Como Se Forma Un Conductista - Skinner B F - Autobiografia Vol II
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B. F. Skinner
AUTOBIOGRAFIA
Volumen II
COMO SE FORMA UN CONDUCTISTA
A Fred S. KellerLa Universidad de Harvard muestra un escasísimo interés, cuando lo muestra, por la vida privada de sus alumnos. Esta postura quedó afirmada en un caso de ruindad moral ocurrido poco antes de que yo llegara, en otoño de 1928, con objeto de cursar mis estudios de licenciatura. Por muy graves o muy sensacionalistas que fueran las historias que relataban los periódicos, la Universidad no se declaraba responsable de los hechos; se negaba en redondo a hacer las funciones de una madre.
Pronto advertiría que se mostraba igualmente despreocupada en relación con cuestiones mucho menos importantes. Había dos pequeños dormitorios para uso de los licenciados, con sus corredores y habitaciones, al igual que los que había conocido en el Hamilton College, cubiertos de perdurables ladrillos, y los únicos espacios más de que podían disponer los licenciados debían localizarse en una lista ciclostilada de casas de huéspedes que, generosamente, proporcionaba la Universidad.
Comencé probando fortuna en una atractiva casa de madera, enclavada en las proximidades del cuadrángulo de Radcliffe. Pertenecía al territorio de la Facultad de Leyes y la mayoría de las habitaciones estaban ya ocupadas. Me mostraron una habitación que había hecho las veces de almacén y que habían habilitado. Tenía cabida para una sola persona, mientras que las demás estaban destinadas a dos. El número de personas que debía utilizar el cuarto de baño era de lo más desalentador.
En una callejuela secundaria, a una cuadra de distancia de Harvard Square, estuve explorando una vieja y deslucida casa, ocupada por dos familias, y en la que me recibió una vieja y deslucida patrona, que iba de un lado para otro de la casa ataviada con bata y zapatillas y cuyos cabellos se escapaban en mechones por entre unas cuantas horquillas desperdigadas. Estuvo mostrándome diversos cuartos, a uno y otro lado de la casa, cruzando una puerta situada a este propósito. El problema del cuarto de baño quedaba resuelto con la colocación de una jofaina en cada habitación, pero los suelos estaban desnudos y sin pintar y los únicos muebles disponibles consistían en un viejo camastro o catre, una mesa y un par de sillas. (Por supuesto que hubiera podido comprarme un sillón de haberlo querido.)
Pero al otro lado del mismo sector, en el 366 de Harvard Street, me sonrió la suerte. La señora Thomas, la patrona, me trajo el recuerdo de mi tía Alt, y un hombre de más edad, que se encargaba de una parte de las faenas más pesadas de la casa, hubiera podido muy bien ser mi tío Norm. La casa tenía aspecto de limpia e incluso olía a limpio y, tanto en los corredores como en las escaleras, el suelo aparecía cubierto de alfombras. Disponían de una habitación pequeña y bien iluminada, en el piso tercero, que me costaría $ 5.50 por semana y nadie me puso ninguna objeción al proponer la utilización de una parrilla para las tostadas del desayuno o bocadillos de queso para un remedo de cena los domingos. El cuarto de baño se encontraba en el segundo piso y, por lo que pude entender, debería compartirlo únicamente con otras tres personas.
Envié a mi madre las dimensiones de la cama y me confeccionó una funda muy escueta y unos cuantos cojines que le daban la apariencia de un sofá. Compré una lámpara en la cooperativa de Harvard y colgué de la pared el autorretrato de Cézanne que había comprado en Village y dos reproducciones de Miguel Ángel que me había traído de Roma. En la repisa de una inexistente chimenea comencé a formar una biblioteca, que inicié con la Filosofía de Bertrand Russell, El conductismo de John B. Watson y Reflejos condicionados de I. P. Pavlov: los libros que me había preparado, pensaba yo, para la carrera de Psicología.
