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Steven Runciman - El reino de Acre y las últimas cruzadas

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Steven Runciman El reino de Acre y las últimas cruzadas
  • Libro:
    El reino de Acre y las últimas cruzadas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1954
  • Índice:
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El reino de Acre y las últimas cruzadas: resumen, descripción y anotación

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Libro I

La tercera cruzada

Capítulo I

La conciencia de occidente

«No creían los reyes del país, ni ninguno

de los habitantes del orbe, que penetraría el

adversario y el enemigo por las puertas de Jerusalem».

(Lamentaciones, 4, 12).

Las malas noticias se divulgan rápidamente. Apenas terminada y perdida la batalla de Hattin, salieron a toda prisa los mensajeros hacia Occidente para informar a los príncipes, y pronto les siguieron otros para dar cuenta de la caída de Jerusalén. La Cristiandad occidental se enteró de los desastres con consternación. A pesar de todos los llamamientos procedentes del reino de Jerusalén en los años anteriores, nadie en Occidente, con excepción tal vez de la corte papal, se dio cuenta de lo próximo que estaba el peligro. Los caballeros y peregrinos que habían visitado Oriente encontraron en los estados francos una vida más lujosa y alegre que en cualquier parte de sus países nativos. Oyeron relatos de proezas militares; vieron que el comercio florecía. No podían comprender lo precaria que era toda aquella prosperidad. Ahora, de repente, se enteraron de que todo había terminado. El ejército cristiano había sido destruido; la Santa Cruz, la más sagrada de todas las reliquias de la Cristiandad, estaba en manos del infiel; la misma Jerusalén había sido conquistada. En el espacio de pocos meses el edificio del Oriente franco se había desplomado, y si algo se quería salvar de las ruinas era menester mandar ayuda, y además sin pérdida de tiempo.

Los refugiados que habían sobrevivido al desastre estaban apiñados detrás de las murallas de Tiro, conservando su arrojo gracias a la despiadada energía de Conrado de Montferrato. La feliz coyuntura de su llegada salvó a la ciudad de la rendición y, uno tras otro, los señores que habían escapado a las garras de Saladino se le unieron allí, aceptándole gustosos como jefe. Pero todos ellos sabían que, sin ayuda de Occidente, las posibilidades de defender Tiro eran escasas, y nulas las de reconquistar el territorio perdido. En la calma que siguió al primer ataque de Saladino contra Tiro, cuando se alejó para continuar la conquista de la Siria del norte, los defensores de la ciudad enviaron al más estimado de sus colegas, Josías, arzobispo de Tiro, para informar personalmente al Papa y a los reyes de Occidente de lo desesperada que era la situación. Por la misma época, los supervivientes de las órdenes militares escribieron a todos los cofrades occidentales para impresionarles con el mismo angustiado relato.

El arzobispo zarpó de Tiro a finales del verano de 1187 y llegó, tras rápida travesía, a la corte de Guillermo II de Sicilia. Encontró al rey profundamente afectado por los rumores del desastre. Informado de todos los pormenores, se vistió con hábito de penitencia y marchó a un retiro de cuatro días. Después envió mensajes a los otros reyes occidentales para apremiarles a unirse en una Cruzada, y él mismo dispuso el envío de una expedición, lo antes posible, a Oriente. Se hallaba entonces en guerra con Bizancio. En 1185, sus tropas, al intentar la conquista de Tesalónica, sufrieron una grave derrota, pero su escuadra aún cruzaba aguas chipriotas, en apoyo del usurpador de Chipre, Isaac Comneno, que se había sublevado contra el emperador Isaac el Ángel. Guillermo II concertó una paz apresurada con el Emperador, y el almirante siciliano, Margarito de Brindisi, fue llamado a Sicilia para equipar sus barcos; con trescientos caballeros, zarpó rumbo a Trípoli. Entretanto, el arzobispo Josías, acompañado de una embajada siciliana, se trasladó a Roma.

