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David Runciman - Así termina la democracia

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David Runciman Así termina la democracia
  • Libro:
    Así termina la democracia
  • Autor:
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    Paidós
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  • Año:
    2019
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Así termina la democracia: resumen, descripción y anotación

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Este incisivo libro otea el horizonte político de Occidente y nos muestra cómo detectar las nuevas señales de los problemas que se avecinan. Guiándonos por un recorrido que va desde los golpes antidemocráticos en la Grecia antigua y en la moderna, hasta la guerra nuclear, la catástrofe medioambiental y los más atroces crímenes contra la humanidad, Runciman nos revela de qué modo los cambios que han experimentado nuestras sociedades hacen que sea improbable que los regímenes democráticos vayan a desmoronarse ahora como lo hacían en el pasado.

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Sinopsis

Este incisivo libro otea el horizonte político de Occidente y nos muestra cómo detectar las nuevas señales de los problemas que se avecinan. Guiándonos por un recorrido que va desde los golpes antidemocráticos en la Grecia antigua y en la moderna, hasta la guerra nuclear, la catástrofe medioambiental y los más atroces crímenes contra la humanidad, Runciman nos revela de qué modo los cambios que han experimentado nuestras sociedades hacen que sea improbable que los regímenes democráticos vayan a desmoronarse ahora como lo hacían en el pasado.

Así termina la democracia

David Runciman

Traducción de Albino Santos Mosquera

Prefacio Pensar lo impensable Nada dura eternamente La democracia tenía que - photo 8

Prefacio
Pensar lo impensable

Nada dura eternamente. La democracia tenía que pasar a la historia algún día. Nadie, ni siquiera Francis Fukuyama —quien allá por 1989 anunciara el fin de la historia misma—, ha creído que las virtudes de este sistema lo hicieran inmortal. final estaba muy lejano aún. No esperaban que aconteciera en vida suya o siquiera de sus hijos. Muy pocos habrían pensado que podía estar acaeciendo ante sus propios ojos.

Y, sin embargo, transcurridas ya dos décadas del siglo XXI , nos sentimos inesperadamente obligados a preguntarnos: «¿Así se acaba la democracia?».

Como muchas personas, yo mismo me hice por primera vez esta pregunta tras la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, una elección que se me antojó la reductio ad absurdum de la política democrática, si se me permite el latín filosófico: todo proceso que conduzca a una conclusión tan ridícula como esa debe de haberse estropeado en algún momento de una forma realmente grave. Si Trump es la respuesta, es que ya no nos estamos haciendo la pregunta correcta. Pero no se trata solo de Trump. Su acceso a la presidencia es síntoma de un clima político sobrecalentado que parece cada vez más inestable, desgarrado por la desconfianza y la intolerancia mutuas, alimentado por acusaciones desmedidas y por campañas de ciberacoso, un diálogo de sordos en el que ambos bandos se ahogan uno a otro en ruido. En muchos lugares, no solo en Estados Unidos, la democracia comienza a dar señales de desquiciamiento.

Permítanme que deje esto muy claro desde el principio: yo no creo que la llegada de Trump a la Casa Blanca signifique el fin de la democracia. Las instituciones democráticas de Estados Unidos están diseñadas para resistir toda clase de baches en el camino, y la extraña y errática presidencia de Trump no está fuera de los límites de lo superable. De hecho, que tras la Administración Trump venga una situación relativamente normal es más probable que el hecho de que después venga algo todavía más estrafalario. No obstante, la llegada de Trump a la Casa Blanca plantea una duda muy inmediata: ¿qué se consideraría una verdadera quiebra democrática en un país como Estados Unidos? ¿A qué cosas no sobreviviría ninguna democracia consolidada? Ahora sabemos que debemos comenzar a hacernos estas preguntas, pero no sabemos qué respuesta darles.