Hacía ya años que había dejado de tocar el saxofón y, como por otra parte tampoco lo tenía por instrumento adecuado para un psicólogo, decidí venderlo. Había planeado comprar un piano de segunda mano pero, como la habitación era demasiado pequeña, opté por adquirir un fonógrafo portátil, marca Victrola. Estaba provisto de caja metálica y la cuerda duraba bastante rato. El diafragma correspondía al nuevo modelo «ortofónico», pero carecía de control de volumen y, la primera vez que lo probé en el primer piso, donde vivía de momento mientras me estaban pintando la habitación del tercero, me entró el temor de molestar a los demás huéspedes, por lo que puse el aparato sobre la cama y atiborré de ropa la abertura para atenuar un tanto el volumen. En el tercer piso me encontraría más a gusto, puesto que la habitación estaba en un extremo y la única vecina que tenía (bonita pero, como hube de descubrir muy pronto, sin intereses intelectuales y vigilada muy de cerca por una hermana casada que también vivía en la casa) no ponía objeciones a la música con tal de que sonara a horas razonables, aparte de que el programa que yo tenía entre manos me llevaría a la cama mucho antes de las horas no razonables.
Mi conversión al vegetarianismo en Village me había conducido a la cocina francesa e italiana en mi Grand Tour y, a dos cuadras de distancia de mi casa, encontré un pequeño restaurante donde podría comer.
Mi programa diario estaba cargado, aunque no era tan espartano como lo recordaría, casi cuarenta años más tarde, cuando escribí:
«...entré en Harvard sometido al primer régimen disciplinario de mi vida. Durante la etapa del bachillerato y de la escuela superior había cumplido con mis deberes, pero eran contadas las ocasiones en que había trabajado de firme. Consciente de que estaba muy atrasado en aquel nuevo campo, me fijé un programa riguroso al que me atuve por espacio de casi dos años. Me levantaría a las seis de la mañana, estudiaría hasta la hora de desayunar, asistiría a las clases, iría a los laboratorios y bibliotecas, dejando sin programar no más de quince minutos diarios, estudiaría hasta las nueve en punto de la noche y me acostaría. No fui nunca al cine ni al teatro, rara vez a conciertos, apenas si salí alguna vez con nadie y no leí otra cosa que psicología y fisiología.»
Estaba rememorando una actitud más que la vida que llevé realmente. En el barco que me traería de Inglaterra, al final del verano, conocí a dos distinguidos personajes de Boston, el doctor Loring y su señora. Les había contado que me disponía a ir a Harvard y tuvieron la amabilidad de invitarme a cenar. El doctor Loring me condujo a su bella casa de Lincoln, donde pude echar mi primera ojeada a la vida de las clases privilegiadas de Nueva Inglaterra. Después de cenar nos sentamos junto al fuego y les estuve hablando de mi rutina diaria. Pude advertir que los sumía en el más profundo estupor al ponerles al corriente de mi dedicación intensiva al estudio. El doctor Loring mostró una cierta alarma; ¿no necesitaría acaso un poco más de descanso? Le aseguré que no.
Muy otra sería la vena en que escribiría a Percy Saunders, profesor de química del Hamilton College, conocido de sus alumnos por el nombre de Stink . «El primer semestre voy a tomármelo con calma», le decía entonces. «Después de enero espero haberme ambientado y resolver los enigmas del universo. Harvard está bien. Se goza de una curiosa y temible libertad después de haber pasado por el Hamilton College o Scranton.»
No me faltaban los amigos ni tampoco el tiempo durante el cual departir con ellos. Raphael Miller, unos pocos meses más joven que yo, había estado en el Susquehanna High School un año después que yo, pero había ido al Lafayette College y, como no había pasado por un entreacto de dos años como el mío, se encontraba ahora más adelantado que yo y cursando el segundo año en la Harvard Medical School. Alguna que otra noche habíamos salido juntos estando en Boston, para ir a comer almejas al vapor en Pieroni's, pero yo solía verlo los domingos por la mañana, cuando recorría el camino hasta la habitación que tenía en Vanderbilt Hall, o sea una distancia de unos seis quilómetros y medio. (En la entrada de Vanderbilt encontré la frase de Pasteur que Bugsy Morrill había expuesto en su laboratorio de Hamilton: «En el campo de la observación, la suerte sonríe únicamente a las mentes preparadas.» Sin embargo, en Vanderbilt la frase estaba en francés, diferencia entre Hamilton y Harvard que pronto aprendería a considerar habitual.)
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