cherí.

—¿Ella te dijo: «No me invitó»?

—¡Pero si ni sabía siquiera de la comida!

Silencio largo, reflexivo. Marlene pregunta: «¿Estás ahí?». Contesta Táibele: «Estoy pensando».

—Lo mismo me pasó a mí —dice Marlene—. Y qué piensas.

—Pues… no se me ocurre —contesta Táibele—. Le voy a hablar a Cármina.

—¡No! —grita Marlene—. ¡La noticia es mía! Yo le hablo a Cármina. Tú háblale a Aidée. Y quién más nos falta, deja ver: Mali invita, estamos Táibele que eres tú, Marlene que soy yo, Aidée, Cármina, Sara Inés no está en México y no cuenta y ya te contaré de ella, y Cherí que no está invitada, y Marcos.

—Yo le hablo a Cármina, déjame. Yo la manejo para que le hable a Marcos, para que Marcos le hable a Mali ¡porque óyeme! primero, es su hermano, ya si él no le puede preguntar… ¿verdad?

—Claro, eso sí.

—Y luego, que si no va la Chericita yo no voy. ¿Cómo te suena?

—A que yo tampoco.

—Eso. Porque eso no se hace. A la Cherí no se le hace eso. ¡Óyeme, caramba!

—Pues te decía, te lo dije: agárrate que ái te va.

—Pero cómo —urge Táibele—, cuenta, cómo.

—Pues yo le hablé hace rato a la Cherí. Que le quería contar una ¡pero gorda! de Sara Inés y su nuevo galán.

—De qué, de qué.

—Que se tranzaron. Casi acabaron con el departamento. Él le dio con ganas y ella le echó la taza de café hirviendo en la cara; bueno, en el cuello pero alcanzó la cara. ¡Lío de policía, Táibele, ninguna broma!

—Qué bruta. Te voy a decir que veíamos venir esa bronca ¿o no?

—Pero mira, esto es para la comida mañana. Porque así se lo dije a Cherí y le digo al cabo que mañana nos vemos en la comida, y me dice qué comida y le digo…

Táibele —¡Qué!

Marlene —¡Qué! Eso mismo le dije.


Marlene le habló a Aidée, que lanzó el siguiente alarido: «¡No!». Y por ahí siguieron hasta que Aidée se convenció de la verdad y de que estaban ante un hecho inexplicable y a punto de ser irremediable. ¿Qué iba a pasar con el grupo? ¿Empezaría a desampararse de esa manera? ¿Cuándo había sucedido qué, que Mali le cobraba a Cherí de modo tan inclemente y drástico?


Táibele le habló a Cármina. Cármina trabajaba en una editorial fuerte y estaba invariablemente metida en explicaciones minuciosas con algún autor novel, cuya obra maestra, al fin conseguida, no había sido aún publicada. Lo mismo que Táibele no podía ser interrumpida más de un minuto.

—Editorial Planeta. Gracias por llamar —dijo la telefonista.

—Juanita, comuníqueme con Cármina. Urgente. Habla Táibele. ¿Cómo sigue su niño, Juanita?

—La comunico, señora Táibele. Ya bien, muchas gracias, pero tengo entendido que Cármina está en una conferencia…

—Sí, sí, es cosa de un segundo. Gracias.

—Un momento, no cuelgue —dijo Cármina, que atendía a un joven barbón y muy mugroso, que había puesto sobre el escritorio un pesado paquete de originales a máquina.

—Lo que estoy pensando —decía el escritor— es llevar estos originales francamente a otra editorial, puesto que aquí me tienen francamente relegado…

—No diga eso, Chuy. Planeta está interesada en su novela y ahora en estos cuentos que nos trae, sólo que este año, como usted sabe perfectamente, espéreme un instante ¿si? ¿Bueno?, por favor no cuelgue, un momento…

—¡Apúrate! —gritó Táibele incrustándose en la boca la bocina del teléfono.

—Porque mire usted, Cármina, no es que no entienda yo…

—Chuy, si no tenemos la comprensión y la ayuda de ustedes… Si quiere déjeme sus originales, yo misma los pasaré a la comisión, con la seguridad… Un instante, por favor…

Cármina había oído los gritos apagados en el teléfono y una o dos palabras tabernarias.

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