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Annotation
Se publicó también en la colecciónToray Ciencia Ficción 2ª época en 1970 con el número 76.
Se publicó también en 1982 en la colección Galaxia 2001 con el numero 280 (utilizando el pseudómino de Law Space).
Aquella hora precisamente, después de la copiosa comida, sentía, durante un buen rato, un entorpecimiento progresivo de todo el cuerpo, que le obligaba a quedarse en el sillón, hasta que Martha le llamaba para la consulta. Aquel cotidiano fenómeno empezaba cuando un calorcillo agradable subía desde el estómago, invadiéndole lentamente, con un delicioso sopor que desvanecía la continuidad de las ideas, colocando su conciencia en el umbral del sueño, pero sin pasarlo nunca.
Los Fito-Venusianos
H. S. Thels
Los Fito-Venusianos
Espacio - El Mundo Futuro nº 34
© EDICIONES TORAY, S.A-1956
IMPRESO EN ESPAÑA
PRINTED IN SPAIN
Impreso por EDICIONES TORAY, S. A. —Arnaldo de Oms, 51 − 53-BARCELONA
CAPÍTULO I
LAS TRIBULACIONES DEL DOCTOR BLANCHARD
Aquella hora precisamente, después de la copiosa comida, sentía, durante un buen rato, un entorpecimiento progresivo de todo el cuerpo, que le obligaba a quedarse en el sillón, hasta que Martha le llamaba para la consulta. Aquel cotidiano fenómeno empezaba cuando un calorcillo agradable subía desde el estómago, invadiéndole lentamente, con un delicioso sopor que desvanecía la continuidad de las ideas, colocando su conciencia en el umbral del sueño, pero sin pasarlo nunca.
El doctor Blanchard apoyaba el mentón, ornado de una puntiaguda barba blanca, sobre el también inmaculado tejido de la camisa y se quedaba así, con los ojos entornados, sintiendo, como algo lejano, el picoteo del sol, que penetraba por los ventanales del comedor, sobre el rostro.
—¡Doctor, sus clientes le esperan!
La voz de la vieja Martha le sacaba de aquella maravillosa somnolencia y, durante algunos minutos, mientras se esforzaba en tomar contacto con la realidad, sentíase molesto y huraño de tener que abandonar aquella indolencia en la que se encontraba tan bien.
Luego, incorporándose, se sacudía, con rápidos movimientos, las migajas que podían haber quedado presas en su chaleco, haciéndolas caer al suelo. Ibase después al cuarto de baño, donde se lavaba parsimoniosamente, peinando con cuidado sus argentados cabellos y, finalmente, ya puestas las gafas, de ancha montura de concha, atravesaba de nuevo el comedor, para pasar a su despacho, lanzando una postrer mirada de cariño al cómodo sillón que sin él parecía mucho más vacío que nunca.
Desde hacía veinticinco años realizaba todos aquellos actos con la íntima conciencia de cumplir con un sagrado deber. Ives Blanchard era, y lo sería hasta su muerte, el médico de confianza de todo aquel poblado de la Corréze, cuyas gentes conocía bastante mejor de lo que se conocían ellas mismas.
Su despacho, tamizada la luz por los sedosos visillos que llegaban hasta el suelo, era una amplia estancia, limpia y simpática, con las estanterías repletas de libros que subían hasta el techo y la cama de reconocimiento brillante y pulida, que refulgía intensamente cuando un rayo de sol se atrevía a llegar hasta ella.
Al penetrar en su despacho, Blanchard lanzó una ojeada de asentimiento, encontrando que aquel marco, donde había pasado la mayor parte de su vida, estaría ocupado muy pronto por su hijo Henri, que no tardaría en llegar a Villebelle, una vez terminados sus estudios de Medicina en la Universidad de París.
Henri era todo lo que poseía el anciano doctor, ya que su esposa había muerto hacía muchos años. Y si se mostraba plenamente satisfecho, aquel asentimiento surgía, indudablemente, de la seguridad que le daba la próxima presencia de su hijo, que continuaría la historia médica de los Blanchard, nombre que sonaba en los sitios más recónditos del Departamento como algo de lo que se podía fiar y en quien se tenía plena confianza.
