À LA MÉMOIRE DE
MANUEL FERNÁNDEZ-CUESTA
Escribo estas líneas unas horas después de la muerte de Manuel Fernández-Cuesta. Era mi editor en España. Se había convertido en mi amigo. Él fue quien me pidió que escribiera La ceremonia caníbal y suyos son sus derechos mundiales. Una elección que me enorgullecía y me convertía en un escritor casi español, por así decir. Sin él, este libro no existiría, lo cual no tiene ninguna importancia, preferiría mil veces que existiera él, Manuel. Porque tenía una fuerza tan vital y estimulante como la que ningún libro podrá tener jamás. Dirán de él que se trataba de un gran editor, pero creo que puedo decir que a él le importaba un pimiento. La edición, para él, era como el compromiso político, una empresa de transformación activa. Algunos piensan que se escriben libros porque la vida no basta para realizar nuestras expectativas. Mediocres vividores. Estoy convencido de lo contrario, es porque la vida nos desborda por su hermosura, por los deseos que despierta, por sus dolores también y sus ideas, por lo que nos obliga a escribir. «Hay más ideas sobre la tierra —decía Michel Foucault— que las que los intelectuales a menudo imaginan. Y estas ideas son más activas, más fuertes, más resistentes y más apasionadas de lo que pueden pensar los políticos. Hay que asistir al nacimiento de las ideas y a la explosión de su fuerza. Y esto no en los libros que las enuncian, sino en los acontecimientos que manifiestan su fuerza, en las luchas que se llevan a cabo para las ideas, por o contra ellas. No son las ideas las que mueven el mundo. Precisamente porque el mundo tiene ideas (y porque produce muchas sin cesar), no es conducido de manera pasiva según los que lo dirigen o los que querrían enseñarle a pensar de una vez para siempre». A Manuel le gustaba este texto que puse como exergo en mi blog de Mediapart.
Los libros no son otra cosa que este arrebato, este entusiasmo. El hacha, como decía F. Kafka, que rompe el mar helado que hay en nuestro interior. También podríamos decir: la ola que se lleva el dique erigido para contenerla. Los libros no son nada si no los mueve ese desbordamiento. Manuel, por su historia familiar, por su inteligencia y su sensibilidad, tenía dentro esa fuerza de desbordamiento. Se desbordaba de ideas, de proyectos, de amor a la vida. No publicaba solo libros, creaba mundos posibles y los poblaba a su antojo como buen gigante. Nuestros libros son ese pueblo.
Tenía una novela familiar que escribir, una ficción mayor que la historia dividida de España, franquista por el lado paterno, comunista por el materno. Francomunista. Yo le apremiaba a escribirla. Rechazaba la idea con un gesto cansado. Algo demasiado personal. Me llamó por teléfono la víspera de su muerte para anunciarme el fin de la aventura de Península. No se quejaba. Me dijo que por fin tenía un poco de tiempo para ver venir las cosas.
Convinimos seguir juntos, pasara lo que pasara.
París, 12 de julio de 2013.
CHRISTIAN SALMON
El punto más intenso de estas vidas, aquel en que se concentra su energía, radica precisamente allí donde colisionan con el poder, luchan con él, intentan reutilizar sus fuerzas o escapar de sus trampas.
MICHEL FOUCAULT
La vida de los hombres infames
De la insoberanía
Preámbulo
Un antiguo ministro de Finanzas, dirigiéndose a los mil quinientos altos cargos de Bercy,
La fórmula es sorprendente. Establece un vínculo entre el declive del Estado en la era neoliberal y la suerte de los gobernantes, es decir, el personal político y la alta Administración, que se verían abocados, debido justamente al debilitamiento del Estado, a una especie de autoextinción histórica, definida aquí como una manera de «desmoronarnos sobre nosotros mismos». En efecto, no faltan señales, desde hace treinta años, que muestran ese proceso de autodevoración del homo politicus.
En el centro de este proceso de deconstrucción de la función pública, una doble revolución: la pérdida de soberanía de los Estados, vaciada poco a poco de su contenido por la revolución neoliberal y por la revolución tecnológica de los medios de telecomunicación, que sustituye el ritual y el protocolo de las apariciones del soberano por la telerrealidad del poder. El hombre político se presenta cada vez menos como una figura de autoridad, alguien a quien obedecer, y más como algo que consumir; menos como una instancia productora de normas que como un producto de la subcultura de masas, un artefacto a imagen de cualquier personaje de una serie o un programa televisivo...
La condición política se ha remodelado profundamente desde hace treinta años bajo el efecto de la revolución neoliberal iniciada a principios de los años ochenta por los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y de Margaret Thatcher en el Reino Unido, que proyectaron el fin del Estado providencia y el abandono del modelo keynesiano que había inspirado las políticas de todos los Gobiernos occidentales de posguerra. La revolución neoliberal, que ha implantado un programa de «debilitamiento» del Estado, se vio reforzada a partir de la década de 1990 por la revolución digital, la televisión por cable y el desarrollo de Internet, que revolucionaron las condiciones sociales y técnicas de la comunicación política. A partir de los años noventa, la conjunción del nuevo ideal-tipo político inspirado por los valores gerenciales del neoliberalismo y de la tele-presencia permanente, organizada por las cadenas de información continua, explica la aparición de una nueva generación de políticos, desde Clinton hasta Sarkozy pasando por Bush hijo, Blair y Berlusconi..., personalidades tan distintas que no permiten emparentar ni su orientación ideológica, ni su programa político, ni siquiera la famosa «historia» personal en cuyo nombre son elegidos... En este libro, he intentado esbozar el retrato colectivo de esta nueva generación; no en la encrucijada de las biografías personales que tanto encantan a los medios de comunicación, sino a partir de una ecuación común, una forma de destino común —neoliberal, por fuerza neoliberal—, que califico de condición o de función neopolítica. Esta condición se caracteriza por una crisis general de la confianza y de la representación; la crisis de las deudas soberanas no es más que un aspecto de ella, que oculta muchos otros: crisis de la soberanía del Estado, crisis de la palabra del Estado, crisis de la firma del Estado... Esta crisis se manifiesta en todas las democracias occidentales, pero se ve reforzada en Europa por lo que acostumbramos llamar la «construcción» europea, que se parece cada vez más a una «deconstrucción» de la soberanía.