Título:
El último imperio. Los días finales de la Unión Soviética
© Serhii Plokhy, 2014
Edición original en inglés: The Last Empire. The Final Days of the Soviet Union Basic Books, 2014
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2015
Rafael Calvo, 42
28010 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: octubre de 2015
De la traducción del inglés: © Pablo Sauras Rodríguez-Olleros 2015
ISBN: 978-84-16354-64-1
Diseño de la colección:
Enric Satué
Ilustración de cubierta:
Enric Jardí
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
A los niños de los imperios
que se liberan a sí mismos.
ÍNDICE
Primera parte.
La última cumbre
Segunda parte.
Los tanques de agosto
Tercera parte.
El contragolpe
Cuarta parte.
La desunión soviética
Quinta parte.
Vox pópuli
Sexta parte.
Adiós al imperio
INTRODUCCIÓN
F ue un regalo de navidad inesperado. En el cielo nocturno, por encima de los turistas que visitaban la plaza Roja de Moscú y de los rifles de la guardia de honor que desfilaba hacia el mausoleo de Lenin, se arrió la bandera roja que ondeaba en el palacio del senado, sede del gobierno soviético y símbolo hasta hacía poco del comunismo internacional. Los millones de personas de todo el mundo que veían la televisión el día de navidad de 1991 no salían de su asombro. Ese mismo día, la CNN había retransmitido en directo el discurso en el que el último presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, anunciaba su dimisión. La Unión Soviética ya no existía.
¿Qué acababa de ocurrir? El primero en responder a esta pregunta fue el presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush. La noche del 25 de diciembre, poco después de que la CNN y otras cadenas se hicieran eco del discurso de Gorbachov y el arriado de la bandera en el Kremlin, Bush explicó a sus compatriotas lo que significaban las imágenes que habían visto, la noticia que habían escuchado y el regalo que habían recibido. Bush interpretó la dimisión de Gorbachov y la retirada de la bandera soviética como una victoria en la guerra que Estados Unidos había librado contra el comunismo durante más de cuarenta años. Más aún: la caída del comunismo suponía el fin de la Guerra Fría, y había que felicitar al pueblo estadounidense por el triunfo de sus valores. Bush utilizó la palabra “victoria” en tres frases consecutivas. Unas semanas después, en el discurso sobre el estado de la Unión, habló del derrumbe de la Unión Soviética, ocurrido en un año de “cambios casi bíblicos en su magnitud”, y anunció que Estados Unidos había “ganado la Guerra Fría por la gracia de Dios”, y que ahora nacía un nuevo orden mundial. El presidente estadounidense declaró ante los miembros del senado y de la cámara de representantes
Durante más de cuarenta años, Estados Unidos y la Unión Soviética se habían enfrentado, efectivamente, en un conflicto global que no había terminado en un holocausto nuclear de milagro. Varias generaciones de estadounidenses habían nacido en un mundo que parecía dividido para siempre en dos bloques, representados respectivamente por la bandera roja del Kremlin, y las barras y estrellas que ondeaban en lo alto del Capitolio. Quienes habían crecido en la década de 1950 todavía se acordaban de los simulacros de emergencia nuclear del colegio, con los profesores aconsejándoles que se escondieran debajo del pupitre en caso de explosión. Centenares de miles de estadounidenses habían luchado y decenas de miles muerto en dos guerras –la primera en las montañas de Corea, la segunda en las junglas de Vietnam– supuestamente destinadas a frenar el avance del comunismo. La cuestión de si Alger Hiss era o no un espía soviético había dividido a generaciones de intelectuales, y la caza de brujas desencadenada por el senador Joseph McCarthy había traumatizado a Hollywood durante varias décadas. Apenas unos años antes de la caída de la Unión Soviética, Nueva York y otras grandes ciudades del país se habían visto sacudidas por las protestas de los activistas a favor del desarme nuclear, asunto que había causado discordias familiares, enfrentando, por ejemplo, al joven Ron Reagan con su padre, el presidente Ronald Reagan. Estados Unidos y sus aliados occidentales habían librado incontables batallas en una guerra que parecía no tener fin. Ahora, un enemigo armado hasta los dientes y que no había perdido ni una batalla se desmembraba en doce estados sin que se hubiera disparado un solo tiro.
Había motivos de celebración, pero, por otro lado, era extraño y hasta inquietante que el presidente se apresurara a declarar la victoria de su país en la Guerra Fría el mismo día en que Mijaíl Gorbachov, principal aliado con el que habían contado Reagan y Bush en su empeño por terminar esa guerra, anunciaba su renuncia al cargo. Aunque la dimisión de Gorbachov suponía la liquidación simbólica de la URSS (que se había
El discurso de navidad indicaba que el presidente Bush y los miembros de su administración habían cambiado radicalmente su actitud ante el antiguo socio soviético, así como su estimación de la influencia estadounidense en los acontecimientos ocurridos en la URSS. Si Bush y su consejero de Seguridad Nacional, el general Brent Scowcroft, habían insistido durante la mayor parte del año en que esa influencia era limitada, ahora, de pronto, se atribuían el mérito de la transformación política más importante que se había operado allí. La nueva versión oficial de lo sucedido empezó a circular coincidiendo con la campaña para la reelección de Bush, e iba a convertirse en un relato muy extendido, si no el dominante, sobre el final de la Guerra Fría y el surgimiento de Estados Unidos como única superpotencia. Este relato, que tenía mucho de mítico, identificaba el fin del conflicto entre los dos bloques con la caída del comunismo y la disolución de la Unión Soviética, y, lo que era más importante, las consideraba resultado directo de la política estadounidense, así como una gran victoria para ese país.
El presente libro impugna esta interpretación triunfalista del derrumbe del estado soviético basándose, en parte, en los documentos depositados en la biblioteca presidencial George H. W. Bush, desclasificados hace poco, entre ellos los memorandos de sus asesores y las transcripciones de sus conversaciones telefónicas con los dirigentes de otros países. El material recién divulgado indica con más claridad que nunca que el presidente y sus consejeros se esforzaron por prolongar la vida de la Unión Soviética, porque les preocupaban tanto la ascensión del futuro presidente ruso, Boris Yeltsin, como el afán independentista de las otras repúblicas; y porque querían que, desaparecida la Unión Soviética, Rusia se asegurara el control exclusivo sobre el arsenal nuclear y mantuviera su influencia en el espacio postsoviético, especialmente en las repúblicas centroasiáticas.
¿Por qué adoptaron esta política los dirigentes de un país que supuestamente seguía librando con su adversario la Guerra Fría? Los documentos de la Casa Blanca, junto con otras fuentes, nos permiten responder a esta y otras preguntas importantes que se plantean en este libro. Veremos cómo la retórica de la Guerra Fría chocó con la
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