Tras sentarse en su sillón, mucho menos cómodo y confortable que el que acababa de abandonar en el comedor,
Blanchard apretó el timbre, indicando a Martha que el primer enfermo podía pasar.
La puerta que daba a la sala de espera se abrió y la alta silueta de un hombre joven se dibujó en el dintel.
—¿Se puede, doctor?
—¡Pasa, Levon, y siéntate!
Conocía de memoria a todos sus enfermos y sabía más que sus familias de sus problemas y avatares de lo que ellos mismos hubiesen podido imaginar.
—¿Qué te ocurre, Jacques?
—No creo que sea nada grave, doctor; pero sí molesto. Es en el brazo derecho, una mancha verdosa que me ha salido hace un par de días. Al principio no me molestaba nada...
—Descúbrete el brazo —interrumpió Ives Blanchard autoritario.
El mocetón obedeció, adelantando después el miembro descubierto por encima de la mesa para que el galeno pudiese observarlo mejor. Este había encendido la luz de una lámpara que había sobre la mesa y que lanzaba un cono amarillento sobre los papeles que tenía ante sí.
Los ágiles dedos del médico recorrieron y palparon los alrededores de aquella mancha verdosa oscura que alcanzaba el tamaño de un paquete de cigarrillos y que estaba situada por encima del codo, en pleno brazo.
La mancha poseía un curioso relieve, formado de multitud de rugosidades que hicieron pensar inmediatamente a Blanchard en una fungosidad producida por una invasión de hongos microscópicos, cosa bastante común en los trabajadores de los bosques. Pero, casi enseguida y después de haber observado aquello con toda atención, se percató confesándoselo a sí mismo, que era la primera vez en su larga vida científica que veía una cosa semejante.
Hizo que el paciente se pusiese en pie y acercándose ambos a la ventana, retiró el médico los visillos para poder observar a la luz natural y con mayor detalle aquella curiosa y misteriosa mancha.
—¿Te duele? —inquirió,
—No —repuso el joven—, Pero, a veces y por muchos esfuerzos que hago, no consigo mover el brazo como quiero, como si lo tuviese dormido.., ¿me entiende usted, doctor?
—¡Perfectamente, amigo mío!
Pero, en realidad, el doctor Blanchard entendía aquello menos que nunca. Estaba sometiendo su cerebro a un intenso esfuerzo, intentando catalogar aquel desconocido mal entre las enfermedades por hongos que conocía. Más no lo logró y toda su buena voluntad no le sirvió para nada.
Ives era uno de esos médicos que no necesitan disimular su ignorancia sobre algún tema, ocultándola tras palabras raras. Así que, con el mismo tono sencillo que había usado desde el primer momento, dijo:
—No lo veo claro, Jacques —y tras una pausa, añadió—: No te lo toques mucho ni te lo mojes; observa bien los síntomas y vente pasado mañana, a esta misma hora, por aquí.
Y al ver el inequívoco gesto del otro, que se hurgaba en el bolsillo, exclamó:
—Esta visita es gratis. Di que pase el siguiente, por favor...
Todos los problemas que se fueron presentando, uno tras otro, aquella tarde no lograron que dejase de ver, en cada lugar al que dirigía la mirada, la mancha verde del brazo de Jacques Levon. Insistentemente aparecía en cualquier lugar, como una obsesión de la que no pudiese escapar.
Después de cenar pasó de nuevo a su despacho, ante el asombro de Martha, encerrándose allí, durante cerca de tres horas, y luchando con los libros que fueron amontonándose sobre la mesa, hasta formar inconcebibles montañas de difícil e inestable equilibrio.
Vencido por el sueño, subió a su habitación, durmiéndose casi enseguida. Pero la mancha verde continuó poblando sus sueños, hasta adquirir la categoría de una desagradable pesadilla que le hizo despertar sobresaltado varias veces en el curso de aquella noche.