Su sucesor, Gregorio VIII, envió en seguida una carta circular a todos los fieles de Occidente. Transmitía la grave versión de la pérdida de Tierra Santa y de la Santa Cruz. Recordaba a sus destinatarios que la pérdida de Edesa, cuarenta años antes, debió haber sido una advertencia. Ahora había que hacer grandes esfuerzos. Exhortaba a todos a arrepentirse de sus pecados y hacer méritos para la vida eterna abrazando la Cruz. Prometía una indulgencia plenaria a todos los cruzados. Gozarían de la vida eterna en los cielos, y entretanto sus bienes terrenales estarían bajo la protección de la Santa Sede. Terminaba su carta ordenando un ayuno para todos los viernes, en los cinco años siguientes, y abstinencia de carne en miércoles y sábados. Su propio séquito y el de sus cardenales ayunarían además los lunes. Otros mensajes ordenaban una tregua de siete años entre todos los príncipes de la Cristiandad, y se informó que todos los cardenales habían jurado ser los primeros en abrazar la Cruz. Como predicadores mendicantes conducirían a los ejércitos cristianos hasta Palestina.

El papa Gregorio no vio el fruto de sus desvelos. Murió en Pisa el 17 de diciembre, después de un pontificado de dos meses, legando la tarea al obispo de Praeneste, elegido dos días después con el nombre de Clemente III. Mientras éste se apresuraba a establecer contacto con el más grande potentado de Occidente, el emperador Federico Barbarroja, el arzobispo de Tiro cruzó los Alpes para visitar a los reyes de Francia y de Inglaterra.

Le habían precedido las noticias de su misión. El anciano patriarca de Antioquía, Aímery.

Enrique, por su parte, había estado muchos años en guerra, con alternativas, contra Felipe Augusto de Francia, En enero de 1188, Josías encontró a los dos reyes en Gisors, en la frontera entre Normandía y el dominio francés, donde se habían entrevistado para discutir una tregua. La elocuencia del arzobispo les convenció para hacer la paz y prometer que emprenderían la Cruzada tan pronto como fuera posible. Felipe, conde de Flandes, avergonzado tal vez de su fracasada expedición de diez años antes, se apresuró a seguir su ejemplo, y muchos de los altos nobles de ambos reinos juraron acompañar a sus monarcas. Se decidió que los ejércitos marcharían juntos, las tropas francesas llevando cruces rojas; blancas, las inglesas, y las flamencas, verdes. Para equipar a sus huestes respectivas, ambos crearon impuestos especiales.

A fines de enero, el Consejo del rey Enrique se reunió en Le Mans, con el fin de ordenar el pago del diezmo de Saladino, un tributo del 10 por 100 sobre la renta y los bienes muebles que había que cobrar de cada súbdito secular del rey, en Inglaterra y Francia. Enrique se trasladó después a Inglaterra, para hacer otros preparativos de la Cruzada, que fue predicada fervorosamente por Balduino, arzobispo de Canterbury. El arzobispo de Tiro inició su viaje de regreso henchido de esperanzas.

Poco después de la conferencia de Gisors, Enrique contestó por escrito al patriarca de Antioquía, diciéndole que la ayuda llegaría rápidamente.

Su optimismo no estaba justificado. El diezmo de Saladino se cobró satisfactoriamente, a pesar de que un caballero templario, Gilberto de Hoxton, intentó quedarse con el dinero cobrado por él, mientras Guillermo el León, rey de los escoceses, que era vasallo de Enrique, fue totalmente incapaz de convencer a sus cicateros barones para que contribuyesen con un solo penique. Se hicieron los planes para la administración del país, mientras Enrique y su heredero estuviesen en Oriente.

Pero, mucho antes de que el ejército pudiera concentrarse, estalló la guerra en Francia. Algunos de los vasallos de Ricardo se rebelaron contra él en Poitou, y en junio de 1188 se vio arrastrado a una disputa con el conde de Tolosa. El rey francés, furioso por este ataque contra su vasallo, replicó invadiendo Berry. Enrique, a su vez, invadió el territorio de Felipe, y la guerra se prolongó durante el verano y el otoño. En enero de 1189, Ricardo, cuya lealtad filial no se distinguía por la constancia, se unió a Felipe en una ofensiva contra Enrique. La interminable lucha horrorizó a la mayoría de los buenos cristianos. Entre los vasallos de Felipe, los condes de Flandes y de Blois se negaron a llevar armas hasta que fuese organizada la Cruzada.

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