Vera Brittain dedicó casi veinte años a escribir esta obra portentosa, en la que debía haber espacio «para los seres queridos y también para aquellos a quienes no conoceremos nunca, pero que, no cabe duda, son nuestros iguales». Pocas veces se ha contado la vida de aquella juventud, la que sufrió la Primera Guerra Mundial y la posguerra, con tanta profundidad, elegancia y exactitud. Se combinan aquí las peripecias (siempre verdaderas) de la hija del propietario de una fábrica de papel de provincias que luchaba por emanciparse con las de la joven estudiante de Oxford y con el sufrimiento que esa misma joven, convertida en enfermera, encuentra en el frente durante la guerra; su pasión por el estudio y la literatura con el afecto por muchos de los que la rodearon desde adolescente… Todos sus amigos lucharán en las trincheras, y todos sus amigos vivirán el fin de una época mejor en la que todo parecía más puro e ingenuo.
«Si la guerra me perdona la vida», escribió Brittain a su hermano, «mi único objetivo será inmortalizar en un libro nuestra historia, la de nuestros amigos». Aquel deseo, casi una promesa, se convirtió en uno de los libros de memorias más famosos y conmovedores del siglo XX. A pesar de su interés por ajustarse al marco histórico de lo sucedido y a los datos reales, Vera Brittain, cuando escribe, siempre lo hace en los alrededores de la poesía y de los sentimientos, respaldados por una inteligencia viva y sus fervientes creencias pacifistas y feministas. Cuando finalmente se publicó, en 1933, Testamento de juventud fue un éxito instantáneo. La primera edición se agotó en pocas semanas; Virginia Woolf anotó en su diario que se sentía impelida a quedarse despierta toda la noche para terminar de leerlo; y cuando apareció su edición americana, The New York Times escribió con entusiasmo que aquella historia autobiográfica era «honesta, reveladora… y desgarradoramente hermosa».
Un clásico emocionante que, al fin, casi noventa años después, podemos descubrir en castellano.
Vera Brittain
Testamento de juventud
Título original: Testament of Youth
Vera Brittain, 1933
Traducción: Regina López Muñoz, 2019
Revisión: 1.0
26/08/2020
Autora
VERA BRITTAIN (Newcastle-under-Lyme, 1893-Wimbledon, 1970) fue una de las escritoras británicas más singulares del siglo XX, conocida también por sus ideas pacifistas y feministas. Estudió en la Universidad de Oxford, aunque se vio obligada a retrasar su formación para trabajar como enfermera voluntaria durante la mayor parte de la Primera Guerra Mundial. En 1923 publicó su primera novela (ya era conocida, en algunos círculos, como poeta), The Dark Tide, pero el reconocimiento público le llegó diez años después con Testamento de juventud, que fue todo un éxito de crítica y ventas y se convirtió en uno de los libros más comentados de su época.
PARA
R. A. L. y E. H. B.
IN MEMORIAM
«Y hay otros a los que ya nadie recuerda, que terminaron cuando terminó su vida, que existieron como si no hubieran existido, y después pasó lo mismo con sus hijos. Aquellos, al contrario, fueron hombres de bien, y su esperanza no terminará. […] Sus cuerpos fueron enterrados en paz, y su fama durará por todas las edades. La asamblea celebrará su sabiduría, y el pueblo proclamará su alabanza».
ECLESIÁSTICO, 44
PRIMERA PARTE
Hace mucho tiempo hubo un rico comerciante que, además de poseer más tesoros que cualquier soberano del mundo, tenía en su grandiosa sala tres sillas: una de plata, una de oro y otra de diamantes. Sin embargo, el mayor tesoro de todos era su única hija, que se llamaba Catherine.
Cierto día, Catherine se encontraba en su gabinete cuando, de repente, la puerta se abrió de par en par y entró una mujer muy alta y hermosa, con una rueda muy pequeña en las manos.
—Catherine —dijo, acercándose a la niña—, ¿preferirías tener una juventud feliz o una vejez feliz?
Catherine estaba tan sorprendida que no sabía qué contestar, de modo que la dama repitió:
—¿Preferirías tener una juventud feliz o una vejez feliz?
Entonces, Catherine se dijo para sus adentros: «Si elijo una juventud feliz, tendré que sufrir durante todo lo que me quede de vida. No, es mejor soportar las dificultades ahora y contar con algo mejor para el futuro». Así pues, levantó la vista y dijo:
—Concédeme una vejez feliz.
—Así sea —respondió la dama a la vez que giraba la rueda, y desapareció tan repentinamente como había llegado.
Aquella hermosa dama era el Destino de la pobre Catherine.
LAURA GONZENBACH, SIZILIANISCHE MÄRCHEN
CAPÍTULO I
DE NEWCASTLE AL MUNDO
Nacimos en ciudades y aldeas,
y en pueblecitos perdidos en el tiempo;
una era agonizante se burlaba de nuestro despertar ingenuo
con tintineos de nana militar.
Pero no oímos repiques de alarma en ese canto,
ni imaginamos en aquellas horas benévolas y dulces
el amenazante infortunio que nuestros osados pies
conocerían brutalmente.
Y así empezamos —entre los ecos que una guerra anterior
proyectó sobre nuestra niñez,
demasiado sombría, olvidada demasiado pronto— a destronar
los sueños de una felicidad que creíamos asegurada;
mientras, inminente y fiero al otro lado de la puerta,
observando el florecimiento de una generación entera,
el destino que tenía en jaque nuestra juventud
aguardaba su hora.
VERA BRITTAIN, «AVE, GENERACIÓN DE LA GUERRA», 1932
1
Cuando estalló la Gran Guerra, me la tomé no como una tragedia superlativa, sino como una exasperante interrupción de mis proyectos personales.
Para explicar el motivo de tan egoísta consideración del mayor desastre de la historia, es necesario remontarse en el tiempo, remontarse apenas un instante, hasta el decadentismo de los años noventa del siglo XIX, que fue cuando abrí los ojos a un mundo nada prometedor. Ciertamente, tengo el honor de compartir con Robert Graves el recuerdo más temprano, que es el de observar, de muy niña, el ondear de las banderas por las calles de Macclesfield con motivo del Jubileo de Diamante de la reina Victoria.
Por suerte, no es necesario emular el Adiós a todo eso de mi coetáneo y remontarme aún más en la agotadora época victoriana, pues no existe conjunto de antepasados menos notorio y más enérgicamente «pedestre» que el mío. A pesar de que nací en la llamada «década malva», apogeo del libro amarillo y el clavel verde, apostaría con total confianza a que ninguno de mis parientes oyó hablar jamás de Max Beerbohm o de Aubrey Beardsley, y si por casualidad el nombre de Oscar Wilde estimulaba alguna respuesta en sus cerebros, no sería precisamente de admiración por su obra, sino de condena por su moral.
La familia de mi padre era originaria de Staffordshire; los primeros topónimos relacionados con mis recuerdos de infancia son los de las «cinco ciudades» y las localidades aledañas —Stoke, Hanley, Burslem, Newcastle, Longport, Trentham, Barlaston y Stone—, y todavía recuerdo vislumbrar, a muy temprana edad, a través de la ventanilla de un tren, los alarmantes destellos de los altos hornos, que ardían con furia contra un negro cielo invernal. En una vieja casona de Barlaston —vinculada, entonces como ahora, a la extensa y dominante familia Wedgwood— nacieron mi padre y la mayor parte de sus once hermanos.