Nuestras imaginaciones políticas están ancladas en imágenes obsoletas del aspecto que suponemos y asociamos a una caída de la democracia. Estamos atrapados en el paisaje del siglo XX . Nos remontamos a las décadas de 1930 o de 1970 en busca de estampas representativas de lo que sucede cuando la democracia se descompone: tanques en las calles; dictadores de pacotilla bramando por la unidad nacional con mensajes acompañados de violencia y represión. La presidencia de Trump ha suscitado generalizadas comparaciones con las tiranías del pasado. Se nos ha advertido de que no debemos ser complacientes pensando que algo así no podría pasar de nuevo. Pero ¿y el otro peligro: el de que mientras nos fijamos en las señales más conocidas de esa clase de caídas de los regímenes democráticos, nuestras democracias estén fallando en puntos y aspectos que no nos son tan conocidos? Para mí, este último es el mayor riesgo que corremos. No creo que haya muchas probabilidades de que regresemos a un escenario como el de los años treinta del siglo XX . No estamos en los prolegómenos de un segundo amanecer del fascismo, la violencia y la guerra mundial. Nuestras sociedades son demasiado diferentes —demasiado acomodadas, demasiado envejecidas, demasiado interconectadas en red— y nuestro conocimiento histórico colectivo de lo que salió mal entonces está demasiado arraigado para eso. Cuando la democracia se termine, probablemente nos sorprenderá la forma en que lo hará. Puede que ni siquiera notemos que está ocurriendo, porque nos estaremos fijando en otros aspectos o en otras cuestiones.

La ciencia política contemporánea tiene poco que decir al respecto de esas nuevas vías de posible quiebra de la democracia, porque anda demasiado ocupada en otra cuestión: la de cómo se consigue instaurar la democracia y hacer que funcione. Es comprensible que así sea. La democracia lleva ya tiempo extendiéndose por el mundo, pero lo ha hecho a menudo dando dos pasos adelante y uno hacia atrás. Muchas veces, la democracia avanzaba vacilante en países de África o de América Latina o de Asia, y entonces un golpe de Estado o un pronunciamiento militar la apagaban hasta que, al cabo de un tiempo, alguien volvía a intentar instituirla de nuevo. Esto ha ocurrido en muchos lugares: de Kenia a Corea, pasando por Chile. Uno de los interrogantes centrales de la ciencia política es qué hace que la democracia se consolide. Y, fundamentalmente, es una cuestión de confianza: quienes tienen algo que perder con los resultados de unas elecciones tienen que creer que vale la pena perseverar por los cauces de la competencia política democrática hasta los comicios siguientes. Los ricos deben fiarse de que los pobres no les quitarán el dinero. Los soldados tienen que fiarse de que la población civil no les quitará las armas. Muchas veces esa confianza se rompe y entonces la democracia se viene abajo.

De ahí que los politólogos tiendan a concebir la quiebra de los regímenes democráticos como una «recaída». En esas situaciones, una democracia recae hasta la situación previa al momento en que se logró instaurar una confianza duradera en sus instituciones. Y de ahí que busquemos ejemplos anteriores de quiebra democrática para tratar de esclarecer qué podría salir mal en el presente. Damos por supuesto que el final de la democracia nos lleva de vuelta al principio; imaginamos que es como el proceso que la creó, pero a la inversa.

En este libro, yo pretendo ofrecer una perspectiva distinta. ¿Cómo sería la quiebra del régimen político vigente en sociedades donde la confianza en la democracia está tan firmemente establecida que difícilmente llega a tambalearse? La pregunta adecuada para el siglo XXI es la de cuánto podemos persistir con unos elementos institucionales en los que nos hemos acostumbrado a confiar sin darnos cuenta de que ya han dejado de funcionar. Entre esos elementos institucionales incluyo las elecciones periódicas, que continúan siendo la piedra angular de la política democrática, pero también los parlamentos democráticos, el poder judicial independiente y la prensa libre. Es perfectamente posible que todos ellos sigan funcionando como se supone que toca, pero sin cumplir la función que deberían cumplir. Corremos el riesgo de que una democracia vaciada de contenido nos arrastre hacia una falsa sensación de seguridad. Podríamos así continuar confiando en ella y acudir a ella para que nos rescate de los problemas, al tiempo que estaría creciendo nuestra irritación por su incapacidad para responder a nuestra llamada. La democracia, pues, podría caer aun permaneciendo intacta.

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